.
Luis Buñuel y José de la Colina. (Foto: Archivo)
Ciudad Juárez, Chihuahua. 29 de julio de 2013. (RanchoNEWS).- Un día de 1983 me llamó por teléfono: «De la Colina, venga usted mañana a casa a las cinco de la tarde; tengo algo para usted, y de paso nos despediremos». Con el corazón encogido, porque ya sabía que desde hacía unos días Buñuel telefoneaba dando citas similares a otros amigos, fui hipócrita y pregunté: «Don Luis, ¿va usted a salir de viaje?».
–No, ningún viaje; venga usted a las cinco de la tarde –me respondió.
En el volksvaguen fui al día siguiente a la recoleta casa de la Cerrada de Félix Cuevas ante la cual estuve paseando porque había llegado adelantado unos minutos y sabía que don Luis consideraba tan grosero acudir a una cita unos minutos antes como unos minutos después. Él me esperaba ya en el recibidor, no en la salita donde tantas veces conversamos y donde Pérez Turrent y yo, ante los tiernos ojos de la perra Tristanita, lo habíamos entrevistado durante dos o tres años para el libro Prohibido asomarse al interior/ Conversaciones con Luis Buñuel. De pie, con un sorprendente aspecto de fragilidad, pero bien erguido, estaba junto a un gran bulto rectangular y vertical envuelto en papel de estraza y atado con cuerdas.
Me esforcé en aparentar serenidad cuando don Luis con voz grave pero no solemne dijo las últimas palabras que yo le oiría:
–Amigo De la Colina, voy a prepararme para bien morir. No nos veremos ya, ni responderé al teléfono. Acepte usted esto [el paquete a su lado] como un recuerdo mío. Gracias por la amistad, por los buenos momentos que hemos compartido y hasta por algunas riñas que nos han hecho más amigos. Venga un abrazo.
Me estremeció tanta grandeza. A este señor tan poeta del cine y de tan señorial calidad humana yo lo trataba desde hacía más de treinta años (desde cuando, en 1950, me eligió para el Pedrito de Los olvidados, pero sabiamente el productor Dancigers encontró que yo «no parecía niño mexicano»).
Tras el abrazo y un cobarde «hasta luego, don Luis», tomé el paquete, salí de la casa, me metí al auto, lo conduje por la avenida Félix Cuevas y luego por San Francisco, y, antes de llegar a a mi casa en la Avenida Río Mixcoac, paré en una esquina a llorar de cara contra el volante.
Cinco o seis semanas después, a media tarde, cuando volví a casa desde un supermercado y a través de una tormenta que zarandeaba el automóvil por la avenida Universidad, María, consternada, me recibió con la noticia, oída de la radio, de que Buñuel acababa de morir. Telefoneé a la casa de Buñuel, y Jeanne, en un español galicado, me comprobó la noticia y me sugirió que no fuese al funeral, que don Luis había pedido ser cremado «en privado».
No estuve en la Gayosso de Félix Cuevas (¡tan cercana a su casa!) donde fue velado y de la que partió a la cremación. Mejor así, porque prefiero conservar viva la imagen de los seres queridos, pero poco después leí en algunos periódicos la noticia ¿debida a quién? de que «el escritor José de la Colina, amigo del cineasta, se llevó bajo el brazo las cenizas a un lugar que se ha mantenido en secreto». Y casi oí susurrar al flamante fantasma de don Luis: «De la Colina, ¿pero va usted a guardar mi polvo como una reliquia? ¡Tírelo usted en cualquier terreno baldío, y que al menos sirva de abono!»
El regalo de don Luis (entre los que en la despedida también hizo a otros amigos) era la edición príncipe, en doce tomos, de Las mil y una noches en el barroco inglés y con las innumerables notas de Richard Burton. Libro un tanto insólito en la biblioteca de don Luis, que antaño pregonaba su desinterés por los países no europeos («¿Qué tendría yo que hacer en Estambul a las 3 de la tarde?»).
En su juventud, señalando a México en un mapa, decía a sus amigos (como pudo decir de Estambul) que si se perdía de vista lo buscaran en cualquier parte menos allí, es decir aquí. Y, vueltas que da el Destino, aquí, en México habría de vivir más de la tercera parte de su vida y de hacer la mayoría de sus películas, entre ellas esa obra maestra tan feroz y amorosamente mexicana: Los olvidados.
ENVÍO:
Don Luis, gracias por la amistad, por su obra y por esa foto ¿de qué año? en que estamos en un bar o en una cantina ¿de México o de Madrid? y que en tinta azul dice así:
«Nada de Biblias, verdad, Pepe. Muy cariñosamente L Buñuel».
REGRESAR A LA REVISTA