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El intelectual chihuahuense en Atenas. (Foto: EASH)
C iudad Juárez, Chihuahua. 28 de septiembre de 2014. (RanchoNEWS).- Cuando abro el 4 de agosto el mensaje de Dino Siotis en el que me invita a participar en el Festival Internacional Literario de Tinos, en Grecia, mi primera reacción es, por supuesto de una atónita incredulidad y de un gran entusiasmo. Grecia ha sido consagrada al nivel de «cultura madre» por diversas instituciones de aquello que llamamos la Civilización Occidental, y esa idea se difunde en escuelas, medios masivos de comunicación o incluso al nivel de la cultura popular. Y aunque ahora reconocemos que los procesos de génesis de una civilización son siempre complejos, rizomáticos, multidireccionales, y nunca involucran a una única sociedad (de hecho, ni siquiera existe nunca una «única sociedad», pues cada sociedad es un conjunto de elementos disímbolos en continuo movimiento), de todas maneras es difícil rechazar esta veneración por la cultura y la sociedad griegas de la gran época, el llamado «Siglo de Pericles» y los siglos inmediatamente anteriores y posteriores a él.
Los griegos fueron, como cualquier otro pueblo, contradictorios: eran esclavistas, misóginos, etnocéntricos, a veces fanáticos e hicieron guerras que, como dijera Mario Soares sobre las de Portugal, «no se distinguieron por las buenas maneras».
Pero de manera muy temprana aquella gente perfeccionó a tal grado un arte y una estética propios, que sus principios generales han sido los más perdurables en el mundo occidental e incluso más allá de sus (de por sí) dilatadas fronteras. Europa, las Américas y Australia están sembradas de edificios que son ecos de aquella lejana estética griega. Es menos conocido, sin embargo, el hecho de que el edificio de la Dieta Nacional Japonesa, el Gran Palacio de Tailandia, el edificio principal de la Universidad del Cairo, en Egipto, o el Rashtrapati Bhavan en la India (entre muchos otros en el lejano oriente, Asia y África), son igualmente edificios renacentistas o neoclásicos, de raíz ultimadamente helénica.
La ciencia griega estaba tan avanzada hace dos milenios y medio que uno de sus libros fundamentales, los Elementos de Geometría, de Euclides, tardó más de dos mil años en ser superado. Eratóstenes de Cirene, doscientos años antes de Cristo, calculó la circunferencia de la tierra, con un error, de acuerdo a los cálculos modernos, de tan sólo unos cuantos kilómetros.
Las aplicaciones de aquella ciencia fueron también asombrosas: el mecanismo de Antikíthera, descubierto hace décadas entre los restos de un naufragio, resultó ser una computadora analógica destinada a predecir, con una gran exactitud, los movimientos del sol, la luna y los principales planetas, y convirtió, a partir de fue entendido su funcionamiento, en verosímiles las descripciones de Píndaro, según las cuales las calles de Rodhas estaban adornadas con autómatas de mármol capaces de mover los miembros de sus cuerpos.
La estructura del gobierno ateniense, ya perfeccionada hacia la época de Pericles y producto de dilatados conflictos internos, así como de una evidente capacidad de innovación política, dio origen al concepto de democracia universal y constituye ahora el más extendido ideal de gobierno a nivel planetario, aunque muy pocas veces haya podido ser aplicado de manera incuestionable y aunque haya degenerado en tantas partes del mundo en una simple máscara que oculta refinados mecanismos de control y manipulación social.
Además, la reflexión en torno a las formas de gobierno alcanzó en Grecia niveles muy altos y dio origen a la teoría política, proporcionando conceptos que siguen siendo centrales: tiranía, monarquía, demagogia, democracia. Las palabras «teoría» y «política», por cierto, también son inventos griegos y, de hecho, en numerosas lenguas del mundo es casi imposible discutir sobre cualquier tema técnico, científico o filosófico sin acudir, casi de continuo, a los préstamos que la lengua griega aportó al mundo entero.
