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El escritor estadounidemse. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 6 de julio de 2012. (RanchoNEWS).- Reproducimos el texto de Silvina Friera publicado en Página/12 a 50 años de la muerte de William Faulkner: La angustia es recreada una y otra vez, lanzando un torbellino de destellos que garantizan un futuro de perpetuo anacronismo. Del soliloquio de Macbeth al hundimiento inexorable de la aristocrática familia Compson, cada nueva lectura podría refrendar las absurdas heridas de la experiencia humana. «Mañana, y mañana y mañana se desliza en este mezquino paso de día a día (...). Y todos nuestros ayeres han testimoniado a los tontos el camino a la muerte polvorienta (...). La vida no es más que una sombra andante, jugador deficiente, que apuntala y realza su hora en el escenario. Y después ya no se escucha más. Es un cuento relatado por un idiota, lleno de ruido y furia, sin ningún significado», dice el rey escocés inmortalizado por Shakespeare. Quentin, la más desgarradora sombra ambulante, ahí anda todavía, recién ingresado a Harvard, mordisqueando los altibajos anímicos de un suicidio presagiado, atribulado por la condena moral que pesa sobre su amada hermana Caddy. Y carga, además, con «el mausoleo de toda esperanza y deseo»: hereda un reloj «no para que recuerdes el tiempo –le advierte su padre–, sino para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no agotes tus fuerzas intentando someterlo». Menudo y endiablado mandato. «Nunca se gana una batalla, dijo. Ni siquiera se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles», evoca Quentin la sentencia paternal. El «espléndido fracaso» –así calificó William Faulkner a su novela El ruido y la furia–, tal vez la más bella y compleja de su obra, que la editorial Alfaguara acaba de reeditar para recordar los cincuenta años de la muerte del gran narrador norteamericano, es una polifonía tan enigmática como inaudita, que reaviva el asombro y la perplejidad ante el abismo de lo «ilegible».
Aun a riesgo de pisar la trampa de la efeméride –que suministra una plusvalía de entusiasmo–, el trueno y la música de la prosa faulkneriana son el triunfo más demoledor en las escaramuzas retóricas, donde el perdedor o el incomprendido del pasado deviene piedra fundamental del universo literario. La verdad de Faulkner es siempre una cuestión de ritmo. «Se puede ignorar el sonido durante mucho tiempo, pero luego un tic tac instantáneo puede recrear en la mente intacta el largo desfilar del tiempo que no se ha oído», reflexiona Quentin. El hilo tenue de la memoria se rinde ante un acertijo que el escritor postulaba con la razón ahora plenamente de su lado: el tiempo es un estado fluido y el propósito de un escritor o de cualquier artista «es detener el movimiento, que es la vida, por medios artificiales, y mantenerla fija de modo que cien años más tarde, cuando un desconocido la mire, pueda volver a moverse, ya que es vida». La obra de muchos escritores latinoamericanos se desplomaría –o sería inconcebible– sin los pilares que construyó, novela tras novela, el gran narrador norteamericano del siglo XX, nacido el 25 de septiembre de 1897 en New Albany, en el estado sureño de Mississippi. «Todos coinciden en que mi obra no es más que un largo, empecinado, a veces inexplicable plagio de Faulkner», reconocía el uruguayo Juan Carlos Onetti. El colombiano Gabriel García Márquez admitió que su problema «no fue imitar a Faulkner, sino destruirlo»; los mexicanos Juan Rulfo y Carlos Fuentes y el peruano Mario Vargas Llosa afirmaron el aliento del autor de Mientras agonizo en sus novelas. «De los jóvenes escritores de mi generación, al final de los años ’50 y principios de los ’60, en el Río de la Plata, pocos eran los que no conocían de memoria, en la traducción de Borges, el párrafo final de Las palmeras salvajes, que termina así: «Entre la nada y la pena, elijo la pena...», confirmaba Saer en un ensayo de El concepto de la ficción.
Las indómitas mutaciones de los puntos de vista y su estela de narradores, extensas cabalgatas de monólogos interiores, elipsis vertiginosas, saltos temporales y espaciales, y un atípico sistema de puntuación que surgía de un registro rítmico próximo a la oralidad, que más de una profesora hubiera cercenado bajo el canon de la «correcta» escritura: todo ese andamiaje, al que no se le pueden escamotear los neologismos, esculpió este caballero sureño eternamente insatisfecho ante el anhelo de la perfección, tempranamente influido por Sherwood Anderson, quien lo estimuló para que escribiera su primera novela, La paga de los soldados (1926); admirador confeso de Joyce, Dickens, Cervantes –todos los años, declaró en una entrevista, leía Don Quijote «como algunos leen la Biblia»–, Flaubert, Balzac, Dostoievski, Tolstoi y Shakespeare. Luego publicaría Mosquitos (1927), Sartoris (1929), la primera de la saga ambientada en el condado ficticio de Yoknapatawpha; El ruido y la furia (1929), Mientras agonizo (1930), Santuario (1931), Luz de agosto (1932), ¡Absalón, Absalón! (1936), Los invictos (1938), Las palmeras salvajes (1939), El Hamlet (1940), El villorio (1940), Intruso en el polvo (1948), Réquiem por una monja (1951) y Una fábula (1954), entre otros títulos, además de cuentos, ensayos, poemas y guiones de cine que compuso para la Warner Bros (1942–1945), como Tener o no tener (1944), basada en la novela homónima de Ernst Hemingway, dirigida por Howard Hawks; y El gran sueño, con el mismo director.
