Vidriera de la parroquia de Daresbury en homenaje a Alicia en el país de las maravillas. (Foto: Carlos Fresnada)
C iudad Juárez, Chihuahua. 23 de mayo de 2015. (RanchoNEWS).- En una tarde dorada de julio de 1862, el profesor, matemático y diácono Charles Lutwidge Dodgson remontaba en barca en el Támesis, entre Oxford y Godstow, arropado a los remos por su amigo Robinson Duckworth y ante la mirada inquieta de tres niñas, Edith, Lorina y Alice Liddell, que se aburrían como tortugas contemplando las aguas del río. Reporta desde Daresbury Carlos Fresnada para El Mundo.
Fue Alice quien tiró de la lengua al esforzado Dodgson, y le pidió que inventara una de sus chifladas historias para hacer más llevadera la travesía de dos horas. El ocurrente remero pudo haber lanzado a la niña por la borda, para que saliera al encuentro de los seres increíbles que reposan en los lechos fluviales. Pero su imaginación le llevó hasta la verde orilla, por donde pasaba un conejo blanco vestido con un chaleco y musitando con impaciencia mientras miraba su reloj de bolsillo.
La niña no pudo reprimir la tentación y decidió seguir mentalmente al conejo, hasta caer atrapada en la madriguera. El remero confesó tiempo después que ni él mismo sabía lo que le esperaba en ese viaje vertiginoso hacia el subsuelo, donde la niña crecería y decrecería caprichosamente mientras bebía pócimas mágicas y le daba por mordiscos a una seta: «Bébeme», «Cómeme»...
El universo mágico de Alicia en el país de las maravillas se sigue expandiendo al cabo de 150 años de la publicación de un libro que Lewis Carroll (su 'alter ego' literario) escribió en principio para la pequeña musa que él mismo retrataría (también fue apasionado fotógrafo) con su mirada traviesa y su melena morena y corta.
Otra de las imágenes de los ventanales.
Poner orden y concierto (es un decir) al cuento que se le ocurrió en aquella aburridísima travesía por el Támesis. Ése fue su compromiso con Alicia, sin saber que al mismo tiempo se estaba comprometiendo con los lectores de todo el mundo, de su coetáneo Charles Darwin (que por aquellos tiempos hablaba de «las formas bellas y maravillosas de vida que luchan por la supervivencia») a la reina Victoria, lejanamente emparentada con la Reina de Corazones.
Casi todos los personajes de Las aventuras subterráneas de Alicia, que así se tituló en principio, estaban inspirados en personas de carne y hueso que los dos conocían. El caso es que el pacto secreto entre el profesor y la niña (incluido el retrato ovalado que le dedicó en la última página) quedó profanado cuando su amigo George MacDonald cayó también atrapado en la madriguera en la segunda página, sin considerar por un momento cómo iba a salir de allí.
El Conejo Blanco, el ratón cuenta-cuentos, el simpático Dodo, el Sombrerero, la Liebre de Marzo, el gato de Cheshire y la persistente Oruga Azul («¿Quién eres tú?») cobran luego vida propia gracias a las ilustraciones de John Tenniel en la primera edición que ve la luz en 1865, porque nada le revienta más a Alicia que los libros sin dibujos y sin diálogos, y por eso se quedó dormida, y por eso se pasa todo el tiempo haciendo equilibrios entre el sueño y la pesadilla, tal vez como fruto del láudano que tomaba el propio Lewis Carroll para combatir sus frecuentes migrañas.
¿Pedófilo?
Hay quienes han hecho una doble lectura del libro como Alicia en el país de las Psicopatías. Hay quienes siguen viendo una velada declaración de amor, sobre todo en el poema final («Aún así, todavía me atormenta»). Hay quienes explotan el mito de Carroll como un pedófilo reprimido, y nos remiten a las páginas de sus diarios, las que desaparecieron y las que llegaron hasta nuestros días, con pasajes reveladores como éste, en el que narra el pasaje a la pubertad de su añorada niña: «Alicia parece muy cambiada, y no a mejor precisamente... Posiblemente está pasando por la inusual y extraña fase de transición».
Otro de los mitos que rodean a Alicia es del supuesto afecto de Carroll por su hermana mayor, Lorina, que pudo ser la causa auténtica de su ruptura con la familia y con su padre, el reverendo Henry Liddell, que nunca más le volvería a confiar a sus hijas. Stuart Dodgson Collingwood, sobrino del autor, fue el primero en exculpar a su tío alegando que siempre tuvo alma de profesor, que tenía la rara habilidad de hacer que todo fuera divertido con sus juegos de lógico... Y que sentía tremendamente atraído por las «mentes inmaculadas de los niños, que siempre fueron su fuente de inspiración».
