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El equipo de Youth con Jane Fonda en el centro. (Foto: AFP)
C iudad Juárez, Chihuahua. 20 de mayo de 2015. (RanchoNEWS).- «La ligereza es una forma de perversión», se escucha en Youth (Juventud), la última película de Sorrentino y, por obligación, la continuación natural (o artificial, que más da) de La gran belleza. De nuevo, la descripción pautada del instante que precede al precipicio se convierte en el único argumento. Y otra vez, el director se esfuerza en dibujar el hueco que queda cuando ya no queda nada. No es tanto tristeza, como dolor; no es melancolía, es fiebre. Reporta desde Cannes Luis Martínez para El Mundo.
Carece sin duda del malestar lúcido de su precedente, de su necesidad de vacío, de su cansancio, de la magananimidad perezosa de ese gigante que fue Jep Gambardella (acuérdense), pero, con todo y con eso, la nueva propuesta del italiano acaba por ser, en su imperfección, en su grandilocuencia, en su profunda ridiculez... bellísima. Irritantemente bella, si se quiere. Youth vuelve a ser una de esas película que duelen, pero por dentro.
Michael Caine y Harvey Keitel son Fred y Mick, dos viejos que gastan uno de sus últimos veranos en una hotel alpino de Suiza. Estamos ante dos émulos de Settembrini y Naphta, los personajes que ordenan los rescoldos del siglo XX en La montaña mágica de Thomas Mann. El primero es un músico retirado. Le avala una vida de éxito que ahora, por fin y al fin, descubre perfectamente inútil. Con la mujer que se sacrificó por él y por cada uno de sus logros perdida en una enfermedad insondable, contempla en soledad el pasado como una herida de cenizas y barro. Su mayor logró, por el que será recordado siempre, fue la composición Simple songs y es en la ligera sencillez de su obra donde acaba por descubrir el vacío que le arrasa. «La ligereza es una forma de perversión», se repite.
A su lado, el personaje de Keitel es un hombre vitalista que se resiste a rendirse. Productor de cine, se ve capaz de volver a ser el que fue. Porque quiere, porque puede y, probablemente, porque no le queda más remedio. Atentos a la aparición de Jane Fonda como musa de otros tiempos. Digamos que en el imaginario común este último interpreta al sujeto de progreso que confía en el carácter de la vida, sin más, para imponerse al absurdo de todo esto. Settembrini fue el nombre que recibió en la novela de Mann. Frente a él, Naphta se deja arrastra por la certeza racional del absurdo de todo. Y así, hasta el más lúgubre y lúcido de los suicidios.
Y en el medio, que por eso el director es napolitano, la sospecha de que basta un instante de belleza para imaginar siquiera la posibilidad del sentido. ¿O era sólo placer? Dos viejos contemplando el cuerpo desnudo, joven y perfecto de una mujer resumen el mundo.
Paolo Sorrentino compone así una película de momentos. Lejos de la arquitectura perfecta, en su insultante barroquismo, de La gran belleza, el director se conforma con hacer que el espectador navegue por una pantalla que aspira a la textura de la carne. Fellini vive en la retina del director italiano transmutado en un icono pagano, en un santo sacrílego. Y Sorrentino se entrega a él con una fe que da en fanatismo.
Por supuesto, estamos delante de una película compuesta para irritar. Todo en ella es impostura, afectación y crisis. El mundo barroco es necesariamente así. El único discurso sensato y no vergonzante de la muerte consiste en morir. Por ello, cualquier intento de lo contrario lleva necesariamente al vicio de lo pomposo, de lo ridículo, de lo enfermo.
Sí, ¿y qué? El cine de Sorrentino molesta porque es perfectamente consciente del lugar que ocupa. Es machista, carnal, excesivo y tan irreflexivamente pueril que sólo admite a Maradona como digno de canonización. Y esto último no es una metáfora. Maradona posee su instante de gloria en Youth, porque, de alguna manera, toda la película habla de esa devoción, si se quiere malsana, por el misterio de lo inaprensible, por ese instante de lucidez, de gloria o de simple sexo que justifica casi todo. Gol. Hasta la más atrabiliaria de las existencias.
El resultado es, de nuevo, una película que a la vez es homenaje a la imposibilidad de hacer nada más que nada. Como el prínicipe Don Fabrizio o Marcello Rubini, como El gatopardo o el periodista de La dolce vita, Como Jep Gambardella, el cansancio no es una opción; es la única manera sensata de pisar la vida. Sólo el leve recuerdo de un instante de placer, de una simple canción, vale. No es la obra maestra que quería ser, pero la fiebre es la misma.
Por lo demás, la sección oficial regaló el más desconcertante y fallido trabajo de un gigante. El chino Jia Zhang-Ke, que cuenta sus películas anteriores por obras irrefutables (desde Naturaleza muerta a Un toque de violencia), compone ahora en Mountains may depart un melodrama más grande que la propia vida y, ya puestos, que el país más poblado del planeta. Inmenso. En sentido literal.
Quiere el director componer un fresco de la China actual que arranca en los años 90 y termina allá por el año 2025. En tres actos, los protagonistas describen el ascenso y caída de un semicontinente entero de la mano de la historia de una familia que a la vez es poema épico y herida. Si en las dos primeros actos el Zhang-ke gigante, a la vez realista y profundamene lírico, es reconocible en cada trazo, la película termina por cerrarse en falso con un último acto cerca de la farsa: mal interpretado, mal escrito... irreconocible en su desmedida pretensión.
Y así las cosas, quedaron dos películas que se atreven a todo y un Sorrentino camino de convertirse en el mejor director de lo futil, de lo agrio, de lo napolitano. La pereza es esto. Los precipicios. Hemos llegado.
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