Pero tal vez los aspectos más influyentes de aquellos siglos griegos en los que la reflexión era una pasión intensa y extendida fueron, precisamente, la cosmovisión y la filosofía que hicieron posibles. Ya desde su mitología, preservada y expresada de manera excepcional, los griegos mostraron una tendencia a humanizar a los dioses y divinizar al individuo.
Las dos grandes epopeyas homéricas son quizá la más grande muestra temprana de esta tendencia. A diferencia de las grandes culturas e imperios orientales (Egipto, Mesopotamia, Persia), en los que la colectividad es una expresión inconmensurable del rey –un teócrata que encarna la idea de la divinidad y que es concebido como puente entre el mundo y lo sagrado–, los griegos concedieron al individuo, tal vez por primera vez en la historia, un lugar central en el cosmos, pero cifraron su importancia y su valor en la capacidad de cada individuo para aportar algo valioso (algo virtuoso) a la esfera pública. Es en esta tensión en la que se vuelven posibles la democracia, la libre discusión de las ideas y la expresión de un arte al mismo tiempo realista y equilibrado, centrado en el individuo pero desprovisto de casi cualquier moralismo intimista. En cuanto a la filosofía griega, se trata, por supuesto, de un pensamiento diverso, sofisticado y muy atrevido en sus concepciones y alcances generales. En Grecia aparecen los primeros idealismos, materialismos, ateísmos, escepticismos, y sus grandes pensadores han ejercido una influencia tan grande durante dos mil años, que el filósofo inglés Alfred N. Whitehead pudo decir en alguna parte, aunque no fuera sino de forma exagerada y un tanto humorística, que la filosofía occidental no ha sido desde entonces sino «una serie de comentarios» a la obra de Platón.
Por más relativistas que seamos, y por más que entendamos que cada cultura es un sistema auto-referencial en sí mismo y, como tal, es igual de valiosa que las demás, el «milagro griego» seguirá deslumbrándonos por siglos, tal y como lo predijo Pericles, justamente uno de sus protagonistas más famosos: «Somos admirados hoy. Y seremos admirados siempre».
Así que: ¿Es posible decir «no» a un viaje a Grecia? Y más, a un viaje dedicado al cultivo de la poesía, esa zona de refugio del espíritu humano en este tiempo de endurecimientos, deshumanización y retroceso...
Sin embargo, poco después de leer la invitación al festival en Tinos una serie de dudas comienzan a interferir con mis emociones. El viaje implica, por más que los organizadores cubran viáticos y alimentación, una serie de gastos inevitables. Y otros más que, aunque sean evitables, yo no voy a saber, de seguro, evitar, por ejemplo la compra de libros y música, o la degustación de la culinaria regional.
También me acecha, debo confesarlo, la certidumbre de que aquella Grecia, verdadera o no, existe tan solo en el remoto pasado, y que la Grecia contemporánea, como cualquier otro país, se encuentra inmersa en el inclemente entramado de la globalización y es ahora, justamente, uno de los países que más la han sufrido.
Pero están la inmensa roca de la Acrópolis, y el Partenón –ese sitial sagrado y perfecto del espíritu griego–, están los museos, y los anfiteatros (¡no he dicho nada del teatro griego, ni, por supuesto, de tantas otras cosas!). Y están la gente y la lengua, esas dos vastas continuidades, todavía floreciendo en grandes poetas y novelistas. Y están el mar griego y, de cualquier forma posible, está la luz de Grecia.
Éxodos, letrero que anuncia la salida. (Foto: EASH)
16 de agosto
Después de recorrer las zonas comerciales del aeropuerto de Frankfurt, en el que veo por todas partes diversos tipos físicos y escucho veintenas de idiomas diferentes, llego al andén del que habrá de partir el avión hacia Atenas.
