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Bela Lugosi, en un día de trabajo. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 5 de junio de 2015. (RanchoNEWS).-Hoy es imposible no considerar Drácula (1897), la novela de Bram Stoker, como una obra maestra. Su construcción literaria -que más tarde llamaríamos «técnica Rashomon»: el protagonista nunca se aborda de forma directa, se reconstruye su historia a partir de recortes de periódicos, diarios y cartas de otros personajes-, y su estilo literario, densamente victoriano, son una cumbre de la literatura de terror. Pero en vida de Stoker, ya se sabe, la recepción de Drácula no fue tan entusiasta como hubiera merecido. El viejo Bram era un escritor tosco y aburguesado, de los que escribían como se meaba, fácil y copioso en la abundancia de palabras, y aún así con un estilo pedestre, sin pulir. Si hoy se recuperan algunas de sus obras -como sus cuentos macabros o las novelas La joya de las siete estrellas (1903) o La guarida del gusano blanco (1911)-, es por el tirón del chupasangres transilvano, el único intento literario que le salió bien. Javier Blánquez reporta para El Mundo.
Drácula fue un «slow seller», destripado por algunos críticos, aunque poco a poco apreciado por un público que, después de un siglo de semimuertos colmilludos que succionaban cuellos en toda clase de folletines -los de Polidori o Rymer, por no hablar de los asesinatos luctuosos que aparecían día tras día en la prensa popular-, estaba preparado para aceptar al primer gran vampiro de la literatura. Y así comenzó un extraordinario viaje, desde los sangrientos penny dreadfuls que circulaban por Londres al epicentro de la cultura pop, que no ha dejado de quemar etapas desde entonces. El siglo XX ha sido generoso en todo tipo de atrocidades, horrores y mitos malignos, pero también es, por derecho propio, el siglo de Drácula. El vampiro no se refleja en el espejo, pero sí arroja sombra. Una sombra alargada.
Es ese viaje desde los orígenes del mito a la absoluta preeminencia del Conde Drácula en el imaginario colectivo el que recorre David J. Skal en Hollywood gótico. La enmarañada historia de Drácula (Es Pop Ediciones, 2015), un libro extraordinario que hará que le gotee el colmillo -de baba- a cualquier aficionado a las películas con telarañas y a las vidas que culminan en la más humillante de las derrotas. David J. Skal, uno de los mayores expertos en terror clásico, se presentó en España hace unos pocos años con uno de sus libros más valiosos, Monster show. Una historia cultural del horror (Valdemar, 2008), 500 páginas que explicaban cómo todo tipo de bichos horrorosos, zombis, momias, insectoides, murciélagos y extraterrestres, se habían ido introduciendo en el imaginario del cine. Este título no le va a la zaga.
Hollywood gótico llega tarde, porque la edición original es de 1990 -revisada en 2004-, pero llega bien, profusamente ilustrado y documentado para explicar que la victoria de Drácula no fue tan inmediata como hoy nos pudiera parecer, sino un verdadero camino espinoso por el que mucha gente se fue arruinando, perdiendo la cordura, la autoestima o la vida. De hecho, Drácula no sería hoy el mito que es si no hubiera sido por la escasez económica en la que Bram Stoker dejó a su viuda, Florence, al morir. La carrera literaria de Stoker no había sido boyante: de todo lo que escribió, lo único que se iba reeditando, a duras penas, era Drácula. Y Florence, que había sido una de las bellezas victorianas más deslumbrantes de su tiempo -incluso pretendida por Oscar Wilde en sus años mozos-, sólo tenía los derechos de autor de la novela para ir tirando.
Fue una lucha por sacarle hasta la última gota de dinero al copyright -muy adecuado para el tema que nos ocupa- lo que salvó a Drácula. Florence Stoker luchó contra cualquier representación teatral pirata de la obra en el West End o Broadway si no se aseguraba antes un porcentaje de los ingresos, y a punto estuvo -con orden judicial de por medio- de que se destruyeran todas las copias existentes de Nosferatu (1922), la obra maestra del cine expresionista dirigida por F. W. Murnau. Por suerte, la película se salvó, y fue una inspiración evidente para la siguiente gran película sobre el vampiro, el clásico de Hollywood de 1931 dirigido por Tod Browning. Una adaptación «legal» que hizo que Florence Stoker viviera cómodamente sus últimos años en un pequeño apartamento en Knightsbridge, a cuatro pasos de Hyde Park, rodeada de sus cuadros, porcelanas y recuerdos de juventud en un Londres imperial.
Aunque el Drácula de Tod Browning es una película irregular -estéticamente fascinante en el primer tramo, cuando Béla Lugosi aparece con sus candelabros y descendiendo las escaleras de piedra en su castillo semiderruido, aburridísima en el segundo-, en ella está concentrada todo el poder de fascinación del vampiro, ese ente cetrino, primario, que tanto podría ser de Transilvania como de Puerto Hurraco, que siempre nos ha explicado subliminalmente que la maldad es sexy. Como ya se sabe, el mito Drácula engulló a sus propios hijos -Lugosi acabó yonqui y loco, haciendo películas zarrapastrosas con Ed Wood; Browning acabó retirado en el silencio después de La parada de los monstruos-, pero conquistó inapelablemente el imaginario colectivo.
Incluso hubo un Drácula en español -de 1931, protagonizado por Carlos Villarías, un señor de Córdoba que hizo fortuna en Hollywood-, muy superior al de Browning, que no se rompió los cuernos dirigiendo, y cuando se descubrió que toda la batalla legal por el vampiro había sido una pérdida de tiempo porque Bram Stoker se olvidó de enviar dos copias de su libro a la Biblioteca del Congreso -requisito inevitable para tener cobertura de copyright en Estados Unidos-, empezaron a aflorar condes colmilludos por todas partes. El más mítico fue el de Christopher Lee, y el más mediático el de Gary Oldman en la adaptación de Coppola -a pesar del kitsch que envolvía su versión de 1993-, pero hay Dráculas de todos los tipos y formas, y todos ellos llegaron a existir gracias a esa «enmarañada historia» a la que alude el título del libro de Skal, que también podría haber hecho suya la frase de Churchill: sudor y lágrimas, por supuesto, pero sobre todo sangre.
Puestos a buscarles defectos a un libro rico y fascinante para cualquier buceador en la cultura freak, sólo encontraríamos uno: la ausencia de cualquier mención a la deliciosa Brácula. Condemor II (1997) de Álvaro Sáenz de Heredia protagonizada por Chiquito de la Calzada. Todo lo demás se resume en una onomatopeya perfectamente vampírica: ñam.
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