Hay que acercarse a la narrativa de Faulkner –parafraseando su propia sugerencia sobre el modo de ingresar al Ulises de Joyce– como el predicador bautista iletrado se acerca al Antiguo Testamento: con fe. Aunque la puntuación no cumpla a rajatabla las normas ortográficas y cause ese efecto de extrañamiento o vacilación en el lector. Al fin y al cabo, nunca viene mal extraviarse un par de páginas hasta calibrar la sintonía con esas oraciones o párrafos que se suceden sin pausa, que fluyen con una armonía desenfrenada, como si se estuviera ante la sintaxis de un loco. Nadie se había animado a hacer lo que el escritor hizo en la literatura norteamericana; es como si un «bárbaro» hubiera experimentado, en todos los frentes narrativos, los alcances y los límites de las palabras escritas: su potencia e impotencia. Esa tensión sintáctica y conceptual entonces «novedosa» –más que responder al afán del regodeo estilístico o a la tentación de convertirse en un profesional de la incomodidad experimental– es tributaria de una necesidad íntima: la de un escritor que embiste con orgullo a los clásicos, muy suelto de cuerpo, sin admitir el prestigio de las normas emanadas por las autoridades literarias de su tiempo, ni mucho menos las admoniciones de los editores. Cuando empezó la primera versión de las cinco que tuvo –previa a su publicación– El ruido y la furia, allá por 1928, ya tenía dos novelas en circulación. Pero la tercera, Banderas en el polvo –que posteriormente se editaría como Sartoris–, había sido rechazada. Esa impugnación, en vez de abatirlo, funcionó como un acicate que lo liberó del yugo de las imposiciones y consejos de los publishers.
«Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que es posible hacer. No hay que preocuparse simplemente por ser mejor que los contemporáneos o que los predecesores. Hay que tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por los demonios. Nunca sabe por qué lo eligieron a él y suele estar demasiado ocupado como para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que puede llegar a robar, a pedir prestado o a mendigar ante cualquiera para poder hacer su obra», explicaba Faulkner en la entrevista con The Paris Review.
Más allá del envión mundial que implicó la distinción con el Premio Nobel de Literatura en 1949, ningún autor en lengua inglesa, salvo Shakespeare, fue tan analizado y discutido. En el único terreno donde el protocolo de las disputas decrece es en el cosmos propio pergeñado por Faulkner. Su tierra natal, ese sur norteamericano contradictorio y paradójico –militar y moralmente derrotado, con antiguas familias patricias frustradas en el imperativo de adaptarse a los nuevos vientos–, encuadrado entre la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, fue un tópico inagotable de tensiones entre sexos y razas, represión y heroísmo, refinamiento y disgregación. No se puede pensar esa parcela americana si no es a través de la lente de su mítico condado de Yoknapatawpha, con esos hombres aguijoneados por una persistente nostalgia, obsesionados con madres y hermanas, portadores de un pedazo de infamia; negros curtidos en una retahíla de humillaciones y desasosiegos sin parangón; mujeres que aspiran a ser las capitanas de sus propios barcos (como Lena Grove en Luz de agosto), que sucumben al destino trágico, Caddy y su hija (El ruido y la furia), o la entrañable Dilsey, la sirvienta negra de la familia Compson, valiente y corajuda, uno de los personajes favoritos del narrador sureño. Las criaturas faulknerianas, aun más cuando se desmoronan, pero también cuando salen a flote –negociando entre la realidad y los sueños–, son irresistiblemente cautivadoras y viles en esa simultaneidad que apuntala la saludable ambigüedad humana.
Hace cincuenta años, un 6 de julio de 1962, escribió las últimas sílabas del tiempo testimoniado de su epitafio: «Compuso libros y murió». Tenía 64 años. «Mi ambición como persona reservada que soy es que me borren y echen de la historia sin dejar rastro, sin más restos que los libros publicados», confesó. Esos restos, esas grandes novelas y cuentos, no son las sobras que regresan con la modulación melancólica de un apellido familiar que suena en el cementerio literario. Como postulaba en Réquiem por una monja, «el pasado no ha muerto: ni siquiera ha pasado».
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