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El intelectual chihuahuense. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 21 de mayo de 2015. (RanchoNEWS).- Hacia principios de la década de los ochenta, un grupo de interesados en la literatura publicábamos en la capital del estado una tan modesta como pretenciosa revistita cuyo título, Palabras Sin Arrugas, estaba tomado de André Bretón y había sido escogido por el fundador del grupo: Federico Urtaza. Con esa soberbia que sólo pueden tener los jóvenes, pensábamos que la literatura en Chihuahua nacía con nosotros y que todo lo que se había intentado con anterioridad era mera versificación bisoña, destinada a las bohemias y «salones» locales, que por aquel entonces todavía sobrevivían, casi como refugios, en algunos ambientes sociales de la ciudad.
Una tarde en la que me tomaba un café se me acercó un caballero de mediana edad que vestía sobriamente y me preguntó si podía sentarse a hablar un rato sobre poesía. Era Ramón Olvera Cobos, en cuyas manos había caído algún ejemplar de la revista y quien quería acercarse al grupo, por la razón que fuera. Bastante mayor que yo, me imaginé que iría a defender las poéticas neo-románticas, todavía en boga entre los integrantes de las bohemias provincianas. Para mi sorpresa, y mediante una estrategia dialógica que incluía un discreto interrogatorio, se dedicó a comentar a los mismos poetas que por aquel entonces leíamos los integrantes de la revista: Pablo Neruda, Octavio Paz, Javier Villaurrutia, Jaime Sabines, Vicente Huidobro y algunos otros más. Discreto, prudente y dotado de una rara capacidad para escuchar a sus interlocutores, Ramón Olvera Cobos era un hombre inteligente y bien informado, que a pesar de vivir en un ambiente en el que era sumamente difícil estar al día en asuntos culturales (faltaba una década para la irrupción del internet), se había formado, como poeta, en la modernidad. Y, sobre todo, era sumamente sensible, capaz de sorprenderse y dejarse llevar por la emoción. Y así nació una amistad que siempre ejercimos frente a una taza de café y en torno al tema de la poesía.
Pero no fue sino hasta algún tiempo después que tuve la oportunidad de leer uno de sus libros, Celeste Trigo. Yo trabajaba ya en el departamento de difusión cultural de la Universidad autónoma de Chihuahua y como parte de mis actividades laborales intenté formar una colección especializada en escritores de la región. Alguien, sabiendo del proyecto, se acercó y me ofreció un ejemplar del poemario de mi amigo, quien, congruente con su discreción o simplemente carente de ejemplares, nunca me había ofrecido ninguna muestra de su trabajo literario. Lo leí de corrido, en una sorpresa permanente, disfrutando cada poema.
Me impresionaron su limpidez y honestidad, pero, antes que nada, entendí de inmediato que el movimiento literario en Chihuahua era mucho más complejo de lo que hasta entonces yo me había imaginado, y que los antecedentes del movimiento poético en el estado incluían a escritores de considerable importancia, autores de obras dignas de ser tomadas en cuenta. Entre ellos, por supuesto, destacaba Olvera Cobos.
La poesía de Ramón Olvera Cobos es plenamente moderna: su relativa libertad formal, la filiación de su imaginería, así como la actitud del yo lírico provienen de las rupturas iniciadas a finales del Siglo XIX en Francia y consolidadas a partir de surgimiento de las vanguardias en el resto de Europa. Sin embargo, su discurso mantiene, a lo largo de su obra, una robusta fidelidad a la vida.
Se trata, en efecto, de una «poesía de la experiencia». A diferencia de lo que ocurría en las metrópolis culturales del país o entre los poetas que, desde las periferias, se insertaban en los circuitos críticos y editoriales del centro, Olvera Cobos utilizó siempre el verso para traducir, al lenguaje de la poesía, sus propios sentimientos y preocupaciones personales. Esto puede ser interpretado, por supuesto, como la reminiscencia de un romanticismo tardío, es decir, como una forma de tradicionalismo, típica, y entendible, en contextos sociales como el que se vivía en el Chihuahua de la primera mitad del siglo XX; después de todo, la poesía había sido un instrumento de esa naturaleza durante milenios. Pero también puede ser entendido como una forma de libertad, posibilitada, precisamente, por la lejanía de los centros de poder literario y sus modas y dictados. En este sentido, Ramón Olvera no estuvo solo. La gran mayoría de los poetas de su generación en Chihuahua adoptaron poéticas similares.
Procede aquí detenerse para entender el contexto cultural en el que vivió y escribió Olvera Cobos. Rubén Mejía ha explorado los movimientos literarios en el estado de Chihuahua y ha hecho ver, acertadamente, el hecho de que nuestros poetas pasaron de los lenguajes románticos (un tanto fósiles y carentes del carente del poder subversivo que el romanticismo tuvo en sus centros de origen) a los lenguajes vanguardistas, sin pasar por el modernismo.
Esta circunstancia, explicable, insisto, por el contexto social, dio origen a una poesía que no deja de mostrar rasgos de hibridación y eclecticismo. Sin embargo, y ya que en el ámbito del arte lo único que cuenta son la viabilidad y la energía de las obras, la precisa filiación o la relación de lo que se escribía en Chihuahua frente a lo que se estaba haciendo en el ámbito metropolitano no debe estorbarnos para apreciar y disfrutar la obra de poetas tales como Carlos Montemayor Uranga (padre del polígrafo Carlos Montemayor), Víctor Aldrete, Manuel Rocha y Chabre, Mario Arras, Solón Sabre, y por supuesto Ramón Olvera Cobos, quienes trabajaron sus obras literarias desde la década de los cuarenta hasta finales de los ochenta (Mario Arras, algo más joven, continua escribiendo hasta ahora) y a quienes Mejía menciona con el nombre de «El grupo de Parral». A estos habría que añadir el nombre de Natalia Gameros, Alfredo Jacob y quizá algunos otros quienes, siendo originarios de otras ciudades del estado, estuvieron cercanos a los anteriores en su estilística y su concepción de lo poético.
