.
La actuación de los Ángeles del Infierno, encargados de la seguridad, se saldó con un muerto. (Foto:AP)
C iudad Juárez, Chihuahua. 11 de agosto 2009. (RanchoNEWS).- La promesa de paz, amor y música de Woodstock se truncó por los trágicos sucesos del festival de Altamont. Se cumplen 40 años del breve apogeo del ideal «hippy». Una nota de Diego A. Manrique para El País:
Con cada aniversario redondo, Woodstock vuelve a ser celebrado y la marca se reactiva comercialmente, amenazando con una nueva edición del festival. En 2009, aparte de varios libros, se publica la mayor colección de sonidos –canciones, avisos, presentaciones, ¡la tormenta!– del evento: una caja con seis discos titulada Woodstock 40 years on: back to Yasgur's farm (Warner).
Ese fin de semana (del 15 al 18) de agosto de 1969 ha quedado inmortalizado como modelo de convivencia: más de 400.000 personas se juntaron en las montañas de Nueva York, desbordando a los organizadores de la Feria de Música y Arte de Woodstock. No pudieron controlar las entradas o vigilar las vallas; a su pesar, Woodstock fue gratuito.
No era el primer festival de rock pero nadie tenía la experiencia necesaria para enfrentarse a semejante aglomeración. Woodstock se desarrolló gracias a esa capacidad estadounidense para improvisar: si resultaba imposible desplazar a los músicos por las saturadas carreteras, se alquilaban helicópteros –a veces, los mismos Hueys que combatían en Vietnam– que también evacuaban casos graves. Las cocinas de la comuna Hog Farm lograron milagros, pero aquello se hubiera colapsado sin las raciones de emergencia preparadas por monjas o damas judías de la zona; hasta los hoteles donaron alimentos.
Y eso que las primeras crónicas enfatizaban el peligro de epidemias, hambre, malos viajes. The New York Times incluso editorializó sobre lo que consideraba un desastre sin paliativos. Sólo tras el retorno de los asistentes se impuso una visión positiva, que destacaba la riqueza musical, la convivencia pacífica, el candor de los chicos que se bañaban desnudos. También resultaba tranquilizador el triunfo del hedonismo sobre el impulso revolucionario, ejemplarizado por el empujón de Pete Townshend a Abbie Hoffman, cuando el agitador yippie se atrevió a invadir el escenario de The Who para arengar a la tropa.
Poderosos intereses necesitaban retratar un Woodstock risueño. Urgía borrar los números rojos con el lanzamiento de los discos, con el estreno de la película. Sin embargo, la propia contracultura deseaba propagar la idea de que medio millón de jóvenes se podían reunir para escuchar música y divertirse, conviviendo armoniosamente bajo las reglas de la era de Acuario.
Un mito tan atractivo que embaucó a cínicos del calibre de los Rolling Stones. En noviembre, los británicos reaparecían en Estados Unidos, estableciendo el prototipo de gira estelar: desplazamientos en avión propio, grandes recintos, máximos beneficios. Jagger y compañía quisieron despedirse con un concierto gratuito, un Woodstock Oeste que además serviría como clímax del documental de la gira que estaban rodando los hermanos Maysles.
Terminaron en un circuito de carreras cerca de San Francisco. Lo ocurrido allí el 6 de diciembre garantiza que Altamont sea hoy sinónimo de caos y violencia. Fue una orgía de malas vibraciones, agravada por una organización descerebrada. Los Ángeles del Infierno, increíblemente contratados como seguridad, vapulearon a músicos y espectadores; harto de agresiones, un chico negro llamado Meredith Hunter esgrimió una pistola y murió acuchillado.
En honor a la verdad, tampoco Woodstock fue exclusivamente «paz y amor»: nadie habla de los muertos. Allí se toleraron actos de vandalismo –el incendio de los puestos de comida– con excusas políticas. De hecho, hubo momentos de pánico: tras la lluvia, quedaron al descubierto cables eléctricos, haciendo muy real la posibilidad de una electrocución en masa.
Da lo mismo: Woodstock fue glorificado por la misma necesidad de eventos significativos que anatematizó a Altamont. Además, era fácil señalar con el dedo: los Stones cargaron con las culpas. ¿No eran músicos que se definían como «Sus Satánicas Majestades»? Pura fachada: estaban tan despistados que aceptaron la sugerencia de llamar a los Los Ángeles del Infierno californianos, creyéndoles simples moteros rebeldes, como los que les arroparon meses atrás en el Hyde Park londinense. Cuando llovieron los juicios, las querellas y las recriminaciones, hasta los Ángeles se sintieron utilizados y prometieron venganza: durante años, Jagger temió que hubieran encargado su eliminación.
Sin minimizar las responsabilidades del grupo, hoy parece que Altamont fue un grave error generacional. La aristocracia del rock de San Francisco decidió que, si la ciudad había sido el jardín del movimiento hippy en 1967, se sentía capaz de improvisar una versión californiana de Woodstock. Pero el Altamont Speedway no se parecía en nada a la edénica granja de Max Yagur. Y el público de la Costa Oeste era más resabiado, melenudo y escéptico que la multitud boquiabierta de Woodstock.
Paradójicamente, Jagger y compañía habían intuido el avinagramiento de la utopía hippy con Gimme shelter, que inevitablemente serviría para bautizar la película de los hermanos Maysles (ahora relanzada en DVD, con material extra). Tras Altamont, la inocencia del verano del amor resultaba un recuerdo embarazoso. Hasta diciembre de 1969, la contracultura no aceptaba que entre sus filas pudieran anidar las serpientes.
Fue ese mes cuando se difundió que la familia encabezada por Charles Manson era responsable de la masacre en la casa de Roman Polanski y otros asesinatos que aterrorizaron a los habitantes de Los Ángeles. Costó aceptarlo: los reporteros enviados por Rolling Stone a cubrir el caso iban convencidos de que aquello era un montaje, destinado a enfangar la reputación del movimiento hippy.
Manson tenía un amplio historial carcelario, aunque se había reinventado como gurú y aspiraba a difundir sus enseñanzas mediante canciones. Le garantizaban tipos respetables: hasta Neil Young habló de Manson a su discográfica, Reprise. Su comendación: «Charlie es bueno en lo suyo, sólo que un tipo un poco descontrolado».
REGRESAR A LA REVISTA