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Pablo Picasso jugando en el agua con su hijo Claude. Vallauris, (Francia), 1948. (Foto: Robert Capa)
C iudad Juárez, Chihuahua. 17 de junio de 2015. (RanchoNEWS).- El riguroso blanco y negro de sus imágenes ligeramente desenfocadas creó un mito, pero en realidad, desde la Guerra Civil española, siempre llevó un rollo de color en el bolsillo. Reporta José Ayma para El Mundo.
Ahora se pueden ver por primera vez en Europa 136 instantáneas en color tomadas entre 1938 y 1954 del maestro húngaro. El Robert Capa más desconocido vuelve a Budapest con una exposición abierta hasta el 20 de septiembre.
La Kodachrome sosiega la carnadura monocroma de las fotografías del vivido roving reporter. Ahora Bob ha guardado en la mesilla su suspicaz Contax, con la que desembarcó en Omaha y se deja ver por ahí con una Rolleiflex o una grandota Linhof de 9x12. El mejor reportero del mundo duerme un letargo necesario junto a sus cámaras de guerra. Dispara cámaras de paz contra la quietud de los suyos, acompañantes de evasión, hermanos de whisky y balas en otra época, rivales de faldas, mitos áureos de Hollywood. El desenfoque polícromo y legañoso de la vida dulce tiñe sus fotos de las mañanas alpinas. Mujeres de belleza solitaria con jersey rojo son deseadas por el ojeador en la última copa de la madrugada, mientras las pistas de esquí terminan de vestir su manto. Vallauris, Picasso sumerge a Claude en el sosiego de las apacibles aguas de la Costa Azul. Ernest Hemingway con su hijo Gregory cazando en Sun Valley. Noches de tapete y alcohol, frenesí de macho deseado, porque le ha echado cojones y se ha tirado al coso del sufrimiento. Mujeres de nombradía deambulan sus soledades atraídas por el indómito. Capa quema el minutero del presente como las colillas que equilibran su sonrisa de pícaro sensible. Lo único verdadero que posee es su existencia peregrina despojada de ataduras y de porqués. No quiere arrastrar a nadie en su vagabundeo. El compromiso está en el agrio precipicio de las miserias, y éste se ha quedado somnoliento en el cajón que guarda sus cámaras de guerra. Capa, el nómada legendario se siente acorralado en la pecera apacible de los deseos y los aduladores. Después de la caída nazi, Capa se convierte en un fotógrafo de guerra en paro. Buscó refugió entre los focos de Hollywood, siguiendo y escondiendo un idilio con Ingrid Bergman. Hizo algún cameo porque sí, como en la película Tentación, del director Irving Pichel, en la que hacía de sirviente egipcio y creyó que podría respirar el mundo de Hitchcock, Huston, Bogart, Gene Kelly o Lorre: grandes destruidos constructores del séptimo arte. Capa huyó diciendo «Hollywood es la mayor mierda que nadie haya pisado jamás». Cuando Ingrid Bergman pensó en seguirle no lo permitió, la dejó en su vida junto a su marido. «Si no subes a ese avión, te arrepentirás. Quizás hoy no, quizás mañana tampoco, pero pronto y para el resto de tu vida». Rick Blaine, Humphrey Bogart podría ser Capa. Ilsa Lund podría ser la real Ingrid Bergman. Capa solo tenía un compartimento en el corazón que fue siempre para el zorrillo pelirrojo que perdió en España en plena juventud, Gerda Taro, la creadora del mito, del hombre que se inventó así mismo. Hitchcock, confidente íntimo de Ingrid Bergman, puso oídos en el desasosiego de su actriz fetiche para modelar la historia cinematográfica de James Stewart y Grace Kelly en La ventana indiscreta.
