Rancho Las Voces: Literatura / Entrevista a Rosa Montero
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sábado, mayo 04, 2013

Literatura / Entrevista a Rosa Montero

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La escritora española. (Foto: Página/12)

C iudad Juárez, Chihuahua. 4 de mayo de 2013. (RanchoNEWS).- La escritora española explica cómo, para escribir su última novela, debió esperar un tiempo prudencial –cuatro años– desde el fallecimiento de su pareja. Por eso no es un libro sobre la muerte ni sobre el duelo, sino una exploración de la pérdida. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:

«Acarreamos a nuestros muertos subidos a nuestras espaldas.» La frase es del escritor israelí Amos Oz. Rosa Montero la repite en La ridícula idea de no volver a verte (Seix Barral), un artefacto bello y raro que repele las clasificaciones. Un texto más cercano a la autobiografía que al ensayo, a un diario intervenido con fragmentos de otro diario –el de Marie Curie–, con fotos y hashtags y el canto de una niña bajo una higuera que busca espantar a los pájaros y evitar que picoteen los higos. La maravillosa escena de la niña es un recuerdo de Pablo Lizcano, el marido de la narradora y periodista española, que murió hace cuatro años, en mayo de 2009, el hombre con el que estuvo en pareja más de veinte años. No es un libro sobre la muerte ni sobre el duelo, aunque sea una exploración de la pérdida y de esos pedazos de mundos que se llevan para siempre nuestros muertos. «Es extraño –se lee en una página del libro que presenta hoy en la Feria del Libro–: desde que murió no sólo echo de menos su presencia, seguir viviendo con él y verle envejecer, sino que también añoro su pasado. Las muchas vivencias que no conocí. Esta niñez, esta tarde de verano en un barquito. Querría beber, como un vampiro, todos sus momentos de felicidad».

«Éste es mi libro más autobiográfico, pero no cuento tanto de mí –aclara Montero a Página/12–. Soy más bien púdica. Algunos amigos me dijeron que debería haber hablado más. Yo creo que no. Está donde tiene que estar en cuanto a la distancia con mi propia realidad, porque tampoco quería hacer un libro testimonial. Hoy –por ayer– hace cuatro años de la muerte de mi pareja. El hecho de que hubiera pasado suficiente tiempo hizo que el libro no fuera testimonial, que pudiera hablar con distancia, a través de mi propio duelo, del duelo de todos. Que es un poco la misma distancia que tienes en las novelas, cuando los personajes hablan de emociones que te son cercanas, pero no hablas de tus emociones, sino de la de todos. Cuando Pablo murió, mis amigos me dijeron: ‘Escribe algo’. El típico diario de duelo, como el diario de Marie Curie. Yo siempre me negué porque no tengo relación con lo autobiográfico».

Le gusta leer libros autobiográficos pero no escribirlos...

Exacto, pero no sé por qué no me gusta escribir lo autobiográfico. Es una cuestión de temperamento íntimo. Salvo que seas muy bueno, como Conrad o Proust, creo que la narrativa que parte de lo autobiográfico es más estrecha. Si te quedas en lo personal, aunque eso que te haya sucedido sea enorme, empequeñeces el libro. Cuando el diario de Marie Curie me estalló en la cabeza, pude ponerme en contacto con todas esas palabras y reflexiones porque ya había pasado el suficiente tiempo y porque ya tenía esa distancia para poder hablar desde un punto de vista también colectivo.

En un momento plantea que el dolor es tan indecible que te arranca la palabra, te deja sin palabras. ¿Le pasó lo mismo a usted que es escritora y que tiene como uno de sus fundamentos existenciales la palabra?

Sí, totalmente. Te arranca la palabra literalmente, no puedes contar ni decir. ¿Qué vas a decir: ¡Qué pena siento!? No se lo puedes explicar a nadie. En eso se parece a la locura: te transporta a un lugar de soledad absoluto porque no puedes comunicarte. Está bien observado que siendo escritora el dolor me arrancó la palabra, cuando toda mi estrategia de vida ha sido la palabra. El dolor es muy radical...

Cualquier hallazgo, por pequeño que sea, es una conquista. Rosa está recibiendo un aluvión de cartas «espectaculares» en las que muchos lectores del libro se animan a contarle historias de sus propias pérdidas. «¡No son tristes, son preciosas! Y ahí me di cuenta de hasta qué punto necesitaban hablar de cosas que seguramente no han dicho nunca. He abierto una carpeta y las estoy juntando todas. A lo mejor estoy pensando publicarlas, pidiéndoles permiso, claro. Yo haría un prólogo simplemente, sin tocarlas. Son bellísimas, impresionantes», subraya la escritora.

A propósito de la belleza, es curioso que la muerte sea percibida como una anomalía y que del duelo no se hable.

