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«Campesino mexicano», Colección particular. Óleo sobre lienzo, S.f.; ca. 1960, de Vela Zanneti. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 18 de julio de 2012. (Susana V. Sánchez / RanchoNEWS).- Actualmente, con todos los problemas tan graves por los que México está atravesando, no hemos oído prácticamente ninguna noticia verdaderamente importante que tenga que ver con el campo. Esta idea se me vino a la mente hace poco al escuchar a un amigo platicando sobre un viaje que haría próximamente y que comentó, con bastante desprecio, que por lo menos tenía un boleto de primera clase en el avión que lo llevaría a su destino, por lo tanto no tendría que viajar con los campesinos. Como estábamos conversando en inglés, él dijo la palabra peasants que en este idioma suena bastante más peyorativo que el campesino del español. Esta aseveración me sonó como un eco en la conciencia y me llevó a reflexionar en que en todas las culturas y, probablemente en todos los idiomas, existen estas palabras para nombrar a la gente del campo, a las personas que trabajan fundamentalmente en la producción de la comida. Y aunque hace mucho tiempo que vengo cavilando en este tipo de referencias despectivas hacia todo lo que es el campo y su gente, el comentario de este compañero de trabajo, con toda su carga de desprecio, me hizo pensar mucho más seriamente en el asunto y me impulsó a escribir algunas reflexiones.
En la literatura universal, sobre todo la buena literatura, nos encontramos a menudo con este tipo de descrédito hacia todo lo que tenga que ver con las sociedades de las zonas rurales. Al leer novelas de muy diversos países y culturas, particularmente las de países muy autoritarios, como Rusia o los países del Medio y Lejano Oriente, podemos percibir el enorme desprecio que retratan en sus descripciones hacia todo lo que esté relacionado con el trabajo agrícola. Yo que crecí en una zona rural y que me tocó vivir en diferentes poblaciones serranas muy pequeñas, o sea en el campo, siempre me sentí hasta cierto punto atacada cuando escuchaba estos comentarios peyorativos por parte de mis compañeros de las escuelas donde estudié cuando ellos hablaban de las zonas rurales y sus habitantes. Este encono hacia los campesinos también lo experimenté más tarde por parte de muchos de mis compañeros de trabajo. No obstante, nunca fue tan claro el sentimiento de ser despreciada, ya que yo también provengo de gente del campo, hasta que escuché a este compañero hablar de los «peasants». Para él, un chino-americano de reciente factura, éste es un estribillo que repite constantemente. De manera que, supongo, su relación con gente de campo debe ser muy fuerte y muy cercana, puesto que se siente inclinado a repetir el estribillo continuamente; como si repitiera un mantra que lo fuera a salvar del regreso a la pertenencia al campesinado de su país de origen. Cuando lo repite, todo mundo se ríe porque lo dice de manera genuinamente graciosa; pero a la vez, se nota que todos los que le ríen el chiste también aceptan y comparten el mantra de rechazo a este grupo social. Descubrir eso fue lo que verdaderamente me hizo pensar seriamente en el asunto y, a la vez, reflexionar sobre lo entrañable de mi propio malestar cuando oigo esta clase de chistes; el disgusto que siento puesto que yo soy un producto del campo también. Claro, cuando yo, también en tono de broma, afirmo que soy una campesina, todo mundo se asombra y me dicen que ¡no puede ser! Por supuesto, es natural que, después de largos años de vivir en ciudades y de haber pasado por todas las escuelas por las que tuve que pasar, fui perdiendo, en primer lugar, el acento serrano y por supuesto muchos de los manerismos y las costumbres con las que crecí. Pero lo que nunca he perdido es el enorme amor que le tengo al campo y a su gente. Entonces, analizando los motivos por los cuales existe este desprecio generalizado hacia ellos, me di cuenta que se debe principalmente a que en el campo es donde vive la gente más pobre; y eso por supuesto, en los tiempos actuales, quizá como nunca antes en la historia del hombre, es un sinónimo de fracaso. Al comprender esta realidad, me di a la tarea de indagar más a fondo la razón por la cual, la gente de las ciudades –que hoy en día es la mayoría de los habitantes de este nuestro planeta– está tan divorciada de la noción de que en el campo es donde se produce nada menos que la comida, uno de los elementos más importantes, francamente imprescindible para la preservación y conservación de la vida.
