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Pósters en Cannes de Mad Max: Fury Road. (Foto: REUTERS)
C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de mayo de 2015. (RanchoNEWS).- El cine se resume en una carrera. Hacia el Oeste, hacia el límite, hacia la aventura. Unos vaqueros atraviesan Monument Valley a caballo perseguidos por un grupo de salvajes; un tren dibuja una línea de humo negro detrás del horizonte. «Eso es el western; eso es Buster Keaton», afirma el australiano George Miller con un convencimiento que abruma. Lo hace desde la terraza del célebre y exclusivo Hotel du Cap y, claro, no hay forma de llevarle la contraria. Y como prueba, el director persenta Mad Max: furia en la carretera. Básicamente, la película, convertida en la inauguración por accidente o en la inauguración después de la inauguración del festival de Cannes, es eso: un viaje en camión, en coche, en moto o en todo lo que ruge desde el vacío a la desesperación. Ida y vuelta. No hay más que eso. «El cine de acción es cine puro», añade Miller. Reporta desde Cannes Luis Martínez para El Mundo.
Insiste Miller que lo que ha hecho no es ni un remake ni una secuela. «Es simplemente una revisión de un universo que ha crecido hasta convertirse por su cuenta y sin que yo tenga nada que ver en casi una mitología. Han pasado tres décadas y el cine, los espectadores y la realidad son ahora diferentes. Y, sin embargo, la historia que propusimos en 1979 sigue siendo perfectamente actual. ¿De qué hablaba y habla ahora este Mad Max? De un universo con sus escasos recursos controlados por unos pocos. Si esto es el Apocalipsis, no se engañe: usted y yo vivimos en el Apocalipsis», dice y sonríe.
Probablemente, el argumento de las cuatro películas de Mad Max hasta la fecha quepa en una servilleta. Con toda probabilidad, el guión, con todos sus diálogos al completo debidamente anotados, no precise de más papel que de la otra cara de esa misma servilleta. Y, sin embargo, de pocas páginas tan bien escritas y brillantes puede presumir el cine fantástico.
George Miller ha conseguido en la serie que tiene en la cinta recién presentada su último hito completar la iconografía de un Armagedón extravagante, salvaje y único. Ahora, la idea del director de Babe, el cerdito valiente (sí, es él) consiste en condensar cada uno de los elementos de las tres películas con Mel Gibson como protagonista hasta alcanzar el precipitado perfecto, la fórmula magistral de aquel universo de ruido y furia. El gesto agrio y sucio de la película original se mezcla con la imaginería pop de la segunda entrega sin renunciar a la celebración casi infantil de la Cúpula del trueno.
El resultado es un western-punk de un rigor y amor por el detalle incontestables que devuelve al cine de acción la fiebre de lo real. Basta de efectos digitales. Es cine construido desde la coreografía interna de los cuerpos, los metales y los carburadores sucios; es cine que es a la vez hierro y carne. «No tengo nada en contra de los efectos generados por ordenador», matiza el cineasta. «Al revés, soy un tipo muy curioso con la tecnología. Me llevó siete años hacer hablar a un cerdo y que fuera creíble. Pero creo que determinado cine ha roto la sensación de realidad, de verosimilitud. Por muy fantástico y descabellado que sea un universo, tiene que resultar tan cercano como las imágenes del telediario. Lo que importa son los personajes y, eso es así desde Hitchcock», concluye.
Y, en efecto, a ello se aplica Furia en la carretera con una voluntad espartana entre la obsesión y el simple fanatismo. Cada plano en ella duele, irrita y, lo que importa, entusiasma. En la primera entrega, tan cerca de la serie B, todo quedaba a la vista. O esa era la sensación que se transmitía. En realidad, era el espectador el que construía el rostro verdadero del horror. Y de la fiebre. Para el recuerdo queda la elipsis, tan brutal como perfecta, en la que la pelota abandonada anunciaba la más trágica de las muertes, la más feroz de las venganzas.
Cuenta Miller que aquella película debe mucho a lo que vio siendo médico de urgencias en un hospital. «Un accidente de coche es algo espeluznante», dice. Ahora lo que importa, es otra cosa. «El cine siempre ha estado en evolución. No existe un sólo instante en toda su historia que no le haya sorprendido un invento: el sonido, el color, la rivalidad con la televisión, el cine estereoscópico... Ahora ha alcanzado una perfección nunca antes conseguida». Y en ese terreno se debate su película: en la perfecta sincronización del caos.
Por lo demás, si Gibson dio al hieratismo de su rostro la quietud infinita de la rabia, Tom Hardy y Charlize Theron aciertan a convertir su mutismo en el motor de todas las redenciones del mundo. «La película se empezó a gestar en 1999. Luego llegó la crisis y se tuvo que aplazar todo. Contar ahora con Mel Gibson era imposible. Le admiro como cineasta y me inquieta como el hombre que es en lucha constante con sus demonios. Somos grandes amigos», termina para, quizá, exorcizar malos pensamientos. Y dicho esto, se calla y mira el horizonte que ofrece la terraza del Hotel du Cap. Pasa un velero. Buena ruta.
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