Bob viaja a la Unión Soviética con John Steinbeck en 1947. Tuvieron que vadear el férreo control de las autoridades comunistas, que miraban de reojo y con mucha suspicacia a los dos ambulantes con renombre. Antes de salir del país, Capa tuvo que soportar la censura de sus fotografías menos indulgentes. Los rollos se revelaron in situ sin demasiado cuidado y los censores quitaron algunas fotos que revelaban el drama de unas gentes castigadas desde fuera y desde dentro de sus fronteras. Aun así, el grueso del reportaje conservó parte de su esencia. Al publicar Russian Journal, Steinbeck fue achacado por la crítica de una aptitud demasiado complaciente con el régimen totalitario, como si hubiese evitado los charcos más embarrados del régimen. John G. Morris, responsable de la edición de la revista Ladies Home Journal en aquella época, publicó 16 páginas del viaje ruso firmadas por Capa con pies de foto de Steinbeck, bajo el título Women and Children in Soviet Russia. El número de la revista se agotó y mientras que Capa cobró 20.000 dólares por las fotos, John Steinbeck solo percibió 3.000 por sus pies de foto. Ese mismo año Capa fundo Magnum junto con otros fotógrafos como David Seymour, Henri Cartier- Bresson, George Rodger y Bill Vandivert. El viejo sueño mascado en Italia con George Rodger, la vieja cabra, de controlar los derechos de sus fotografías y elegir los trabajos que hacer. El gustazo de mandar a hacer gárgaras a las publicaciones que se quedaban con los pingües beneficios del talento de otros. También estuvieron en la fundación de Magnum Maria Eisner y Rita Vandivert. Cada uno desembolsa 400 dólares. Capa, en su vehemencia vital, organizó un fiestón en la inauguración en la que prácticamente se gastó todo el presupuesto de la agencia.
Al año siguiente viajó con Theodore H. White por Checoslovaquia, Polonia y Hungría, enviados por la revista Holiday. Capa se reencontró con Friedmann Endre Ernö, el otro yo que abandonó en 1932 al llegar a París. Un viaje necesario, introspectivo y esclarecedor. En la construcción del nuevo Estado de Israel, junto a Irwin Shaw, el fotógrafo sintió el perdón de la muerte. El dolor de la quemazón de un balazo le recordó que estaba vivo y aquellas palabras premonitorias soltadas a bocajarro en una entrevista para Life unos años antes volvieron a recomponerse: «La guerra es como una actriz que envejece. Cada vez es menos fotogénica y más peligrosa». Algunos decían que Capa ya no era el mismo que deambuló matutino por el frente de Madrid, que se mantuvo socarrón en los bombardeos de la Gran Vía enfocando su Leica, que reía noctívago en los naipes del toque de queda, que amanecía adorando a una Gerda Taro que no se dejaba domesticar. Madrid, Plaza de Callao, Hotel Florida, tufarada de espías, periodistas; Ernest Hemingway y Martha Gellhorn, Arturo Barea y Ilse Kulcsar, John Dos Passos, traficantes de armas, rojos y menos rojos, derruidos, salpicaduras de puro romanticismo. Tampoco era el mismo que entregó sus rollos del desembarco de Normandía y casi sin dormir volvió a embarcarse rumbo al frente. Todo se había hecho neblina espesa. Report on Israel fue un trabajo excepcional, el mejor Capa de todos los Capas impregnaba unas fotografías cargadas de matices. Irwin Shaw magnífico con su pluma, no tuvo pelos en la lengua describiendo la realidad incómoda de los palestinos.
En Corea hay una guerra y Capa no está allí, no encuentra su causa, aquella por la que se jugó la vida en España, Francia, Argelia e Italia, donde los ideales y el impulso de la juventud contaban. Corea fue la guerra para otros.
