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Escena de Dr. Strangeove. (Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 14 de octubre de 2014. (RanchoNEWS).- Cuentan que la primera vez que Ronald Reagan pisó la Casa Blanca preguntó por la Sala de la Guerra, esa sala oscura de límites indefinidos desde la que decidir el destino de la Humanidad. A su manera, la anécdota (démosla por buena) acierta a describir el alcance y efectividad de una bomba con la forma de una película tan extraña como Dr. Strangelove. O en la versión completa del título Dr. Strangelove o cómo aprendí a dejar de preocuparme y querer a la bomba. O, en su incomprensible, excesivamente original y muy pedestre traducción española, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Huelga decir que la famosa habitación del pánico en la que discurre parte de la cinta era una invención. Pero, por lo visto, muy real. Una nota de Luis Martínez para El Mundo:
También dicen que tras su estreno en enero de 1964, la inteligencia militar norteamericana no pudo por menos que cambiar los protocolos de seguridad. No queda claro si la razón era que la fidelidad con la que Stanley Kubrick, el director, reproducía su forma de proceder dejaba al descubierto importantísimos secretos de Estado o que, simplemente, esa misma fidelidad desnudaba la inapelable y vulgar ridiculez de todo esto. Y en el 'todo esto' cabe desde el oxímoron de inteligencia militar a la propia condición humana.
Sea como sea, la película que ahora cumple medio siglo fue capaz no sólo de radiografiar la angustia de un tiempo amenazado como nunca antes se había hecho sino que, ya que estamos, redefinió los límites de eso que el tiempo ha dado en llamar comedia. ¿Es acaso graciosa la completa destrucción del ser humano? Pues sí, sería la respuesta. De paso, a la altura de Trampa 22, de Joseph Heller, o Matadero 5, de Kurt Vonnegut, la película permanece como el tratado más fiel de la estupidez humana en tiempos de guerra. Para morirse de risa, en el más estricto sentido de los términos.
Paradoja irresoluble
Todo empezó en 1962, fue entonces cuando Kubrick decidió adquirir los derechos de Red alert, la novela de Peter George que, fiel a su época, imaginaba la no tan descabellada posibilidad de un conflicto nuclear. A un paso directamente del Apocalipsis. Ahora sabemos que estuvimos mucho más cerca incluso de lo que entonces se llegó a intuir en la ficción. El libro planteaba, tal y como se cuenta en la cinta, una paradoja necesariamente irresoluble: Y si uno de los bandos, pongamos la Unión Soviética, hubiera automatizado la respuesta a una posible agresión. Y si en el otro de los frentes un general loco o simplemente demasiado motivado decidiera atacar por su cuenta. Del bonito silogismo contrafáctico, sólo cabría entonces deducir el Armaguedón. Superadas una crisis universal, dos guerras mundiales y con el planeta en pleno desarrollo hacia la utopía keynesiana del bienestar socialdemocrático global, en el mejor momento, digamos, de la Historia, nunca antes se había estado tan cerca de la destrucción absoluta. ¿Cómo se quedan?
Años llevaba Kubrick obsesionado con el tema. Cuenta el director que desde hacía tiempo su biblioteca personal se había especializado en ese único argumento. «Lo que me interesa es que se trata del único problema social del que no es posible aprender absolutamente nada de la experiencia. Si algún día ocurre, quedará muy poco en el mundo de lo que se pueda extraer ninguna consecuencia. Probablemente no quedará tampoco nadie que pueda hacerlo», razonaba el cienasta en un artículo para justificar el origen de la película.
En ese mismo texto explicaba el juego de conflicto/interés mutuo que directamente le mantenía sin dormir. Imaginemos dos hombres que viajan en el mismo tren (y que no pueden comunicarse entre ellos) ante el siguiente problema: si los dos se bajan en la primera estación el primero recibirá diez dólares y el segundo tres; si los dos lo hacen en la segunda, al revés, el primero gana tres dólares y el primero, diez. Ahora bien, si se bajan en estaciones diferentes o juntos en alguna otra, nadie recibe nada. ¿Qué hacer? Aunque uno de los dos esté dispuesto a sacrificarse por el bien común, cabe la posibilidad de que el otro sufra el mismo arranque de altruismo. Conclusión: las posibilidades del pequeño (o gran) desastre por falta de entendimiento son inmensas. Y si en vez de un puñado de dólares lo que se juega es el futuro, así en general, el dilema adquiere la dimensión de lo inabarcable.
Y en esas estaba Kubrick cuando cayó en sus manos la novela de George. La casualidad, o el signo de los tiempos, quiso que a la vez Sidney Lumet planeara la producción de Punto límite sobre un argumento similar. Quién sabe si empujado por la necesidad de marcar distancias, el caso es que en ese mismo instante, el destino de lo que sería 'Strangelove' quedaría sellado: «La idea de hacer una comedia de pesadilla surgió casi cuando me senté a escribir el guión. Enseguida caí en la cuenta de que la única manera de no resultar grotesco era dejar de lado todo lo paradójico o absurdo de la historia. Pero, y esto es lo paradójico, la historia en sí, en su corazón, no es más que una absurda paradoja. ¿Cómo renunciar entonces a lo grotesco?». Y en ese momento, y en compañía de Terry Southern que no de Peter George (el escritor de la novela que acabaría por suicidarse) empezó a construirse el mayor, por atómico, atentado al sentido común que ha vivido la historia del cine.