Inmediatamente siento el ambiente mediterráneo, del que los latinoamericanos hemos heredado algunas características fáciles de ser percibidas. Con excepción de un grupo de suecos, el resto de las personas que están esperando son griegos. Niños corriendo, mujeres que alzan la voz y se llaman entre ellas, casi gritándose: «Andígona», «Klitimnistra», «Dafni».
Es la primera vez que escucho esos nombres prestigiosos fuera del universo mitológico o literario. Me voy acercando a ese mundo reconocible, que ha estado en nuestra cultura desde siempre y cuyos destellos y ecos comienzo a percibir.
Cuando hago fila para abordar, un hombre de unos sesenta años, viendo el sello del Gobierno del Estado en un costado de mi camisa, le dice en griego a su esposa: «Estoy seguro de que habla español, pero no sé de qué país sea».
Al buscar mi asiento en el interior de la aeronave, lo primero que veo es el letrero que anuncia la salida de emergencia: «Éxodos». Me emociono. En griego, «éxodos» no significa sino «salida». Pero para un hablante de español, la palabra se abre hacia otras direcciones y niveles mentales: El éxodo de los pueblos y los correligionarios perseguidos; «Éxodo», el libro del Antiguo Testamento judáico, llamado así desde la recensión de los Septuaginta, escrita en griego koiné cuando el griego era la lengua internacional del mundo mediterráneo; los éxodos en la siempre repetida tragedia de la guerra. En efecto, lo griego, fuera de Grecia, se desdobla con frecuencia hacia otras dimensiones y despliega significados cultos de tipo histórico, artístico, filosófico y científico porque, durante más de dos mil años, ha sido continuamente copiado, adoptado, adaptado y remotivado semánticamente.
Es curioso, algunas de las personas que viajan en los asientos cercanos podrían ser mexicanos de ciertas regiones (puesto que México es uno de los países racialmente más diversos del mundo), pero de pronto aparecen, a dos o tres lugares del mío, rostros que podrían ser los de las antiguas estatuas, de facciones rectas y finas que en el algún caso incluyen el famoso perfil griego, algo que yo imaginaba como un simple arquetipo o como una mera estilización. En las mujeres son comunes los ojos grandes y levemente rasgados, un rasgo oriental que ya aparece en la pintura y la escultórica antigua (por ejemplo en las «kores» arcáicas), pero que también recuerda los siglos de presencia otomana en Grecia y los Balcanes. Por supuesto, las tipologías físicas no coinciden con las fronteras políticas en ninguna parte del mundo, y casi las mismas características podrían ser observadas en los habitantes del sur de Italia, o de otras partes del Mediterráneo, pero esto me lleva a que la primera vez que visité Yucatán los rostros en el mercado me recordaban mucho los perfiles de las esculturas y las inscripciones mayas, y pienso en el apego poderoso que, a través de milenios, las poblaciones guardan a sus territorios ancestrales.
Comienza a oscurecer y abajo las tierras se borran poco a poco, hasta quedar tan solo el brillo de las ciudades, grandes y pequeñas. De acuerdo a las pantallas que señalan el itinerario, el avión va ahora sobrevolando Albania, y me doy cuenta de que hace apenas unas cuantas semanas nunca hubiera pensado que algún día iba a estar sobrevolando Albania. Descendemos lentamente. Aparecen las luces de Atenas.
Pisar tierra griega. Seguramente parezco una versión laica del peregrino, que en tantas tierras y culturas remonta en las rutas y los tiempos en busca de un reencuentro significativo, de una fuerza particular. Al descender del avión y subir al autobús que nos llevará a las salas de llegadas del aeropuerto, el hombre que me había identificado como hispanohablante se me acerca y me pregunta, en un castellano correctísimo, si soy mexicano. Me cuenta que vivió muchos años en Cuba, que recorrió varios países de la América Latina y que hace algunos que regresó a Grecia «para morir».