El fotógrafo Howard Sochurek está cubriendo la Guerra de Indochina para Life cuando recibe una llamada en la que le comunican que su madre ha sufrido un infarto y pide un permiso para abandonar su puesto. El editor de la revista se queda sin fotógrafo en Indochina así que se las ingenia para convencer a Capa para que sustituya a Howard. Es el mejor y le pagará un dineral por dos semanas de trabajo. Tres años rulando a medio pistón, alejado de la primera línea, puede que influyesen en la decisión final. Capa es un pura sangre deambulando fuera de carrera. Él mismo dijo cuando le preguntaron sobre la decisión de desembarcar con la primera oleada de soldados en las playas de Normandía: «El corresponsal de guerra tiene en sus manos su mayor apuesta, su vida, y puede elegir el caballo al que apostarla, o puede guardársela en el bolsillo en el último segundo. Yo soy un jugador. Decidí acompañar a la compañía en la primera oleada».
Capa dispara sus cámaras desde un jeep en unos campos invadidos por maleza de Thai Binh el 25 de mayo de 1954. El vehículo avanza despacio al paso de los soldados que van desactivando minas del Viet Minh. Al cuello una Nikon S cargada con película en color. Es una de las cámaras que le regalaron en Japón, donde fue agasajado como un héroe de guerra. En la mano su vieja Contax II cargada con blanco y negro, despierta de su letargo. No le convencen las tomas elevadas, quiere mejores fotos, más cercanas y se baja del vehículo. Color, blanco y negro, mente dividida. Las publicaciones cada vez insertan más fotos en color en sus páginas y Capa nunca fue dogmático en los planteamientos de su trabajo. El color estuvo presente siempre en la mente del fotógrafo. Desde la Guerra Civil española, utiliza blanco y negro y color. Dos lenguajes, dos maneras de ver el mundo desde distintos ángulos; la realidad del color y la verdad del blanco y negro. Buscador incansable de nuevas fórmulas, llegó a afirmar un poco después de nacer Magnum que la fotografía de prensa estaba acabada, que el futuro del reporterismo gráfico pasaba por la televisión, que debían pedir a los fotógrafos de la agencia que no sólo hiciesen fotografías, que también filmasen. La Leica, con la que fotografió la Guerra Civil, se la regaló a Gerda Taro, se pasó al sistema Contax y luego a las flamantes Nikon. La búsqueda de la innovación técnica contrastaba con su manera de fotografiar, encuadres clásicos, ortodoxos, cargados de equilibrio y contenidos sublimes. En cierta ocasión amonestó a Cartier-Bresson para que no se dejase encasillar como artista, defendiendo la identidad del graphic reporter. Una foto marcó definitivamente la vida Capa, la muerte del miliciano Federico Borrell en la localidad cordobesa de Espejo, cerca de Cerro Muriano. La sombra de sus grises perseguiría a Capa hasta el fin de sus días. Con sólo 24 años había hecho una de las fotos más icónicas de la historia de la fotografía. ¿Qué imagen podría superar ese blanco y negro de perfecto desenfoque, en el mismo momento que un hombre pierde su vida? La búsqueda de Capa era el reflejo de sí mismo, una desasosegante inquietud por sondear nuevos caminos en búsqueda de la definición completa del hombre, por denunciar el horror de las guerras, por fotografiar la dignidad eterna de los perdedores y por hallar la belleza sondeando los caminos de la heterodoxia. Siempre dando un paso adelante, un poco más cercano.
Escuchan una explosión cercana. El oficial francés salta del jeep. Capa ha desaparecido del campo visual. Corren en dirección al humo. Capa está en el suelo con un último hálito de vida, una mina le ha destrozado la pierna y ha alcanzado su pecho. Le gritan pero a duras penas balbucea algo ininteligible mientras que se aferra con fuerza a su cámara. Organizan la evacuación pero no se puede hacer nada, Capa ha muerto. El fotógrafo que se inventó así mismo moviéndose en los grises infinitos, muere como murió su amada Gerda, con una cámara en la mano. Sus dos últimas fotos son segundos contiguos de una misma escena, una en blanco y negro y otra en color.
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