Por lo anterior, la noticia de materiales inéditos firmados por Ramón Olvera Cobos me entusiasma y me anima a emprender una relectura de sus aportaciones, sobre todo las relativas a este último libro, que ahora aparece bajo el nombre de Lunas desterradas. El material ha sido dividido (ignoro si esa fue la intención del autor) en dos partes que acusan entre ellas una tonalidad diferente. En la primera se advierte un acento triste y un tono crepuscular. Evidentemente fue escrita durante un periodo difícil de la vida del poeta. Su factura es sólida y emana una especial intensidad, como todo lo que escribió Olvera Cobos. La muerte parece asechar detrás de las palabras aunque el poeta, fiel a sus derroteros, luche por encontrar la luz y la belleza. Las cualidades del escritor, notables desde sus primeros libros –delicadeza, nitidez y un afinado sentido de la imagen–, siguen presentes. Frente a la depresión o el desencanto, el ser mismo se ahueca y sus contenidos pierden densidad. Las cosas son, pero no existen. Esta «duda de la existencia» recorre los versos y en algunos momentos se intensifica y estalla.
La segunda parte está conformada por una serie de poemas de una naturaleza mucho más solar y celebratoria. Los motivos centrales de la obra de Olvera Cobos –la campana, el trigo, la noria, las palomas, el trigo– reaparecen y se convierten, más que en concreciones de la belleza del mundo, en verdaderos símbolos de un proceso interior. En efecto, a lo largo de la escritura de Olvera Cobos es observable una búsqueda de la redención, pero no me refiero al ideal religioso que libera de la mancha o el pecado, sino al estado que nos permite vencer la desesperanza y la tristeza connaturales al mundo. Particularmente interesante resulta el símbolo de la campana: en la cultura occidental, y a partir de la expansión del cristianismo, la campana es asociada con el mensaje, la salvación, la alegría y el triunfo. También resalta la utilización de la espiga y el trigo como emblemas de lo terrestre, en su mejor manifestación, así como la vinculación de estas imágenes con la del cielo, relación que se hace patente en el título del que quizás sea el mejor libro de el poeta: Celeste trigo. La unión de la tierra y el cielo como se sabe, ha sido desde tiempos inmemoriales un símbolo de la fertilidad y la vida. En las antiguas culturas de México dicha metáfora (expresada ya sea por la unión cósmica de tipo sexual, o bien por la poderosa figura de Quetzalcoatl, la Serpiente-Quetzal) fue una de las simbolizaciones de la lluvia. En Olvera Cobos aparece –más en conexión con la simbología cristiana y quizá bajo la influencia de Pablo Neruda–, como arquetipo del alimento y, por lo tanto, de la vida.
La lectura de esta obra póstuma del poeta parralense funciona, en efecto, como un itinerario en la búsqueda por el sentido y la redención. En algunos de sus momentos no solo predomina el dolor, sino que las raíces de este último se hunden hasta desestructurar el ser y, casi, desarticular el yo poético: es difícil encontrar una causa o incluso un sujeto en lo vivido; incluso en los momentos en los que aparecen resquicios o remansos, estos carecen de densidad y se convierten en –para usar sus propias palabras– «sueños de los sueños». El escenario es la noche y el discurso del poeta parece perderse, en una inmensidad concéntrica que no ofrece ni siquiera las posibilidades del eco. El alma es quebradiza y el sentido del mundo se reduce a un débil latido que se apaga. Sin embargo la palabra opera como un instrumento de salvación y el lenguaje se convierte en una poderosa red para recuperar los asideros de la existencia. Ya he mencionado cuales son, en la obra de Olvera Cobos las imágenes con la que los nombra; pero además de ellas aparecen el agua, los peces, los ciruelos, las aves y las estrellas, es decir las innumerables y aparentemente contradictorias formas de la luz.
Hay una contención y una sobriedad evidentes en el discurso de Ramón Olvera Cobos, su estilo excluye siempre las estridencias y está hecho más bien de sutiles entramados y suturas invisibles. Esta parquedad se expresa con frecuencia justo al final de los poemas, que es donde otros escritores suelen caer en lo grandilocuente o lo rotundo . Hay una honestidad que permea toda su obra y que de pronto se hace concreta en la mención de las cosas elementales: la arcilla, el agua, la sal, el viento. Particularmente conmovedores resultan los poemas dedicados a su (entonces) todavía pequeño hijo. En ellos la voz poética se alza como el oráculo que anunciara una modesta pero noble profecía: la de que en el futuro la eterna voz de la poesía se materializara en la aparición de una voz nueva, para que así el antiguo poeta (el ancestral, inmemorial escribano) sobreviviera en el movimiento de los dedos que escriben y las palabras que siguen construyendo el eterno poema.
Ramón Olvera Cobos merecía sobradamente un reconocimiento que la vida le negó. Su obra, esencial y discreta, es un eslabón indispensable en el cada vez más importante movimiento poético del norte mexicano, que, como se ha dicho, es a su vez una pieza importante en la configuración del panorama poético nacional. Pero antes que nada es un logro en sí misma, una parte de nuestra herencia cultural que se deja admirar y disfrutar plenamente. Ojalá que estas espléndidas lunas desterradas contribuyan a recuperar la voz de este poeta secreto al que la adversidad condujo a emprender aquel antiguo ideal: la redención por la luz.
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