De repente alguien está hablando conmigo y me pregunta: «¿Y tu pareja?» «Se murió», digo. «¡Ay, perdón!» me dicen y se llevan la mano a la boca, como si me lo hubieran recordado de mala manera, cuando lo recuerdo todo el tiempo. No han hecho nada. Lo ven como si yo estuviera en una nube, me lo recuerdan y me caigo... Tú vives con tus muertos; una vez que superas el dolor, es una vida placentera. Es estupendo tenerlos al lado. Es tan ridícula esa reacción, ¿no? No sólo no me duele que me lo recuerden, sino que no hace falta porque lo recuerdo perfectamente.

Qué difícil es cambiar el pacto con la muerte: se sabe que está ahí, pero se hace como si no existiera.

Es muy curioso, sí. Yo también he cometido muchas torpezas. Uno va aprendiendo. Yo también decía al principio: «Llora, llora, llora», cuando tú no quieres llorar porque estás agotada, cansada, en estado de shock. Lo que menos quieres es llorar. Y luego, a los dos meses, «venga, a salir, a la calle», que es cuando estás empezando a llorar y a recorrer el largo camino del duelo. Y hay que tomárselo con calma. El hecho de que sea muy largo no quiere decir que sea todo negro, porque la vida es tan maravillosa que incluso desde el primer momento de dolor te regala alegrías. No es que sea todo negro, sino que es largo para recolocar las cosas, para reinventarse; lleva un tiempo tremendo. Pero a los dos o tres meses, cuando estás empezando a llorar, no te lo permiten: «¡Ya, no llores más!». Yo también he cometido ese error. Este libro, para mí, habla de la vida y no de la muerte. Para hablar de la vida hay que hablar de la muerte. Para poder vivir la vida con plenitud hay que llegar a cierto acuerdo con la idea de la muerte. Si no, es imposible vivir bien.

En La ridícula idea de no volver a verte también aparece el tema de cómo se suele reprimir el dolor. Como si la sociedad tuviera que ser siempre feliz y gozosa.

Y no sólo se reprime el dolor, sino el malestar. Tú te asomas a la televisión, que es como el espejo de Blancanieves donde se mira la sociedad, y están todos los anuncios con familias felices, familias rubias con perros rubios y niños rubios saltando de alegría. Y la vida no es así, no hace falta más que mirar un poco alrededor. Dejando aparte que ojalá tengamos la menor cuota de dolor posible –no mitifico el dolor, eso de que el dolor enseña... enseña si no mata–, hay malestar, inquietud, rabia, frustración en la vida cotidiana. Hay que aprender a llevar el malestar. Ni siquiera el malestar admitimos.

¿Para vivir tenemos que narrarnos en un sentido amplio?

Ésta es una idea fundamental del libro. Somos narración, somos palabras en busca de un sentido. Nuestra memoria es un relato en construcción porque lo vamos cambiando. Y si nuestra memoria es una ficción, entonces nosotros también, porque nuestra identidad se basa en la memoria. Lo muestra esa historia que cuento sobre las estadísticas de la depresión, un estudio inmenso hecho por la OMS en 18 países y que demuestra que el hecho de estar separado o divorciado hace proclive a la depresión en doce países. Y sin embargo, el hecho de estar viudo no hace proclive a la depresión en ningún sitio. Es un dato absolutamente incomprensible...

El sentido común diría que es exactamente al revés.

Totalmente. Parece repugnar la razón. ¿Qué es lo que les falta a los divorciados? Lo único que les falta es una narración consoladora. Los viudos pueden hacer una narración consoladora; los divorciados, no. Y somos narración porque un montón de terapias, empezando por el psicoanálisis, se basan en la narración: cambias la narración y cambias la vida. Para una novelista es muy consolador saber que somos narración. Y que contribuyes a la narración colectiva también.

Hay una musiquita especial que tiene el libro. ¿Cómo encontró ese tono?

Siempre digo que no escoges las historias que cuentas, que ellas te cogen a ti. Lo primero que se me ocurre en una novela es lo que llamo el «huevecillo», el germen. Lo segundo es cómo suena, un sonido integral: si tiene tiempos largos o tiempos cortos, si tiene diálogos o no, si está en presente o en pasado; la voz narrativa. Es como una música que oyes. Y luego está esa capacidad para acercarse a ese sonido y plasmarlo. Hay que tener dominio del cepillo del carpintero para luego conseguir la pata torneada. Cuando ya eres mayor y has aprendido más, es más fácil. En mis últimos libros me acerco mucho más al sonido que en los primeros, cuando no lo conseguía y se me escapaba. Este libro me sonaba como un murmullo con alguien muy querido, en una esquina bonita de mi casa o de un jardín o de una montaña. Un murmullo íntimo y sereno.

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