Luego me entrega, sonriente, un mapa del país y otro de Atenas. Me despide con un dicho que no es desconocido en los Balcanes: «Las montañas no pueden moverse, pero los hombres sí: tal vez algún otro día nos volvamos a encontrar». En la zona de recepción distingo desde lejos al poeta, novelista y traductor Giorgos Rouvalis, quien vino a recibirme al aeropuerto.
Pisando el Partenón. (Foto: EASH)
1 de septiembre
La primera impresión es de prosperidad, lo que contrasta con la avalancha de noticias que durante los últimos años hemos escuchado en relación a la crisis griega. El aeropuerto podría estar en cualquier parte de los Estados Unidos, y tal vez lo mismo podría decirse de la infraestructura carretera que lo comunica con la capital y los suburbios de los alrededores. La metrópolis griega, por supuesto, es una gran urbe contemporánea, centro principal de un país que ahora es parte integrante de la Unión Europea y, por lo tanto, plenamente inmerso en los procesos de globalización que se han intensificado en el mundo durante las últimas décadas. Como voy llegando de noche, durante el trayecto es difícil apreciar los alrededores de la ciudad, pero de todas maneras son visibles el entorno árido y la particular vegetación del Ática, en las montañas y la pequeña llanura en la que, hace ya casi tres milenios, una serie de aldeas se conurbaron para dar origen a la ciudad dedicada a la diosa de la sabiduría. Recuerdo –o creo recordar– que uno de los autores antiguos calificó a Atenas de «polvorienta».
La señalización, una vez más, anuncia nombres milenarios y va disparando conexiones mentales con eventos históricos, obras de la literatura y ceremonias religiosas: «Elevsina», por ejemplo, la antigua Eleusis, en donde se celebraban los antiquísimos misterios sagrados. Al acercarnos al centro, comienzan a aparecer edificios modernistas, muchos de ellos construidos durante la primera mitad del Siglo Veinte y casi todos de la misma altura, lo que le da a la ciudad un cierto ritmo y una cierta armonía. Las avenidas son, por lo general, muy arboladas, y entre los árboles y las estructuras que los protegen Giorgos me va haciendo ver las principales librerías y restoranes. El taxi dobla por algunas vialidades secundarias, acercándonos a nuestra dirección, y de pronto, al fondo de una de las avenidas por las que acabamos de pasar, aparece de lejos el Partenón. Iluminado. Del color de la lumbre. Flotando sobre Atenas.
Duermo inquieto, no tanto por el desfase de los horarios como por la emoción de encontrarme en el lugar en que me encuentro. Sueño imágenes sin conexión ni aparente sentido, pero pronto despierto, una y otra vez, y en la penumbra miro las paredes, las rejillas del aire acondicionado, las ventanas: me hallo, por supuesto, rodeado por la modernidad, idéntica en todas partes, pero estoy en Grecia; allá afuera, a pocas cuadras, quedan la Acrópolis y sus excepcionales monumentos, centrales en la historia de toda la Civilización Occidental; alrededor de ellos, la Torre de los Vientos, los restos el ágora, el Hefestión; los tesoros innumerables que –a pesar de siglos de saqueos y despojos– todavía colman los museos de este país; las partes viejas de la ciudad, construidas sobre la Atenas milenaria. Pero además, de una manera silenciosa y secreta, también los restos de columnas, esculturas, ánforas y las fragmentarias y multiformes evidencias históricas que todavía estarán sin descubrir, yaciendo en la absoluta oscuridad del subsuelo, algunas tal vez para siempre.
Después de desayunar me pongo de acuerdo con Giorgos y Elia Rouvalis para visitar la Acrópolis y el museo que alberga los descubrimientos hechos durante las sucesivas restauraciones que han sido llevadas a cabo en los Propileos, el Erekhteion y, en primerísimo lugar, el Partenón. Recorremos en un taxi la Atenas moderna, nos acercamos a la Plaka, el barrio antiguo, y llegamos por el lado de la Puerta de Adriano, un más bien modesto pero elegante monumento que durante el reinado del famoso emperador romano fue construido, junto con otros, en su admirada ciudad. La Plaka está llena de jóvenes, vendedores, meseros y turistas que, como yo, acuden a este lugar soleado y cargado de belleza e historia.
