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miércoles, junio 17, 2015

Literatura / España: Se cumplen 40 años de la llegada de Onetti a Madrid

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En el Instituto de Cultura Hispánica, junto a Luis Rosales (izda) y con Dolly, en Avenida de América. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 17 de junio de 2015. (RanchoNEWS).- Confesiones de un lector, editado por Alfaguara en 1995, un año después de la muerte de Juan Carlos Onetti, recoge una selección de artículos del escritor uruguayo para la agencia Efe. La colaboración se establece en 1976, meses después de su llegada a Madrid, y se prolonga hasta 1991. «Le costaba más trabajar con la realidad que con la ficción», me cuenta Dorothea Mur, Dolly, su viuda, que acaba de cumplir 90. «'¡Llamad al mensajero!', exclamaba cual grito de victoria cuando tenía el trabajo listo. Le resultaba complicado dar con un tema». Javier Martínez reporta desde Madrid para El Mundo.

El pasado marzo se cumplieron 40 años desde que Onetti y Dolly se instalaron en Madrid, donde residieron hasta el fallecimiento del autor de La vida breve. Ella aún pasa varios meses al año en la ciudad que visitaron juntos por primera vez en 1973 para que ofreciera una conferencia histórica, pues fue la única de su vida, al margen del discurso de aceptación del Premio Cervantes.

Juan Carlos y Dolly dejaron atrás para siempre un país entonces sometido a una dictadura militar que había terminado por intentar manchar directamente al autor de Juntacadáveres, encarcelado durante tres meses por su participación como jurado en un concurso literario de la revista Marcha que otorgó el premio a un cuento considerado pornográfico.

En el aeropuerto de Barajas, una tarde aún de invierno, les aguardaban el poeta Félix Grande y su esposa Francisca Aguirre, «la Paca», como se refiere a ella Dolly, con suma gratitud y cariño. Fueron dos personas clave a la hora de facilitar su salida de Uruguay y la concesión de la beca del Instituto de Cultura Hispánica. «Eso le salvó la vida a Juan. Tenía su edad y estaba preocupado por la falta de futuro», evoca Dolly, que deja testimonio sobre este período y otros muchos de su dilatada existencia en Diálogos con Dolly Onetti (Centro de Editores), de Claudio Pérez Míguez y Raúl Manrique Girón.

Onetti iba a cumplir 68 años. Era ya un escritor reconocido internacionalmente, aunque todavía le aguardaba el Cervantes, que recibiría en 1978. Conoció a Luis María Ansón, director por aquel tiempo de Efe, en el Instituto de Cultura Hispánica. Éste le propuso colaborar con unos artículos mensuales que aliviaron la precariedad económica del matrimonio. «Pero de todos modos era trabajo, algo que siempre le pareció 'una estupidez odiosa a la que es difícil escapar'. Por lo tanto trató de hurtar el traste a la jeringa: se revolvía, incumplía los plazos de entrega y sufría porque era hombre de palabra. Fue para mí un mal trago oírle dictar cartas a Dolly en las que se justificaba, se excusaba, hacía promesas de puntualidad a los grisáceos burócratas de siempre», escribe su hijo Jorge, también ya fallecido, en el prólogo de Confesiones de un lector.

Seis meses de un cierto nomadismo por la capital hasta asentarse en el octavo piso de la Avenida de América, número 31, que más tarde acabarían comprando con los 10 millones de pesetas que suponía el Cervantes. Antes, el Hotel Cuzco, un apartamento en Galileo y otro en Ríos Rosas. «'¿Dónde está el jefe de familia?', me preguntaba el propietario a la hora de firmar el contrato. Necesitaban algún tipo de certeza. ¿Por qué no se presentaba el marido? Pero como Juan no se prestaba a esos trámites, tuve la intuición de llevar el monográfico que le dedicó Cuadernos Latinoamericanos, el ladrillo, como lo llamábamos, por si servía de algo. Y fue útil», explica Dolly, ilusionada en la tarde de nuestra conversación porque asistirá al día siguiente a la representación de Porgy and Bess en el Teatro Real. Fue esta ópera de Gerswin la última en la que ella, violinista, participó como integrante de una orquesta, hace dos décadas.

«Estaba como descansando de todo», recuerda sobre aquel Onetti arrancado de su tierra y de su gente. «[...] El tiempo no permite vaciar más que en parte las maletas y no es posible reiniciar nada, o todos los instantes están empapados de urgencia, de la depresiva sensación de inutilidad», escribió el autor de Los adioses en Reflexiones de un visitado, uno de los artículos, de noviembre de 1978, recogidos en Confesiones de un lector.

De una dictadura aún vigorosa, que mantenía a Uruguay en «un funeral constante», en palabras de Dolly, a otra, la del general Franco, que se atisbaba «muy aguada, se veía en la actitud de la gente, se percibía el final», también según la impresión de mi interlocutora. "Félix [Grande], Paca [Aguirre], la gente que conocíamos, miraban si el presentador de las noticias de televisión salía con corbata negra, para ver si había fallecido Franco".

En la terraza de su casa de la Avenida de América. Luis Rosales, director de 'Cuadernos Hispanoamericanos', fue otro de los grandes amigos de Onetti, un brazo firme desde su llegada a España. Al poeta dedicó el cuento 'Presencia', con el que empezó a recuperar el hábito de escribir ficción, detenido por el trastorno emocional del exilio. En 1979 publicaría la novela 'Dejemos hablar al viento', que había comenzado en Uruguay, y aún aparecerían otras dos concebidas en España: 'Cuando entonces' y 'Cuando ya no importe'.

Dolly buscó recrear en Madrid la atmósfera de su casa en Montevideo.  «Era un hombre de hogar; en los hoteles se volvía loco», explica. La casa de Avenida de América se parecía mucho a su último domicilio uruguayo: los cuadros de Van Gogh; Las señoritas de Avignon, de Picasso; El pez dorado, de Paul Klee, cuyo rojo acentuaba, a petición de Onetti, su hijo Jorge; un Buda; unos ceniceros de cobre. Algunos de estos objetos se pueden ver aún en el Museo del Escritor, dentro del Centro de Arte Moderno, en el número 52 de la calle Galileo de Madrid, donde se desarrolla esta conversación con Dolly.

Vinieron con un par de maletas. Sin libros. Otra biblioteca abandonada. Y no era la primera en sus forzosos desplazamientos.  «Yo iba con una canasta a la Cuesta de Moyano, a comprar libros de segunda mano. Él no me pedía nada. Al regreso, se limitaba a criticar: 'Éste ya lo leímos, éste ya lo teníamos...'», cuenta la eterna adolescente, como la describió Rosales en una dedicatoria.

Dolly pasea sus ojos por las imágenes de entonces, recogidas en Juan Carlos Onetti, ensayo iconográfico, también de Míguez y Girón. «Félix y Paca. Sólo ellos. Veo la foto y me emociono. Todos con sombreros y sobretodos. Fumando». A un lado puede verse un cartón de Kent que el escritor había comprado en el duty free. «Fumaba americanos, pero durante muchos años no se pudo dar el gusto porque eran muy caros». Tiempos en los que aún se consentía ese lujo en los aviones, una bendición para Onetti en la larga travesía hasta Madrid. «Si no, no hubiera venido», observa Dolly.


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