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El escritor nativo de Angola y residente de Brasil. (Foto: Joaquín Salguero )
C iudad Juárez, Chihuahua. 26 de agosto de 2013. (RanchoNEWS).- El autor de El silbador señala que, para ser literariamente verosímil, debe «reducir un poquito» la versión de los hechos. «Si no, pareces un loco, hablando de cosas increíbles, dice. En su literatura reconoce influencias de América latina, desde Gabo hasta Borges. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
El guerrero africano espera que la ficción le murmure algo al oído. «Para tener paz hay que caminar silencios». Este verso se le apareció hace muchos años, cuando la poesía llamó primero a su puerta y la oreja curiosa del joven recibió esa vibración inesperada. Antes de que Ndalu de Almeida naciera en la capital de Angola, en 1977, su madre lo llamaba Ondjaki, que en umbundu significa «guerrero». Después llegaría una educación exigente en la que los maestros cubanos tuvieron un rol fundamental; más tarde los primeros poemas, los relatos y las novelas, tantos murmullos y silencios caminados por el seudónimo maternal que eligió como destino literario. El autor de El silbador (Letranómada), obra maestra sobre un forastero del que poco y nada se sabe, sólo que llega a una iglesia de una pequeña aldea y silba unas melodías tan conmovedoras que no parecen de este mundo, recuerda la primera escena en la que está escribiendo en su Luanda natal. «Mi familia es muy teatral; nos contamos historias entre nosotros. Todo empieza con mi abuela, la madre de mi madre, que no escribe, pero tiene un modo de hablar muy literario. Yo aprendí muchísimo con ella. El primer cuento que escribí es sobre un primo al que le llevan un niño para que tome unas píldoras que no quería tomar. Como mi primo estaba molesto porque pasaba el tiempo, sacó una pistola y le apuntó: ‘Tú te tomas ahora las píldoras y no pasa nada’. Ése es uno de los primeros cuentos que escribí, lo que pasó esa madrugada: cómo un tipo saca una pistola para que un niño que tenía fiebre tome unas píldoras. La realidad es tan impactante que, si puedes, tienes que escribir. Y eso me pasó: sentí que tenía que escribir».
Ndalu tenía entonces 13 años, le gustaba leer y escribía poesía «muy mala» mientras escuchaba a The Doors. Un año después, un tío le regaló dos libros: Cien años de soledad y La náusea. «Uno de los dos te va a gustar», pronosticó. El adolescente empezó con la novela de Gabriel García Márquez, pero no pudo terminarla. «Esto es una tontería, tantos nombres, tanta gente...», sentenció apresuradamente. Luego probó con la novela de Jean-Paul Sartre. Y le encantó. «Dos o tres años después no podía con Sartre, y estaba enamorado de García Márquez. Y por ahí me quedé. Yo soy más América latina que Sartre. Tengo muchas influencias de la literatura brasileña y de autores de Mozambique», revela Ondjaki a Página/12. Los padres del guerrero se conocieron en la década del ’70 cuando militaban en la resistencia. «A veces mi cabeza es una confusión –confiesa el escritor que a los 16 años rumbeó hacia Lisboa y hace más de cuatro años vive en Brasil–. Tengo muchas memorias que no son mías, que ocupan mucho espacio, que me pesan, ¿sabes? Tengo las memorias de mi abuela, las de mi madre, las de mi padre y las mías. Uno no puede tener tanto peso encima, ¿no? Quizá por eso escribo, para resolver un poco ese peso, aunque no sean cosas directamente relacionadas. La verdad y la realidad no me interesan. Lo que me interesa es lo que se puede hacer con la realidad en términos de literatura. En Luanda, la realidad es tan fuerte que tienes que reducir un poco la versión para escribir, si no, nadie te cree. La realidad en Angola es ultra ficción; entonces tú reduces un poquito y tienes una buena historia. Si no, pareces un loco, hablando de cosas increíbles. Si vas a Luanda, en una semana vas a ver que es mucho más intenso de lo que has leído. El luandés piensa que tiene la obligación de aumentar todo lo que cuenta. Si cuentas una cosa como pasó, me ofendes».
¿De dónde viene esa teatralidad que aparece en El silbador?
