Michel Houellebecq. (Foto: Philippe Matsas)
C iudad Juárez, Chihuahua. 4 de enero de 2019. (RanchoNEWS).- Si a cada época le corresponde una imagen que refleja su visión del mundo, nuestro tiempo -me temo- será recordado por los antidepresivos. La tristeza patológica no es un fenómeno marginal, sino una epidemia que cada vez se cobra más víctimas. Con una larga y dolorosa experiencia en los abismos de la depresión, Michel Houellebecq (Saint-Pierre, Isla de La Reunión, 1956) ha creado en su última novela un personaje que vive encadenado al Captorix, un antidepresivo de última generación que aumenta los niveles de serotonina en el cerebro. El Captorix no es un simple fármaco. Para Florent-Claude Labrouste, protagonista de Serotonina, constituye la última línea de defensa de una frágil cordura zarandeada por el fracaso sentimental, la impotencia sexual, las fantasías homicidas y las tentaciones suicidas. Con 46 años, Labrouste ha naufragado en todas sus aventuras. Sus romances siempre han acabado mal. A veces por culpa de sus infidelidades; otras, por la deslealtad de sus parejas. Nunca ha deseado tener hijos y su trabajo como experto en explotaciones agrícolas y ganaderas sólo le produce hastío y repugnancia. Disfruta de un buen sueldo y de una discreta herencia, pero su vida es un viaje hacia ninguna parte.
Labrouste se parece al Meursault de Camus. Es un hombre hueco, sin raíces ni creencias. No sigue ningún código ético, lo cual le permite ser testigo del abuso sexual de una menor sin intervenir, ni comunicárselo a las autoridades. No se respeta a sí mismo, ni a los demás. No conoce la autoestima, ni la compasión por el dolor ajeno. Sólo siente lástima de sí mismo. Misógino y egoísta, acaricia la idea de asesinar con un rifle de precisión a un niño de cuatro años, hijo de Camille, una de sus antiguas amantes, pero su nihilismo no es tan feroz como el de Meursault. Admite que sólo es «un gallina inconsistente», un pusilánime sin convicciones y con miedo al compromiso. Su credo se reduce a dos compulsiones: el placer sexual y la nicotina. No le importa nada más. Su frustración se ha disparado por la disfunción eréctil provocada por el Captorix. Sufre y quiere vengarse. Saber que su Mercedes 4 x 4 diésel contribuye al deterioro del ozono le produce una secreta satisfacción. Sabotear el reciclado de basura, mezclando deliberadamente vidrio, cartón y residuos orgánicos, no le resulta menos gratificante. Se enorgullece de su incivismo. La palabra «feminicidio» le inspira risa. Considera que suena a «insecticida o raticida». Cuando ve a una mujer, sólo se fija en sus zonas erógenas. No le inquieta ser obsceno. A fin de cuentas, vive en la época de la pornografía, donde la mujer sólo es carne, mercancía.
Una nota de Rafael Narbona para El Cultural
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