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Se cumple medio siglo de la aparición de un libro que hizo trizas la novela histórica: Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia. (Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 12 de octubre de 2014. (RanchoNEWS).- Jorge Ibargüengoitia estaba harto de la solemnidad que habitaba en torno a la historia y la literatura de su época. También estaba cansado de las complicaciones que enfrentaba cada montaje de sus obras de teatro. Así que optó por la narrativa y en 1964 publicó su primera novela. La tituló Los relámpagos de agosto y de inmediato obtuvo el Premio Casa de las Américas. Una nota de Juan Carlos Talavera para Excélsior:
Ahora este libro ha logrado sobrevivir medio siglo de su publicación, con más de 30 reimpresiones. Sin embargo, lo más importante de este libro, exponen Enrique Serna y Víctor Díaz Arciniega, está en sus virtudes: es una crítica cáustica de la Revolución Mexicana, una novela histórica paródica que maneja una eficacia oral en la escritura, está dotada de una trama irónica que desacraliza la historia, sin dejar de lado la parodia y su constante sorna por los caudillos que quieren un lugar en la historia.
En esa época, dice a Excélsior Víctor Díaz Arciniega (1952), la Revolución Mexicana acababa de celebrar su 50 aniversario, lo que para muchos era una especie de bodas de oro que se llenaron de un incienso redentor.
En ese momento, el autor guanajuatense descubrió en la mesita de novedades de alguna librería un curioso libro con 500 páginas que relataban las memorias del general Juan Gualberto Amaya, que con sus iniciales inspirara el nombre de José Guadalupe Arroyo, protagonista de la novela, para contar de una forma similar y patética su importancia como militar dentro de la Revolución. No cabe duda de que Ibargüengoitia leyó aquel libro y no salió de su asombro.
«Todavía hoy podríamos asomarnos a esas páginas y seguramente nos resultaría sorprendente que alguien se tomara, tan en serio, su lugar como protagonista de la historia, pero sobre todo con una nula capacidad autocrítica», añade el filólogo e investigador por la UAM Azcapotzalco.
Unos años antes, el escritor también pudo leer las transcripciones que Excélsior hizo del juicio realizado a Concepción Acevedo, conocida como la Madre Conchita, y a José de León Toral, acusados de fraguar el asesinato de Obregón.
Si se suman estos factores, Ibargüengoitia empezó a explorar el año de 1928 como una clave para algunos de sus trabajos, pues no sólo era una casualidad que fuera su año de nacimiento, sino que éste estaba marcado por el asesinato de Obregón, lo cual anunciaba el final del régimen de caudillos.
Todo esto generó un caldo de cultivo en la mente del escritor que favoreció su obra de teatro El atentado de 1963, Los relámpagos de agosto de 1964 y Maten al león de 1969.
El atentado, escribió Sergio Pitol, «es una farsa cuya trama se sitúa en 1928, trata del asesinato de Álvaro Obregón, después de reelegirse como presidente de la República; y la novela, en 1929, es, de algún modo, la continuación de esa historia».
Otro dato interesante de la novela es su título, pues ahora se sabe que el autor guanajuatense quiso sorprender al lector con un guiño sarcástico que tomó de un refrán ampliamente difundido en el Bajío, que dice a la letra: «Vienen como los relámpagos de agosto, pedorreando por el sur», recuerda el propio Pitol en uno de sus comentarios a la obra.
Pero ese dicho popular, cuenta Díaz Arciniega, era muy utilizado por los campesinos y se empleaba para decir que alguien la andaba pendejeando. «Evidentemente todos los personajes de Los relámpagos de agosto corresponden a esa expresión, y aunque sea un título cifrado por la connotación de su uso, queda claro que todos la andan pendejeando».
Así que cuando Ibargüengoitia empezó a escribir la novela, tuvo como referente inmediato las memorias de Juan Gualberto Amaya. Pero para distorsionarlas, añadió el conocimiento detallado y curioso de la historia que le aportaron las cronologías de Alfonso Taracena.
«Entonces se apoyó en los tomos de 1926 a 1928, leyó todas las páginas y fue sacando aquellos episodios que ocurrieron y están registrados en la prensa en los meses previos al asesinato de Obregón y durante los dos siguientes, donde aparecieron los episodios de la rebelión de Gonzalo Escobar», detalla Díaz Arciniega.
Pero hubo otro elemento paralelo que influyó en el autor guanajuatense para determinar el tono de su historia: la reciente publicación de los libros de texto gratuito, los cuales eran serios, solemnes y donde todo está hecho en función de los héroes que nos dieron patria. «Entonces era claro por qué Ibargüengoitia estaba hasta la coronilla de eso».
La cleptocracia
Sergio Pitol ha escrito que «la excelencia de Los relámpagos de agosto se debe en parte a una eficacia oral que se impregna en la escritura, y para eso el autor emplea un procedimiento natural en la historia de la novela, pero que pocas veces ha resultado tan satisfactorio como en este caso: Jorge Ibargüengoitia se transforma en un amanuense del general Arroyo, quien dicta sus ‘Memorias’.»
En el fondo, esta novela es una parodia de la rebelión escobarista, que capitaneó el general José Gonzalo Escobar, uno de los miembros del Consejo de Guerra que condenó a muerte a Felipe Ángeles por instrucciones de Carranza, detalla en entrevista el narrador y ensayista Enrique Serna (1959).
