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Una escena de la obra. (Foto: El País)
M adrid, España, 3 de nayo, (El País) Tras dos meses de éxito en Madrid, la compañía teatral Animalario presenta en Barcelona la obra de Peter Weiss Marat-Sade, una coproducción con el Centro Dramático Nacional (CDN) que hasta el 27 de mayo podrá verse en el barcelonés teatro Tívoli. El montaje parte de la versión de la obra de Weiss firmada por Alfonso Sastre, a su vez adaptada por Animalario, que la ha trasladado al año 2007 y la ha transformado en un musical protagonizado por Alberto San Juan, Pedro Casablanc, Natalie Poza y Fernando Tejero, entre otros. Andrés Lima, director de la compañía, no vio el mítico montaje. De la mano de Marcos Ordóñez, este artículo rememora aquella legendaria puesta en escena.
En los días de Mayo del 68 –cuenta Pou– yo era un chiquilicuatre que estudiaba el primer curso en la Escuela de Arte Dramático y me moría de ganas de hacer teatro. Un día apareció por allí Marsillach: buscaba, dijo, cuatro alumnos «altos y fuertes, capaces de meter en cintura a unos locos peligrosos». Marsillach pasó revista, como en la mili, y dijo: «Tú, tú, tú y tú». Antonio Malonda, nuestro profesor de expresión corporal, nos explicó las razones de la misteriosa visita. Adolfo iba a montar Marat-Sade, la obra que Peter Brook había catapultado al éxito desde Londres. Paradójicamente, tratándose de una obra tan controvertida, era un encargo del Gobierno: Matías Antolín, entonces director del Español, le había propuesto inaugurar temporada con tres únicas funciones del texto de Weiss. Malonda nos contó también que Marat-Sade transcurría en un manicomio de Charenton y que nuestro papel era el de enfermeros, «figurantes sin frase, pero con mucha acción».
Los ensayos empezaron a mediados de agosto. El encuentro tuvo lugar en la cafetería Punto y Coma. A las tres ya estaban allí Marsillach y Prada, o sea, Sade y Marat. Llegaron luego Antonio Iranzo, el Pregonero, con Gerardo Malla y su mujer, Amparo Valle, que interpretaban al fanático Roux y a Simone, la compañera de Marat. Poco más tarde, los Coulmier, los amos del sanatorio: Enrique Cerro y Silvia Rousin, esposa, por cierto, de José Vivó, que interpretaba a Duperret, el loco que quería tirarse a Carlota Corday, personaje con el que debutaría en el teatro la deslumbrante Serena Vergano, musa oficial de la Escuela de Barcelona.
Me «asignaron» el loco a quien debía controlar –el maravilloso Pepe Vivó– y me dieron mi uniforme: saldría a escena con pantalones de cuero, delantal de matarife y el torso desnudo. Pintado de gris, eso sí. Como las caras de todos, como la escenografía entera. Paco Nieva andaba por los pasillos como un sheriff armado con dos sprays de pintura gris, disparando contra cualquier blanco que se le pusiera a tiro. Marsillach parecía una dinamo, subiendo y bajando continuamente del escenario, para interpretar y dirigir. Todos estábamos convencidos de que Adolfo estaba cocinando un plato explosivo, tanto que más de uno pensaba que no llegaríamos a servirlo. El texto estaba lleno de momentos «peligrosos», y Alfonso Sastre había tenido que firmar su traducción con el seudónimo de Salvador Moreno Zarza. A mitad de mes aparecieron los cuatro cantores, que eran Charo Soriano y tres alumnos de Malonda: Eusebio Poncela, José Enrique Camacho y Modesto Fernández. Dos semanas antes del estreno, irrumpieron, nunca mejor dicho, los «locos de Barcelona» que, como yo, debutaban con la función.
Nos sentamos todos en la platea para verles actuar y quedamos boquiabiertos. Había tanta pasión y tanta furia en su trabajo que Adolfo modificó sus planes para acoger las propuestas de Alberto Miralles. Cuando estuvimos todos juntos, en cuestión de días la función comenzó a subir como un soufflé. Ya todo Madrid hablaba de «lo de Marsillach» como de un acontecimiento. El ambiente estaba caldeadísimo. Pocos días antes del estreno, ETA había asesinado a un jefe de la temible brigada político-social, el comisario Melitón Manzanas. No era difícil imaginar un inminente recrudecimiento de la represión.
