.
Dos soldados (uno de alta graduación), un cosaco y un pope portando un retrato del último zar, en Moscú tras el golpe de estado frustrado de 1991. (Foto: Ryszard Kapuscinski)
C
iudad Juárez, Chihuahua. 26 de septiembre de 2014. (RanchoNEWS).- Por fortuna –la misma diosa que le dio el don de aplicar al periodismo lo mejor del realismo mágico literario—Ryszard Kapuscinski no sabía dibujar. Y aquel niño de una pobre aldea cercana a Varsovia en plena segunda guerra mundial no imaginaba pues cómo retener y dar eternidad a todo lo extraordinario que ocurría a su alrededor. Con los años, y el dinero de un colega del periódico, compró una rudimentaria cámara soviética, una Zorka (mala copia de una Leica alemana). La fotografía iba a mitigar su angustia ancestral y se convertiría en otra ventana desde la que documentar y entender el mundo. Con los años de oficio conservó unas 10.000 instantáneas, una ínfima parte de las que pudo salvar de dos grandes depredadores de negativos: las extremas condiciones tropicales de sus viajes por Asia, África y América Latina y las confiscaciones en fronteras y frentes bélicos. Una nota de Carles Geli para El País:
Entre 1989 y 1991, el mejor reportero polaco del pasado siglo decidió analizar in situ la descomposición final del imperio soviético. Marca de la casa, quería reflejar esa crisis «no desde un único punto de vista sino en toda su enorme dimensión geográfica y cultural». En una de sus ya míticas fases documentales, Kapuscinski (1932-2007) invirtió la lectura de 57 libros (desde informes económicos a Guerra y paz, para captar el alma rusa) y recorrió de punta a punta las repúblicas soviéticas: hizo 60.000 kilómetros. En ese proceso que daría lugar a uno de sus mejores libros de reportajes, El imperio, entraban, claro, las fotos; inéditas, conservó diversos centenares, una demasiado corta pero demostrativa selección de las cuales conforman la muestra Ryszard Kapuscinski, L’ocàs de l’imperi, que desde hoy y hasta el 23 de noviembre puede visitarse en La Virreina-Centre de l’Imatge, de Barcelona.
Roland Barthes consideraba que toda buena fotografía es aquella que contiene un punctum, propiedad misteriosa proporcionada por un detalle que lleva a quien la contempla a la reflexión. Kapuscinski, lector del semiólogo francés, aplica esa teoría en cada una de las 36 instantáneas de las 50 que acogió en 2010 la exposición inicial en Varsovia. Fiel a su primer maestro y prestamista, el fotógrafo Janusz Zarzycki --que consideraba que todo fotorreportaje debe tener presencia del ser humano y que fotografiar era encontrarse frente a él cara a cara y salir vencedor de ello--, hay gente, multitudes y muchos primeros planos en las instantáneas en blanco y negro de Kapuscinski. El reportero suele estar cerca de lo fotografiado, fruto también de su credo periodístico: «Para tener derecho a explicar se tiene que tener un conocimiento directo, físico, emotivo, olfativo, sin filtros, de lo que se habla», defendía. Por eso ese primer plano de dos mujeres en una misma manifestación en Moscú en 1990 ó 1991; el punctum está en sus cabezas: una, la de piel tersa y cuidada, lleva un gorro de astracán; la otra, de tez surcada por una pobreza inclemente, un modestísimo pañuelo atado de manera burda. Está también una mísera comida colectiva improvisada en 1990 en una calle de una región de Azerbayán donde los niños recuerdan, por contexto e indumentaria, a los de la España de los años 40. O la ridícula (por desvalida) y apretujada formación de soldados rusos que en Moscú contemplará (absurdo impedirlo) el paso de una manifestación de 300.000 personas de la oposición democrática que se acerca.
Es un muy buen fotógrafo Kapuscinsi, pero aun es mejor reportero. En las imágenes está la obsesión infantil, que se traduce en combinar instantánea estética con detalle periodístico: «Comunismo para los comunistas y para el pueblo, ¡vida!», reza el cartel del joven de cazadora tejana al que casi no se ve el rostro de tan atrás que tira el cuello para mirar al cielo. Tras el golpe de estado frustrado de 1991, un soldado y un militar de alta graduación acompañan un cosaco y un pope sosteniendo un retrato del último zar de Rusia. En Ucrania, en 1991, de una en aparente simple imagen de un conjunto escultórico del que sobresale un Lenin gigante, dos pequeñas pintadas del pedestal le dan todo el sentido: «Fin del leninismo»; «¿Dónde están nuestras casas, hospitales y escuelas?».
El compromiso de Kapuscinski es con la gente, y de entre ellos, con los más desfavorecidos, como siempre, y la empatía con sus problemas sociales y religiosos: el Pope en plena manifestación; la madre que reivindica, fotos espeluznantes y sencilla cartulina en ristre, que el ejército ha torturado y matado a su hijo; los jóvenes que portan, como si fuera un santo en procesión, la fotografía gigante del estudiante asesinado unos días atrás por asustadas fuerzas inmovilistas. Y hasta da para esbozar el humor cáustico, la ironía: una escultura minimalista, de corte futurista, homenajeando a un altísimo astronauta Gagarin en medio de la nada, cortada en primer plano por un tan anacrónico como mísero tendido eléctrico; otra muestra una perspectiva de la pomposa Avenida de los Dirigentes… del cementerio de Novodévichi. «Una fotografía lograda supone tanto esfuerzo como escribir un buen verso, dijo una vez quien practicó ambos.
Las imágenes, en el archivo privado del reportero, fueron seleccionadas y reencuadradas por él mismo pensando ya en una futura exposición, que oportuna llega ahora a Barcelona para formar parte del ciclo Europa 25 que el Ayuntamiento de Barcelona organiza hasta enero para analizar el cuarto de siglo de la caída del Muro de Berlín. Tocado por Diógenes, dejó los negativos en sobres marrones de su abigarrado despacho. La antigua redactora-jefe de fotografía de la Agencia Polaca de Noticias (PAP) en la que trabajó Kapuscinski como corresponsal y encargada de custodiar su legado fotográfico, Izabela Wojciechowska, recuperó las imágenes y tuvo el acierto de añadirle fotos del viaje que el reportero realizó en 1979 a su Pinsk natal, que no visitaba desde hacía 40 años.
El imperio se lo había hecho pasar mal: siendo niño sufrió cómo anexionó de manera bárbara su pueblo a Bielorrusia; convirtió a su padre en fantasma, prófugo rebelde; le amargó la infancia con largas colas mantenidas de noche bajo intensas nevadas para obtener una soñada lata de dulces al final vacía… Eso explica la sencillez de las instantáneas dedicadas a las pobres casas y calles de Pinsk, en las que acabó localizando, tenaz, la suya, en una imagen que no aparece en la muestra. En ese viaje, la carga emotiva, simbólica, en el fondo omnipresente en el mensaje de Kapuscinski, lo estaba más que nunca. Siempre el estado de ánimo y lo que veía hacía que pudiera hacer fotos o no; también era incapaz de tomar notas y captar imágenes a la par. «Cada foto es un recuerdo y, a la vez, no hay nada que nos haga más conscientes de la fragilidad del tiempo, de su naturaleza efímera, que la fotografía», sostenía. Algunos, sin embargo, saben retenerlo, con la pluma—estilográfica o fotográfica—para convertirlo en periodismo, en Historia, en algo eterno.
REGRESAR A LA REVISTA