Desde la más tierna infancia, se nos educa tanto en la escuela como en el hogar para sentir un gran respeto por algunos tipos de trabajos, a saber: la medicina que nos cura, en general a los médicos los adoramos y les damos un señalado lugar en la sociedad; la enseñanza, sobre todo si se trata de instituciones de enseñanza superior, también a los maestros los amamos; aquellos trabajos que tienen que ver con el manejo del dinero, por ejemplo la contabilidad, las finanzas, las profesiones bancarias se consideran altamente respetables; las profesiones que tienen que ver con cosas que se nos hace difícil comprender, como lo que hacen los químicos, los ingenieros de todo tipo también son muy deseables. A los artistas, de radio y televisión o en general los medios de comunicación, los adoramos. Hay profesiones cuyos participantes son altamente criticados, como los políticos, sin embargo ellos son bien recibidos en todos los círculos donde se mueven, ¡claro, a condición de que tengan dinero!; a los científicos los consideramos unos verdaderos dioses. En fin, sería interminable citar la lista de los profesionales que forman parte de la fuerza de trabajo intelectual y que hacen funcionar y controlan la vida económica y financiera de las ciudades y hasta de las poblaciones más remotas. Y tenemos razón, sin duda alguna, en apreciar y admirar a estos ejércitos incontables de profesionales que nos han hecho la vida infinitamente más amable. En primer lugar, ellos han hecho posible que vivamos una vida mucho más larga que nuestros antepasados más cercanos, como nuestros padres y nuestros abuelos. Ni hablar de antepasados más lejanos en el tiempo. No sólo eso, sino que nuestra vida ha sido más saludable y mucho más fácil en muchos aspectos en comparación con lo que fue la vida para humanidades anteriores. Nuestras viviendas son envidiables, con todas las comodidades y la protección contra el medio ambiente que nos brindan, siempre hostil para los seres humanos. Sin embargo, creo que todos esos logros de la humanidad en su conjunto no nos dan ningún derecho a olvidarnos de nuestras raíces, menos aún a despreciar aquellas actividades que siguen siendo fundamentalísimas, ya no digamos para nuestro bienestar, sino para nuestra supervivencia.
Durante mi paso por la preparatoria y la universidad, oía un sinnúmero de diatribas sobre los trabajadores manuales, sobre todo aquellos que trabajaban en las grandes fábricas, minas u otros centros de gran concentración de trabajadores de todas las disciplinas, como que estaba de moda el socialismo; por lo tanto, los universitarios de la época no paraban de hablar sobre las problemáticas de estos grupos sociales y sus relaciones con el poder, en particular con el gobierno de ese tiempo. Poco tiempo después, sobre todo cuando sobrevino la caída del Muro de Berlín con el consiguiente desprestigio de los países socialistas, el tema pasó de moda y pronto estas relaciones obrero-patronales dejaron de ser tema de las tertulias y conversaciones de sobremesa. Sin embargo, aun para estos jóvenes el tema del campo era algo meramente tangencial y francamente sin mucha importancia. Para mí, como para todo joven, lo importante era lo que estaba aconteciendo en mi propia vida y ni siquiera se me ocurrió nunca analizar el asunto. Pocos años después de terminada mi educación, tuve que volver a mi pueblo y ya como adulta me tocó observar y hasta cierto punto vivir toda la problemática de la gente del campo y las dificultades que tiene para poder llevar a cabo su actividad. La falta de créditos verdaderamente eficientes, el encarecimiento de los combustibles, los fertilizantes, las semillas, en fin todos los insumos. Eso sin hablar, de cualquier inversión que sea necesario hacer para mejorar los cultivos, como la instalación de sistemas de riego o de calentamiento para las huertas en las zonas más frías de la Sierra. Esta gente es a quien más le toca sufrir los caprichos de la naturaleza como las sequías y las inundaciones periódicas que se desatan sin previo aviso. Indudablemente, como actividad económicamente productiva –la siembra o la crianza de diferentes tipos de ganados, aves o cualquier otro tipo de animales comestibles– son a veces un verdadero calvario para ellos. En consecuencia, el campo se ha ido despoblando aceleradamente desde la última mitad del s. XX. Poblaciones cercanas al pueblo donde yo crecí, que aunque eran pequeñas se les notaba un impulso al crecimiento y al progreso, hoy en día parecen pueblos fantasmas donde quedan 10 familias o menos; y donde todos los jóvenes, hombres y mujeres, se han ido. Evidentemente, todos estos jóvenes han emigrado hacia las diferentes ciudades cercanas y lejanas, mientras que algunos otros se han ido al extranjero –vulgo, Los Estados Unidos–. Por sí misma, esta tendencia no sería de extrañar puesto que, como dice Toffler en La Tercera Ola, a mediados del s. XX, la Revolución Industrial llegó a su máximo de desarrollo, dejando rápidamente el lugar para lo que él llama la Tercera Ola, la era de las supercomunicaciones y la manera de producción cibernética. Entonces, el hecho de que la gente, involucrada en una actividad que Toffler considera de la Primera Ola del desarrollo humano, busque otras actividades y por tanto tenga que emigrar no parecería raro. Sin embargo, el estancamiento económico, social y productivo de las áreas rurales en México debería ser altamente preocupante para sus gobiernos y para sus ciudadanos.