Dicho militar se levantó en armas durante el Maximato de Plutarco Elías Calles, mientras era presidente interino Emilio Portes Gil, «pero en esta novela lo que Ibargüengoitia hizo fue una parodia de los libros de memorias de generales de la Revolución que hasta los años 40 y 50 estaban muy de moda en México».
Sin embargo, considera que al autor «fue un novelista que escribió de menos a más, por lo que Los relámpagos de agosto no es la mejor de sus novelas y habría que ver hacia Las muertas de 1977 y Los pasos de López de 1982, que son mejores».
Lo destacable de esta novela, explica, es la introducción que realiza de un tono antisolemne e iconoclasta en la literatura mexicana. «Recuerda que en aquella época los autores mexicanos más destacados
—como Carlos Fuentes y Octavio Paz— eran señores terriblemente solemnes, que siempre decían frases para la posteridad. Esto es algo contra lo que Ibargüengoitia se rebeló y por eso trató de tomarse a broma esa tragedia que hasta cierto punto fue la Revolución Mexicana».
Y de paso, junto a La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, Los relámpagos de agosto cierra el ciclo de la ‘Novela de la Revolución’. «Porque son novelas escritas con una visión muy crítica, pues los autores estaban muy conscientes de que la Revolución había sido traicionada y se había convertido en un movimiento que formó una nueva élite, igualmente rapaz que la porfiriana», explica Serna.
Y aunque otras historias publicadas como Los de abajo, de Mariano Azuela, también tuvieron un tono crítico, el tono incisivo se maximizó con Fuentes e Ibargüengoitia.
¿Qué refleja el personaje José Guadalupe Arroyo de la idiosincrasia mexicana?, se le pregunta a Enrique Serna. «Como ocurre en las novelas satíricas, éste es el prototipo de la cleptocracia revolucionaria, es decir, de ese gobierno lleno de ladrones que forman una cleptocracia caricaturizada».
¿Qué tipo de humor manejaba el autor guanajuatense? «Me parece que siempre se mantuvo en un tono amable, sin decir groserías, porque no le gustaba la deformación esperpéntica de la realidad, es decir, practicaba un humor parecido al de Bernard Shaw, un humor inteligente, incisivo, sin llegar a los tonos muy ríspidos».
Y aclara que el autor nunca se consideró un humorista. «Él negó muchas veces ser un humorista. Más bien lo pienso como un escritor que no se comprometía emocionalmente con sus personajes, lo cual para los propósitos satíricos de esta novela, fue muy eficaz».
Por último, reconoce que una de las valías de Ibargüengoitia es que ha perdurado a lo largo del tiempo. «Sin duda, es un autor muy leído y estoy seguro de que es algo muy merecido porque fue un escritor que supo conectar con un público amplio, al emplear un lenguaje discreto y funcional para ocultarse detrás de sus historias».
Cabe comentar que con esta novela, el guanajuatense hizo algo parecido a lo que Cervantes con el Quijote y las novelas de caballería, sin olvidar que Pitol ha destacado en el alma de esta novela el aliento sofisticado de Evelyn Waugh, algunas caricaturas de tono cuartelario y escenas del primer cine cómico estadunidense.
Lo cierto es que con el paso del tiempo, esa primera novela ha crecido en esplendor, escribió, y se ha convertido en un relato perfecto, el más independiente de un género literario que a pesar de su rebeldía no salía de la esfera oficial.
«Con ella, el autor logró lo que jamás se había soñado entre nosotros: convertir la novela histórica, y la historia patria, y las figuras solemnes de la Revolución, en una farsa hilarante, en una bufonada donde los caudillos no puedan ya ser reverenciados, ni siquiera destetados», añadió.
Un divertimento
En su artículo Ibargüengoitia, el narrador y ensayista Hugo Hiriart, comenta que nadie podrá negar que la narrativa y el ensayo del autor, son superiores a su teatro.
Al respecto, Díaz Arciniega comenta que una de las mayores habilidades de Jorge Ibargüengoitia fue fundir distintas fuentes y palabras en un mismo estilo y lenguaje hasta el punto de no reconocerse.
¿Qué momento vivía la escritura del guanajuatense al crear esta novela?, se le pregunta a Díaz Arciniega. «En ese momento Ibargüengoitia ya tiene diez años activo, está participando en el quehacer cultural mexicano a través del teatro y ya se habían montado algunas de sus obras con poco o nulo éxito; sin embargo, ya tenía un lugar dentro de la actividad dramática de México».
¿El autor concibió el impacto de esta novela? «Pienso que Ibargüengoitia no percibió el alcance de su crítica. Él hizo un texto de circunstancia, quizá un poco interesado en el Premio Casa de las Américas, pero no tuvo la conciencia del impacto que tendría su novela; tengo la impresión de que la escribió como un divertimento.
«Por suerte, en la novela lo más grave tiene un episodio ridículo, lo más trascendente tiene un tropiezo ridículo. Y eso hace que todo sea un permanente juego de clímax y anticlímax entre lo dramático y lo ridículo de esta novela histórica-paródica, que incluye dosis de sentido del humor y una gran capacidad de sorna y crítica a través de la risa», concluye.
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