Caminamos sobre el empedrado de mármol y a los pocos minutos aparece la Acrópolis, engarzada por sus enormes muros y rodeada por un pequeño bosque de olivares y laureles entre los que sobreviven las ruinas de otros edificios importantes. La Acrópolis, la «ciudad elevada». Esencial. Poderosa. Como una fortaleza o un templo naturales.
No se «va» al Partenón. Como en el caso del Muro de las Lamentaciones en Jerusalem, o la Kaaba en la Meca, se «sube» hacia él. El transcurso, a pesar de las veredas contemporáneas, los señalamientos y las hordas de turistas, tiene algo de ritual. El calor, la intensa luz del mediodía, reflejada en los mármoles, hacen que la sombra de los olivares y las ráfagas de brisa que van llegando del Ática, o desde el mar, se sientan como verdaderas caricias. Uno se va abstrayendo y deja de poner atención a las conversaciones o a los personajes de todo tipo que aparecen entre las filas de los visitantes. Al pasar los majestuosos pórticos de los Propileos, y caminando sobre el gastado, pulido piso de piedra del techo de la Acrópolis, comienza a perfilarse la verdadera meta de esta peregrinación: el virginario, el Templo de Atenea, diosa de la sabiduría; Hekatómpodos: el de las Cien Columnas.
Es difícil decir algo sobre el Partenón. Esta suprema obra maestra, cuyo significado fue entendido ya desde el tiempo de su concepción (Pericles llegó a decir que su sola construcción sería suficiente para asegurar a Atenas un sitio en la historia de la humanidad) ha mantenido intacta su enorme fuerza estética y simbólica a lo largo de dos milenios y medio. Ni la guerra, ni los saqueos, ni la simple pero inexorable erosión, ni la evidente incompletud a la que el tiempo lo ha conducido han podido mermar belleza a este prodigio de serenidad y armonía. Para poder irradiar esa perfección, fue diseñado geométricamente como un edificio imperfecto. Es un hecho bastante conocido el que, al contrario de lo que parece, casi no contiene líneas rectas, porque sus volúmenes se comban y se arquean de continuo para poder vencer las leyes de la percepción a distancia: la perspectiva.
Construido en mármol de un color cercano al blanco, alguna vez sus frisos estuvieron pintados de colores realistas sobre un fondo lapislázuli o añil, generando la impresión de un ceñidor que coronara las columnatas del edificio. En el pasado albergó una enorme estatua de Atenea hecha de placas de marfil cuyo vestido estaba todo cubierto de láminas de oro y que llegó a ser considerada parte del tesoro público ateniense. Existen descripciones antiguas de ese altar deslumbrante, pero en la actualidad nada queda de los elementos interiores del edificio, que fueron desapareciendo conforme la desestructuración, eterna ley a la que se abandona toda estructura, fue carcomiendo la obra maestra. Una explosión ocasionada por el ejército veneciano en 1687 destruyó la techumbre y debilitó buena parte del edificio, haciendo llegar a un punto crítico su deterioro. Algunos hombres sueñan, proyectan, construyen; otros arrasan, destruyen, borran. Aun así, incluso ahora el Partenón sigue resplandeciendo.
Al recorrer los exteriores, enfrentándose a sus ritmos y armonías, uno siente una especie de transparencia y limpidez. Cuando el poeta Dino Siotis habla del «silencio dórico», tal vez se refiera, justamente, a esta experiencia. Y sin embargo hay algo de musical en el Partenón.
El viento arrecia, suena entre el bosque de los pilares de mármol. Y dan ganas de callar, uno mismo. De no tratar de añadir.
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