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Daniel Day-Lewis, Tilda Swinton, Marion Cotillard y Javier Bardem: europeos celebrando. (Foto: AFP)
C iudad Juárez, Chihuahua, 26 de febrero, 2008. (RanchoNEWS).- En un año atípico, donde las principales candidatas fueron dos películas realizadas de espaldas a los intereses de la industria y los gustos del gran público, Sin lugar para los débiles, reunió cuatro estatuillas: mejor film, director, adaptación y actor secundario, para el español Javier Bardem, convertido en la figura de la noche y líder de la avanzada europea sobre Hollywood, una nota de Luciano Monteagudo para la publicación argentina página/12:
«Les queremos dar las gracias a los miembros de la Academia por dejarnos seguir jugando en nuestro pequeño rincón del arenero», dijo Joel Coen, acompañado por su hermano Ethan, cuando subieron a recibir –de manos de Martin Scorsese, otro que también tardó en ser aceptado en el rebaño de Hollywood– el Oscar al mejor director. Eran casi las tres menos cuarto de la mañana en Buenos Aires, la ceremonia ya languidecía después de más de tres horas de agradecimientos y bostezos, y los Coen ni siquiera tuvieron tiempo de bajar del inmenso escenario del Kodak Theater cuando, desde bambalinas, los volvieron a convocar una vez más, para compartir con el productor Scott Rudin el último premio de la noche, a la mejor película de la temporada 2007, por Sin lugar para los débiles.
La frase de los Coen parecía espontánea, pero resume muy bien la relación que los une a Hollywood, donde siempre se los ha tenido por chicos díscolos, con quienes no conviene juntarse demasiado, por más que logren reclutar para sus elencos a algunos de los nombres más reconocidos del establishment, como George Clooney, Catherine Zeta-Jones o Tom Hanks. Radicados en Nueva York, los Coen no cultivan las reuniones sociales de Beverly Hills o Rodeo Drive donde se cocinan tantas relaciones y proyectos. Trabajan con películas de presupuesto más bien modesto y, en términos de la industria, sus películas nunca son un verdadero éxito comercial sino apenas un succès d’estime, cuando no directamente un fracaso de boletería. Pero en un año atípico, donde las dos principales candidatas –el film de los Coen; la ambiciosa Petróleo sangriento– parecían haber sido concebidas de espaldas al gran público, finalmente los casi 6000 votantes de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood les dieron –nunca se sabrá por qué margen– el reconocimiento que les habían venido negando sistemáticamente, desde que ignoraron su celebrado debut con Simplemente sangre, allá por 1984.
La única excepción había sido, once años atrás, Fargo (1996), por la cual los Coen habían accedido al Oscar al mejor guión original, en un año en el que fueron literalmente atropellados por El paciente inglés. Por eso cuando subieron al podio de los ganadores por primera vez en la noche del domingo para recibir la estatuilla a la mejor adaptación (por su trabajo con la novela del celebrado Cormac McCarthy, que los acompañó desde la platea) no parecían demasiado entusiasmados o que albergaran ilusiones desmedidas. «Ganamos porque somos selectivos y sólo adaptamos buenas novelas», bromeó Joel, como si allí se pudiera acabar su noche.
Un rato antes, sin embargo, Sin lugar para los débiles –que en Buenos Aires recién se conocerá el 6 de marzo, después de que el consorcio internacional UIP postergara insólitamente su estreno, como si nunca le hubiera tenido demasiada confianza– había tenido el primero de sus cuatro premios de la noche. El actor español Javier Bardem, convertido en toda una celebridad en Hollywood –al punto de que lo sentaron desde un comienzo en la fila uno, a lado de esa leyenda viviente del Oscar que es Jack Nicholson– se había llevado la estatuilla al mejor actor secundario, por su composición de Anton Chiguhr, el asesino serial que va dejando su marca de sangre con un siniestro tubo de aire comprimido. Enfundado en un elegante smoquin negro, Bardem –que en la alfombra roja había dejado pagando a Axel Kuschevatzky, cuando cubría el preshow para la señal TNT– dio las gracias en inglés a los hermanos Coen «por ser lo bastante locos y pensar que podía hacer esto y por darme el peor corte de pelo de la historia». Y acto seguido pasó al castellano y, mirando a los ojos a su madre, la actriz Pilar Bardem (que ocupaba a su lado la butaca que todos esperaban que fuera para Penélope Cruz), le dijo: «Mamá, esto es para ti. Esto es para tus abuelos, para tus padres, Rafael y Matilde. Esto es para los cómicos de España que han traído la dignidad y el orgullo a nuestro oficio. Esto es para España, para todos vosotros».
De hecho, el premio a Bardem fue un preámbulo del éxito de los actores europeos en esta ceremonia, donde los locales tuvieron que conformarse con quedarse sentados en sus butacas sonriendo como para el dentista, mientras los extranjeros se llevaban todas las estatuillas. La francesa Marion Cotillard, que 24 horas antes había ganado el premio César de la industria de Francia a la mejor actriz, por su encarnación de Edith Piaf en La vie en rose, hizo doblete en Hollywood. Y le aportó a la fiesta algo de emoción cuando subió incrédula al escenario y se abrazó llorando a Forest Whitaker, mientras balbuceaba agradecida: «Es verdad que hay ángeles en esta ciudad».
Por su parte, la británica Tilda Swinton, toda una institución en el cine europeo y con un amplio background en el campo del film experimental británico, a partir de sus colaboraciones con el fallecido Derek Jarman, lució su cabellera colorada y su aspecto andrógino estilo David Bowie arriba del escenario del Kodak cuando fue premiada como mejor actriz de reparto por Michael Clayton, donde interpreta a una despiadada abogada de una corporación multinacional involucrada con el envenenamiento de tierras y personas.
Su compatriota Daniel Day-Lewis, por su parte, se llevó el segundo Oscar de su carrera al mejor actor. El primero había sido allá lejos y hace tiempo, cuando impresionó con su despliegue histriónico arriba de una silla de ruedas en Mi pie izquierdo (1990). Y ahora volvió a hacerse con una estatuilla equivalente por Petróleo sangriento, donde se mete en la piel de un feroz pionero de la explotación petrolera en los Estados Unidos, dispuesto a no detenerse ante nada ni nadie. El otro premio que consiguió Petróleo... fue el Oscar a la mejor fotografía (a cargo de Robert Elswit), una cosecha tan pobre como previsible para la película de Paul Thomas Anderson, que había acumulado ocho candidaturas que nadie creía que pudiera ganar, considerando la oscuridad de tema y protagonista. Precisamente por lo contrario –por su frescura y optimismo, pero también por su sorpresivo éxito de boletería– se suponía que La joven vida de Juno podía hacer una buena performance, pero debió conformarse solamente con el Oscar al mejor guión original, para Diablo Cody, una ex stripper reconvertida en enfant terrible de Hollywood. Hacia ella fue dirigido algún dardo del animador Jon Stewart, que no tuvo una noche precisamente brillante. Y eso que los guionistas levantaron a último momento la huelga y le escribieron un par de one liners que no estaban nada mal. Como esa chanza referida a Lejos de ella, el sobrio melodrama protagonizado por Julie Christie, como una enferma de Alzheimer. «A Hillary le encantó la película», disparó Stewart. «Es la historia de una mujer que olvida a su marido.»
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