Los reyes de Corazones
Los niños, todo hay que decirlo, nunca fueron santo de su devoción. Carroll no ocultaba en sus diarios su predilección por las niñas, ni su obsesión por fotografiarlas ligeras de ropa o desnudas. Vuelve a pesar la sospecha (alimentada por un reciente documental de la BBC), y vuelven a escucharse voces como la de Hughes Lebailly, que nos invita a poner sus «inocentes» imágenes dentro del contexto del culto al niño en la era victoriana.
La relación entre Carroll y Alicia se sigue prestando a todo tipo de divagaciones y acertijos. Robert Douglas-Fairhurst, en su fascinante y reciente The story of Alice, va más lejos que nadie y recuerda como, en su imaginación, Alicia está condenada a seguir pequeña toda la vida y a no cumplir siquiera los ocho años, porque eso sería casi como perder la inocencia.
Cuando en 1871 se publica la secuela, A través del espejo, Alicia le confiesa a su amigo Humpty Dumpty que aún tiene siete años y medio. El tiempo, ya se sabe, no es una cosa que se pueda derrochar sino más bien una «persona», como dijo en su día el Sombrerero, con esa verdad inmutable que parece pesar sobre todo lo que vio y escuchó Alicia en ese mundo de miniatura, tan deudor del Wunderland del romanticismo alemán como de la irrupción del «subterráneo» londinense, que se inauguró por cierto por esas fechas.
Pero el micromundo de Lewis Carroll fue Oxford, y en el Puente de Folly arranca simbólicamente el delirio que nos transporta del mundo real al reino de la imaginación si límites, donde uno es capaz de pensar hasta seis cosas imposibles antes del desayuno y sentarse a una merienda de locos con la Liebre, el Sombrerero y un Lirón que toma un té insufrible. Y eso por no hablar de la partida inacabable de croquet con un flamenco a modo de mazo y unos erizos que hacen de pelotas pero intentan escaparse a toda costa.
Viaje a Daresbury
Para adentrarse aún mejor al universo de Alicia no hay nada como viajar al origen, a esa aldea de poco más de 200 habitantes que sigue casi tan intacta como hace 150 años: Daresbury. Allí nació y vivió hasta los 11 años (algunos más que Alicia) el propio Charles Lutwidge Dodgson, que ya a los 10 desarrolló el curioso hábito de escribir un diario.
Tartamudo y zurdo (tal vez por el intento de corregirle), imaginativo y frágil de salud, el pequeño Charles tuvo que codearse con 10 hermanos y corretear por los bancos de la Iglesia de todos los Santos, donde su padre ejercía de vicario. La casa familiar quedaba a dos kilómetros del pueblo, y a ella volvió antes del incendio que la destruyó, pertrechado con aparatosas cámaras fotográficas, para perpetuar en 1860 los recuerdos de su infancia y hacer de paso algunos retratos de sus paisanos lejanos (como Mary Cliffe y Phoebe Thomas).
«Hay quienes no quieren volver a los paisajes de su infancia, pero él regresó a tiempo y antes de concebir el que luego sería uno de los libros más populares del mundo», recuerda Myra Fye, voluntaria del Lewis Carroll Center, levantado hace apenas tres años en un ala de la iglesia con el esfuerzo y la imaginación de los apacibles vecinos de Daresbury, tan reacios a construir un Wonderland a costa de su hijo predilecto.
Daresbury tiene algo de encrucijada en medio del condado de Cheshire (como el gato) y a tiro de piedra de Manchester. El entorno industrial ruge en la lejanía, pero el lugar transmite una extraña paz, entre un paisaje de suaves colinas por el que uno imagina corriendo a los personajes predilectos de Carroll.
En 1932, coincidiendo con el centenario del nacimiento, el prodigioso universo subterráneo saltó a las cristaleras góticas gracias a un artista del vidrio local, Geoffrey Webb, que fiel al juego firmó la originalísima ventana con una tela de araña. Vista desde lejos, la escena parece exclusivamente religiosa, con la Anunciación en primer plano... Pero si nos fijamos a la izquierda veremos al ilustre hijo del vicario, vestido de diácono y flanqueado por una niña de melena rubia que no necesita presentaciones. Bajo ellos, en hilarante sucesión, están la Reina de Corazones, el ceñudo Sombrerero (con la etiqueta del precio del sombrero aún puesto) y finalmente el Conejo Blanco y Dodo, como si se persignaran ante el epitafio: «En memoria de Charles Lutwidge Dodgson, también conocido como Lewis Carroll».
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