Al abrir mi puerta
veo los chanates
que nadan en la brillante franja de luz que corre frente a mi casa.
Cuando comprendo que son sombras
de los que vuelan sobre mi techo,
en la transparencia del aire veo
el negro azabache de su plumaje
con su iridiscencia azul violeta
y escucho su ronca y desafinada voz
decir que, milagroso, ha llegado otro día,
que todavía late
vida en el pueblo.
Junto a mi puerta florece
el rosa violeta de la buganvilia
y el aire fresco de la mañana no arrastra
el iridiscente olor de la sangre que se derrama
en las noches negro azabache.
No hay nubes grises que oculten
la luz del nuevo día
y los chanates carraspean
que puedo guardar
mis preocupaciones de anoche,
que tal vez no lleguen hoy
noticias de nuevas muertes,
de padres que lloran a sus hijos ajusticiados
por los soldados del narcotráfico
o los del gobierno que, casi niños,
cometen también nefastos errores.
Tal vez esta tarde no tañan
las roncas campanas de San Antonio,
quizá el señor cura no tenga que consolar hoy
a la madre de un joven de quince años,
como hizo hace tres días.
Su tumba fresca aguarda una cruz nueva
y el carpintero jura que no volverá
a defraudar a jóvenes padres,
que está ya listo con nueva madera,
con pintura blanca y finos pinceles
para escribir con letra negra
el nombre y la fecha.
Las beatas saben que aunque ha pasado
el Día de Difuntos
no habrá este año descanso para sus viejas manos
y todas las tardes se juntan
con tijeras y pegadura
para confeccionar coronas, cruces, guirnaldas,
de rosas blancas, moradas y rojas
para las nuevas tumbas.
Al sepulturero,
hombre ya viejo,
le duele la espalda,
algunos días son siete las tumbas.
Sus manos sangran de tanta tierra,
y de las ampollas de la pala y del azadón.
Esto va para largo, dice,
y yo solo no puedo,
con más de tres no puedo.
Pide que le contraten un ayudante,
un hombre maduro
sin grandes ambiciones,
alguien que no se aloque
con el poder del revólver,
con el oropel de la droga,
alguien que le dure,
pues esto va para largo.
Un padre de hijas prefiere,
hasta un joven abuelo,
asegura que no quiere
un hombre que tenga un hijo,
no quiere tener que ayudar a cavar
el sepulcro de un hijo.
En el ocaso,
la iridiscencia de los chanates
adquiere reflejos cobrizos,
como de brasas, como rescoldo,
como cenizas.
Como drogados,
dan vueltas sobre el panteón,
como si tropezaran,
como si les faltara el aire,
como cortejo fúnebre
que no quiere fijar la mirada
en el hoyo doble
que escarba el sepulturero.
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