Ya en la escena inicial sobre los revolucionarios a fuer de estilizados títulos de crédito de Pablo Ferro, algo no cuadra. Unos enormes B-52 'copulan' a los acordes quizá cándidos de 'Try a little tenderness' de Laurie Johnson. No es serio. Acto seguido, el General Ripper (en alusión al famoso destripador) anuncia su intención de poner en marcha el plan R y enviar así a sus machos mejor dotados, o superbombarderos, a exterminar a los responsables de su impotencia: «La mayor y más insidiosa arma de los comunistas: ¡El flúor!». Recuérdese, el personaje interpretado por Sterling Hayden está convencido de que sus problemas 'erectivos' son cosa de la amenaza comunista.
Para cuando aparezca el primero de los tres personajes a los que da vida Peter Sellers, el oficial británico Mandrake (esta vez la referencia es la planta vigorizante mandrágora), el tono y alcance de este drama paródico o esta sátira melodramática, como se quiera, quedará perfectamente delimitado entre el juego de nombres procaces (Buck Turgidson sería el General Turgente) y el terror íntimo que produce encerrar la peor de las tragedias imaginables en la vulgar banalidad de unos tipos demasiado parecidos a cualquiera.
Las crónicas registran (hay fotos de ello) que Peter Sellers, además del mentado oficial, del presidente de los Estados Unidos y del propio Dr. Strangelove estuvo también a punto de hacer de mayor King Kong, papel que recayó finalmente en Slim Pickens. El actor británico se quitó de en medio, para disgusto del director, por no verse capaz de reproducir el acento de Texas que exigía el piloto de marras, el que se precipita a su destino con su enorme falo, con perdón, destructor. La idea de que el mismo actor ocupara el lugar central de cada escenario en el que se desarrolla la película servía al objetivo de introducir un elemento de sospecha en un universo tan perfectamente realista que fue incluso capaz de engañar a un futuro presidente de la mayor potencia mundial. Si se quiere, la película reproduce el esquema de la segunda película del director, Atraco perfecto, donde la acción discurre en paralelo en varias localizaciones, pero introduciendo un nuevo elemento de tensión: la sospecha cierta de que todo puede explotar en cualquier momento. El miedo de los personajes es el nuestro; su demencia la de nuestro tiempo. Y así.
La simple posibilidad de la realidad cotidiana
Y ahí esta la clave y actualidad del proyecto. Parece que se trate de la Guerra Fría y, en realidad, estamos ante la perfecta reconstrucción del absurdo de todo, de la existencia en su más amplia y absurda 'absurdidad'. Y eso vale en cualquier época, circunstancia y situación estratégica. «La risa llega cuando recreas una situación que parece completamente ajena a cualquier amago de broma y, de repente, introduces en ella la simple posibilidad de la realidad cotidiana. Hablamos de un lugar sagrado como el Pentágono, en el que se está decidiendo el futuro de la Humanidad. Y en ese espacio, no hay más que hombres tan reales, absurdos y banales como cualesquiera otros. En el contraste, surge la comedia», razonaba Kubrick para aclarar el sentido de la primera comedia sin un solo 'gag' de la Historia; la primera sin maldita la gracia. Es más, la casi protocolaria escena de la batalla de tartazos fue suprimida precisamente para evitar la tentación de la simple farsa.
La aclaración la hacía el director en una conversación con el escritor Joseph Heller. En ese mismo diálogo salía a relucir el nombre de Harold Pinter. «Los personajes de sus obras son tipos atrapados en una pesadilla entre la realidad y los sueños. Y desarrollan extrañas ansiedades y obsesiones sobre la situaciones más ordinarias». Aquí es precisamente donde se define 'Strangelove'. Cada personaje se limita a atender a sus instintos más primarios porque ante una situación tan paradójica e irresoluble -la misma que sufrían los viajeros del tren de antes incapaces de decidir en qué estación bajarse-, cualquier comportamiento racional sobra, está de más. Es simplemente absurdo.
George C. Scott, como el general Buck Turgidson, atiende a sus instintos y aúlla de placer cuando, por fin, la bomba, como una bestia desbocada entre las piernas del piloto Kong, se desploma hacia el vacío. El mayor, quizá, de los vacíos posibles. De fondo, y de nuevo, el redoble de tambores de When Johnny comes marching home. A continuación, el Dr. Strangelove, la encarnación más cruel posible de Wernher von Braun, exclamará aquello de «Mein Führer! ¡Puedo caminar!». Surge su más profundo yo. De nuevo, no hay razonamiento, sólo instinto. Pero antes, el tullido a medio camino entre el hombre y la máquina se despachará ante la Humanidad con un pronóstico, éste sí racional: «Con una 'ratio' de diez mujeres por cada hombre, calculo que se alcanzará el presente producto nacional bruto en 20 años... es el momento de dejar de preocuparse por la bomba y aprender a amar la bomba». Para el final queda el Apocalipsis nuclear mientras se escucha cantar a Vera Lynn We'll meet again, don't know where, don't know when (Nos volveremos a encontrar, no sabemos dónde, no sabemos cuándo).
Kubrick quiso dar imagen a una paradoja. Y hacerla tan real que pareciera una broma. El preestreno de la película se tuvo que suspender. Ese día, el 22 de noviembre de 1963, era asesinado John Fitzgerald Kennedy. Tan absurdo, tan brutal, tan real, tan cómico. Por cierto, ¿alguien sabe dónde está la Sala de Guerra?
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