No sé... Es el libro que entiendo menos; no sé por qué lo hice así. Era un cuento cortito sobre un hombre que llegaba a una aldea y descubría que la lluvia no hacía ruido. Como estaba muy triste y cansado, se ponía mejor. Y ya: el cuento terminaba ahí. Después de las dos primeras páginas, no sabía para dónde iba. Y empezaron a llegar los personajes. En El silbador estaba escribiendo las cosas que había imaginado como si fueran filmadas. Como si estuviera detrás de una cámara. Lo escribí en Lisboa muy rápidamente. No podía salir de ese mundo, pero cuando lo terminé no sabía lo que era. Y lo dejé ahí. Es un libro que tiene mucha influencia de América latina, de Macondo, de Rulfo, de Borges también, por esa cosa que se hace con las sensaciones. En Portugal me preguntaban: «¿A ti te parece que este libro es literatura de Angola?». Yo no soy policía de las fronteras de las identidades. No quiero ese trabajo. Aunque me paguen bien, no voy a trabajar en ese lugar. Y sí: fue un libro escrito por mí. Yo puedo escribir un libro que pase en Córdoba o en Tokio. ¿Es literatura de Angola? No sé qué es la literatura de Angola. ¿La que hacen los angoleños? Entonces sí, aunque no es el más típico.
En El silbador hay un narrador que no le teme a la emoción, que suele ser menospreciada. Quizá porque se asocia la emoción con lo cursi o lo vulgar. Sin embargo, en esta novela justamente parece que se buscara la emoción, ¿es así?
Sí, sobre todo hay un trabajo con la emoción y las sensaciones. Por eso cuando lo terminé de escribir no sabía explicarlo. El silbador es un libro sobre una sensación, sobre un descubrimiento interior que cada uno hace escuchando a ese silbador. Soy una persona que no sé lidiar muy bien con mis emociones... y quizá celebre de esta manera. El silbador es una celebración pura de la música. Y la música lo que causa son sensaciones, ¿no? Lo que me gusta de El silbador es que no se explica mucho. Lo escuchas y lo sientes. Se sabe más de los otros personajes que del silbador. Es una pequeña fotografía de una semana en una aldea. Yo quiero escribir sobre Dissoxi, me perturba esa mujer. Dissoxi significa «lágrima» en kimbundu. Tengo una idea de dónde vino el silbador, ha estado en una escuela muy rara para silbadores, una escuela metafísica. Pero voy a escribir cuando sepa bien qué hacer. No quiero que sea «El silbador parte dos, el regreso» (risas). Yo sé que el viajero, KeMunuMunu, está basado en una telenovela brasileña en la que había un tipo que tenía varias casas y una mujer en cada casa. El sepulturero, KoTimbalo, es una pasión literaria. No podría ser ese sepulturero que se queda esperando que alguien muera. Yo no soy así, pero me encanta que alguien sea así literariamente. Cuando escribí El silbador estaba muy triste y salió un poco la nostalgia, la melancolía. Los brasileños tienen una palabra muy bonita: le dicen tristesura; no existe esa palabra en portugués. El silbador es una historia con tristesura.
¿Por qué sentía tristeza en ese momento?
No sé. Estaba en Lisboa, estudiando Sociología. No entiendo nada de sociología. Terminé la carrera porque no tenía una mejor opción. En las clases escribía, parecía un estudiante muy atento tomando apuntes, pero estaba escribiendo ficción. La tristeza es un arma peligrosa: la puedes usar para escribir, pero no sabes a dónde te llevará. No se puede jugar con la tristeza.
Por el trabajo con la lengua y las palabras, por el ritmo, daría la impresión de que escuchaba música mientras escribía El silbador.