La noche del 2 de octubre, el Español abrió sus puertas con todo el papel vendido. Estaba allí la profesión al completo, y las «fuerzas vivas» de la cultura y el antifranquismo. El espectáculo comenzaba en la misma platea, con los locos más peligrosos encerrados en una enorme jaula que ocupaba el pasillo central del teatro. Los locos subían y bajaban como monos por las rejas; increpaban a los espectadores, les arrojaban pieles de plátano, les escupían. El resto de la compañía esperábamos en el alucinante y barroquísimo espacio creado por Nieva. En el centro, una vaca desollada y abierta en canal colgaba de unas cadenas. Aquella escenografía fue lo más grande que hizo Nieva, tan creador de Marat-Sade como Marsillach.
Arrancamos la obra convencidos de que la policía interrumpiría la función durante el monólogo revolucionario de Roux. El teatro estaba repleto de inspectores de la Secreta. Los parlamentos de Marat y Sade se escucharon con un silencio sobrecogedor. El monólogo de Roux fue recibido como una verdadera arenga, y cuando los locos arrancaron las tripas de la vaca y las lanzaron al público gritando: «¡Revolución! ¡Revolución!», todos comenzaron a corear como si realmente estuvieran a las puertas del palacio de El Pardo, mientras un diluvio de octavillas, en un efecto genial ideado por Adolfo, caía del piso superior. Gerardo Malla dijo la última frase –«¿cuándo aprenderemos a ver?»– y el Español se vino abajo. Nunca he vuelto a vivir una noche como aquélla. Adolfo recordaría la imagen de Carlos Robles Piquer, director general de Teatro y cuñado de Fraga, vitoreando y rodeado de puños en alto.
Durante la segunda función, Adolfo / Marat improvisó. Se acercó al palco donde estaban los Coulmier, tomó un bombón, se lo llevó a la boca y volvió al centro del escenario mientras seguía hablando, hasta que de repente quedó mudo y comenzó a toser y escupir: en su obsesión detallista, Paco Nieva había rociado los bombones con pintura gris. Nos reímos mucho entre bastidores, pero era una risa nerviosa, porque todos nos temíamos que iba a pasar algo. Y pasó: un grupo de extrema izquierda aprovechó el lanzamiento de falsas octavillas para sembrar la platea de panfletos contra la dictadura. Al día siguiente llegamos al teatro para hacer la última función y nos encontramos la plaza tomada por la policía. Desde el escenario escuchábamos las carreras y las violentas cargas de los antidisturbios. Marat-Sade se había convertido en un acto político, un desafío al régimen.
A finales de octubre llegamos a Barcelona bajo una rotunda amenaza de prohibición «si se repetían los hechos de Madrid». El éxito del Poliorama desbordó cualquier previsión. Cada noche, el público nos esperaba a la salida y ocupaba las Ramblas. Y seguía, seguíamos allí todos, yendo de grupo en grupo en una tertulia apasionada que duraba hasta el amanecer. Durante 10 días viví en un estado de euforia casi eléctrica. No pude quedarme más tiempo: maldecía el momento en el que los cuatro enfermeros pedimos que nos sustituyeran para no perder el curso.
Una noche, en mitad de la función, escuchamos un grito terrible que venía de los camerinos. Paco Nieva había tomado un trago de una botella de Vichy, pero el envase contenía aguarrás para quitarse la famosa pintura gris: se quemó el esófago y hubo que llevarlo a urgencias. Poco más tarde sucedió una tragedia que conmocionó a toda la compañía. Gerardo Malla y Amparo Valle habían alquilado un apartamento en Castelldefels y su hijo pequeño se ahogó en la piscina. Continuaron con un inmenso coraje. Volví a Madrid agotado y con el ánimo entenebrecido. Supe que Serena Vergano había dejado el montaje para rodar una película. La sustituyó Emma Cohen.
En diciembre, Franco decretó el estado de excepción en Guipúzcoa. Poco después llegó la noticia de la muerte de un estudiante, Enrique Ruano: según la policía, se había arrojado desde un séptimo piso durante un interrogatorio. Nadie creyó la versión oficial de los hechos. El 4 de enero, con las facultades de Madrid y Barcelona en pie de guerra, el estado de excepción se extendió a todo el país. Lo más irónico del final de Marat-Sade fue que no lo prohibió la dictadura sino el propio Peter Weiss como medida de protesta, y que Robles Piquer, en nombre de Fraga, exigió a Marsillach que continuaran las representaciones. Adolfo no quiso seguirles el juego. Reunió a toda la compañía y les comunicó su decisión de retirar la obra de cartel. Fue muy triste, pero la semilla ya estaba plantada. Pienso ahora que el compromiso de los cómicos, que culminaría en la famosa huelga del 74, empezó a gestarse en aquellas noches inolvidables, cuando todos nos decían que gracias a Marat-Sade habíamos entrado en la modernidad teatral. Y a casi 40 años vista no resulta presuntuoso decir que tenían razón.
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