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A los 71, Catherine Deneuve hegemonizó miradas y flashes en la alfombra roja de la Croisette.
(Foto: AFP)
C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de mayo de 2015. (RanchoNEWS).- Prueba de la popularidad que ganó el semanario satírico Charlie Hebdo desde el terrible atentado que sufrió en enero pasado es que, a diferencia de años anteriores, ahora se lo puede ver –como Le Figaro, Nice Matin o Le Monde– en la primera línea de los kioscos de Cannes, una ciudad lo suficientemente conservadora como para que la revista antes hiriera los sentimientos de sus habitantes. Pero ya no parece ser el caso: ni siquiera su último número, que coincidió ayer con el inicio de una nueva edición del Festival de Cannes, y que ridiculiza de forma particularmente cruel a Catherine Deneuve, la gran dama del cine francés, quien como protagonista del film de apertura, La Tête haute, hegemonizó todas las miradas y los flashes en la alfombra roja. Reporta desde Cannes Luciano Monteagudo para Página/12.
Y es allí donde la retrata de manera grotesca la tapa de Charlie Hebdo, avanzando como un tanque por las escalinatas del Palais des Festivals, mientras se escucha una voz de alarma: «¡Paquete sospechoso en la Croisette!». Y uno de los pocos paparazzi que no huyeron dejando atrás sus cámaras y sus trípodes aclara a voz en cuello: «¡Falsa alarma, es Catherine Deneuve!»
Es verdad que Mme. Deneuve, por decirlo de manera elegante, ha ganado peso en los últimos años, pero no deja de ser un gesto de nobleza e independencia que a los 71 años finalmente se haya liberado de su carácter de esfinge y ya no esté tan pendiente de su figura y de su belleza, que la edad por cierto no ha mermado. A ese desacartonamiento ya había contribuido en parte Ella se va, la película anterior de la directora Emmanuelle Bercot, estrenada el año pasado en Buenos Aires, donde Deneuve interpretaba a una viuda que, de un día para el otro, abandonaba de golpe todos sus compromisos, empezando por su restaurante de provincia, y se largaba sin rumbo en un viejo Mercedes Benz destartalado a intentar encontrar algunas de las piezas perdidas de lo que hasta entonces había sido el rompecabezas de su vida. Allí la Deneuve ya jugaba un poco a la mujer que quizá querría ser, sin maquillaje, cuando alguna vez deje atrás los compromisos que la atan a su imagen y a las publicidades.
En La Tête haute –exhibida ayer fuera de concurso, en coincidencia con su estreno en toda Francia– Deneuve vuelve a salir gruesa y casi a cara lavada, en el papel de una jueza de menores que se empeña en rescatar del abandono y la delincuencia a un chico que parece haber nacido con la rabia a cuestas. Y con toda razón. Huérfano de padre, hijo de una madre adolescente que no sabe qué hacer con él, Malony (el debutante Rod Paradot) aparece en el juzgado de la Deneuve cuando tiene apenas 6 años. Y volverá una y otra vez a lo largo de su infancia y luego de su adolescencia, por todo tipo de agresiones y delitos, nunca demasiado graves, como para que se vea que el chico es difícil, pero que todo tiene solución si de parte de las instituciones hay trabajo y, por qué no, también amor.
Ese es el problema central de La Tête haute (La cabeza en alto), que con todas su buenas intenciones –de ésas con las que está empedrado el camino al infierno– termina siendo un film institucional, una demostración de que el Estado francés, pese a todas las dificultades, hace su tarea y cuida a su hijos, aunque provengan de las familias más problemáticas y desfavorecidas. Se dirá que no es el primer film francés en hacerlo (y salta el ejemplo reciente de Entre los muros, la película de Laurent Cantet que aquí mismo se llevó en 2008 la Palma de Oro, por su retrato coral de un conflictivo colegio secundario de extramuros), pero la película de Bercot es menos compleja y más patriotera, al punto de culminar no sólo con un frágil pero promisorio happy end sino también con un plano general del Palacio de Justicia, coronado por la bandera tricolor flameando al viento. En ese contexto, a la Deneuve, por sólida que sea su composición (como siempre lo es, por otra parte), sólo le falta calzarse el gorro frigio. Ya es mucho su peso simbólico –mucho más que los kilos que le adjudica Charlie Hebdo– como la figura icónica del cine francés en el mundo para que ahora también termine encarnando a la alegoría de la República, una suerte de nueva Marianne, la representación emblemática de la madre patria fogosa, nutricia y protectora.
Lejos de esos reduccionismos, el primer film en competencia oficial, Nuestra hermana pequeña, dirigido por el japonés Hirokazu Kore-eda, demostró ser otro de sus delicados retratos familiares, esos que le han ganado la fama –quizás excesiva e incluso equívoca– de ser el nuevo Ozu del cine de su país. Ganador del primer Bafici, allá por 1999, con su segundo largo, After Life, Koreeda fue adquiriendo film a film un lenguaje cada vez más clásico, que no tiene nada de académico por cierto. Como en sus dos últimos films estrenados en Buenos Aires, Un día en familia (2008) y De tal padre, tal hijo –ganador del Premio Especial del Jurado en Cannes 2013–, Koreeda vuelve a trabajar sobre el delicado entramado familiar y las difíciles relaciones entre padres, madres e hijos.
Con una diferencia esencial entre esos títulos y su nueva, gran película: aquí los progenitores están, si no ausentes (como en la que quizá sea su obra maestra, Nadie sabe, de 2004), al menos en un veladísimo segundo plano. Porque el centro está ocupado por tres hermanas ya adultas que descubren, en el entierro de su padre, a una nueva hermana adolescente, a la que adoptan de inmediato. Entre las cuatro, en la vieja casona familiar que adquiere el carácter de un quinto personaje, harán de Nuestra hermana pequeña un cálido, tierno gineceo, en el que el amor que se profesan no impide que cuestionen, gritando al viento si es necesario, todo aquello que tengan que objetarles a sus padres. Un primer punto alto para la competencia cannoise.
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