Aunque durante la pasada centuria, el intercambio comercial mundial llegó a ser la forma más deseable de relación entre los diferentes países del mundo, muchos en vías de desarrollo, México entre ellos, crearon una dependencia en lo referente a las importaciones de comida. Mucha gente podría pensar, y creo que lo piensan, que es una tontería tratar de elevar la productividad del campo, siendo que hay países con un sector agropecuario tan productivo que pueden vender sus cosechas realmente baratas al exterior; entonces ¿para qué preocuparse en tecnificar y dar los apoyos financieros que el campo requiere? Posiblemente es lo que han pensado los gobiernos de México durante muchos sexenios. Pero viendo las graves crisis que hay en el norte de México debido a la escasez de agua, insumo fundamental para la agricultura y para la vida misma, Mexico tendría que estar proyectando y fomentando medidas inteligentes y drásticas para atacar este problema. Para el país es un problema que se agrava enormemente al tener que pagarles a los estados norteamericanos sureños el agua que fue pactada para entregarse hace muchísimos años, cuando ni siquiera se sospechaba que se producirían las grandes sequías que actualmente padece el país, agravadas porque ahora su población es 10 veces más grande. Así, hemos presenciado como el estado norteamericano de Texas no ha tenido reparo en exigir hasta insultando al presidente –en tiempos de Fox– que México les pagara el agua que les debía. ¿No suena este reclamo como una declaración de guerra? El comienzo de las guerras del agua. Creo que ésta debería de ser una llamada de atención sobre lo que puede pasar cuando los elementos fundamentales para la vida escasean.
En Texas y en general en una buena parte del sur de los Estados Unidos hay una sequía muy seria también. Entonces no sería nada extraño que una buena parte de la comida que Estados Unidos ha venido produciendo para la exportación tuviera que consumirse dentro del país. Este sólo hecho encarecería la comida de una forma tal que posiblemente ya no fuera nada redituable la importación de alimentos para otros países, entre ellos México. Históricamente se sabe desde hace mucho tiempo que un país o cualquier zona que no sea capaz de ser autosuficiente alimentariamente está peligrosamente en manos de aquellos que sí producen alimentos. Es importante y muy loable el esfuerzo que ha hecho México en industrializarse y después en entrar a la carrera cibernética de la que indudablemente no puede zafarse a riesgo de quedarse como un país sumido totalmente en el atraso. Pero descuidar la producción de alimentos y dejar de lado la creación de políticas racionales y prácticas para la producción de los mismos no es solamente una conducta irresponsable, sino francamente suicida. La atención al campo y toda su problemática no es únicamente una obligación o un asunto de proselitismo político, sino una necesidad imperiosa para poder brindar el abasto que garantice la alimentación de los habitantes de todos los rincones del país –incluyendo a los arrogantes urbanitas que tanto desprecian a los productores del campo–. Para lograr esto, creo que el primer paso es considerar a los agricultores y campesinos como trabajadores vitalísimos para la buena marcha y el progreso del país. Es necesario dejar de verlos como los pobres y los «pobres idiotas» que «no saben ni hablar». Es necesario valorar a estas personas, como personas y como habitantes del área rural donde se producen los alimentos. Sin la sabiduría y el conocimiento que ellos han acumulado durante siglos; sin su voluntad para estar pegados a la tierra haciéndola producir; sin su perseverancia para soportar los caprichos de una naturaleza dura y hostil; y, en fin, sin las enormes habilidades que estas personas poseen para producir la comida, lo más indispensable para la supervivencia, estaremos todos perdidos.
Cuando el mundo comunista se colapsó, a sus dirigentes no les fue ya posible ocultar el tamaño de la catástrofe cuando en sus diferentes países se comenzó a correr la voz de la falta de alimentos. Inmediatamente, la gente corrió envuelta en pánico y saquearon todas las tiendas de alimentos. Sin embargo, el habitante de la ciudad raras veces está preparado para hacer durar sus alimentos y menos aún para tratar de producir aunque sea un poco de ellos. En el derrumbe del mundo comunista, muchos profesionistas de distintas disciplinas se vieron obligados a emigrar al campo. Seguramente, aunque no tengo datos fidedignos, muchas personas lograron salvarse. Pero recuerdo que por esos años hubo una cantidad verdaderamente aterradora de suicidios en Rusia y otros países de la ex Unión Soviética; al grado de que algunas revistas especializadas consideraron que la población de Rusia no solamente se estancaría sino que era posible que tuviera un retroceso. Algunos podrían pensar que qué bueno que eso ocurriera en este mundo tan sobrepoblado, pero yo me pregunto si será la manera más inteligente de actuar, esperar a que los alimentos escaseen a tal grado que tengamos que matarnos entre poblaciones enteras para arrebatarnos la poca comida que habrá. A pesar de las barbaridades que dicen los que nos profetizan el fin del mundo, tal vez sean ellos las antenas que nos están avisando de los desastres que nos pueden ocurrir (no es posible comer computadoras ni máquinas). Los pobres de espíritu y bastante idiotas seríamos los habitantes de la ciudad si seguimos con la mentalidad medieval de desprecio hacia los campesinos y agricultores. Si seguimos considerando a nuestros productores del campo seres inferiores que no merecieran todo nuestro respeto, nuestro apoyo y nuestra solidaridad en su cometido para generar los frutos de la tierra, dejaremos de gozar de esos frutos muy pronto. La tarea de ellos es vital y por lo tanto uno de los trabajos más respetables y maravillosos de este mundo.
El Paso, Texas
1 de junio de 2012
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