Sí, escribí todo El silbador escuchando una pieza de un compositor español, Jordi Savall; una pieza conocida que él ha grabado dentro de una iglesia con unos coros muy bonitos. Eso me inspiró; sería el equivalente a una cosa muy rara que se siente cuando se escucha una melodía sobrehumana. En Angola y en Mozambique no consideramos la palabra sagrada, en el sentido de que no se puede tocar. Al revés: pensamos que la palabra, las frases, la literatura, son algo como el barro que hay moldear con paciencia. Fernando Pessoa decía: «Mi patria es la lengua portuguesa». Pero el escritor de Mozambique, Mia Couto, ha dicho: «Mi patria es mi lengua portuguesa». Y eso me parece más cierto. Brasil tiene su lengua portuguesa, Angola y Cabo Verde también tienen sus lenguas portuguesas. Y además cada ciudadano puede tener su lengua portuguesa. Yo puedo hacer lo que quiera con las palabras. El silbador es el libro en que tengo las palabras más delicadas. El próximo que están traduciendo no tiene nada que ver.
Los transparentes, su última novela que transcurre en Luanda, se publicará en la Argentina el año que viene, también por Letranómada. «Los transparentes son la gente más real que existe y que las elites políticas no quieren mirar: los llaman cuando los necesitan, pero no los llaman siempre –plantea–. La gente se está poniendo cada vez más transparente desde el punto de vista de un político que la mira sólo cuando la necesita. Los transparentes son la mayoría del pueblo. Con esta novela se van a dar cuenta de que Ondjaki no es sólo El silbador». Habrá que esperar hasta 2014 para leer más de este gran narrador angoleño que dice que está emergiendo una nueva generación de artistas africanos en la pintura y en la música con aspectos «profundamente africanos y profundamente modernos». «No hay que rechazar la modernidad –agrega–. Estos artistas son gente que viaja mucho; les gusta el tecno, el rock, pero también los ritmos tradicionales africanos. Y los mezclan y hacen el nuevo continente africano».
¿Cómo es su lengua portuguesa?
Mi lengua está hecha de materiales orales, sobre todo de Luanda, de cómo habla la gente. Yo pongo mucho de eso en mis libros, no para hacer un estilo. No es eso. Hay historias que pasan en Luanda con determinados personajes, que no son los de El silbador, que no puedo ponerlos de otra manera sino como hablan. Para ser realista hay que ser realista, si no, hago otra cosa. Mi lengua es una lengua de afectos. Me gusta acordarme y pensar cómo habla mi abuela, qué palabras usa. Y las pongo en los libros. Y que los traductores me pregunten. Mi abuela, que tiene 98 y toma más que nosotros dos juntos, come bien y bebe bien, tiene muchos códigos familiares. La palabra es de barro, las ideas son de barro, la literatura es de barro. La literatura no es más que un sueño que tú les das a los otros. Muchas veces no pasa nada: no hay contacto químico entre el libro y el lector. Si hay contacto, es una experiencia maravillosa. Si sabes leer, lo pasas mejor que con las drogas. Depende de la droga (risas).
Agnette –de padre holandés y madre angoleña– es la abuela de Ondjaki. Cada vez que la menciona, el brillo de su mirada silabea el inconmensurable amor que siente por esa anciana teatral y memoriosa. «Ella es la fundadora de las historias de mi familia. Una vez me contó que en un barrio de Luanda, cuando las mujeres que tenían nombres de flores se casaban, por ejemplo una señora llamada Rosa, todos se organizaban y ponían rosas. Cuando se lo comenté a mi madre, me dijo que eso nunca pasó: ‘Es una tontería’. No me gusta la gente que rechaza la ficción de la vida. No hablé más con mi madre sobre el tema porque me parece bien que cuando una persona que se llama Rosa se casa, todo el barrio se llene de rosas. ¿Por qué no?» En ese partido imaginario gana por goleada la abuela, esa hechicera de la palabra que dan ganas de conocer ya mismo. ¿Podrá convencerla de que venga con él en una próxima visita al país? «Tengo la creencia de que voy a morir con la misma edad que avó (abuela) Agnette. Entonces estoy descansadito, porque ella tiene 98. Y yo tengo 35, pero cumplo 36 el 29 de noviembre. Eres la única que lo sabe, no pongas eso...»
¿Por qué?
Me gusta tener cuatro fiestas de cumpleaños. Lo festejo el 17 de enero, el 17 de agosto, el 23 o el 26 de septiembre y el 29 de noviembre.
Mucho festejo, pero pronto superará los 98 años a ese trote...
No, no, sólo uno es verdadero (risas).
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