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martes, marzo 07, 2017

Libros / « Glenn Gould. No, no soy en absoluto un excéntrico» de Bruno Monsaingeon

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Glenn Gould, durante una grabación de música de Bach. (Foto: Gordon Parks)

C iudad Juárez, Chihuahua. 6 de marzo de 2017. (RanchoNEWS).- ¿Qué no se ha dicho ya, bueno o malo, sobre Glenn Gould? Disponemos de sus grabaciones sonoras, de sus programas de televisión y de radio, y de una ingente cantidad de estudios sobre su vida y milagros. Buena parte de sus escritos, una selección de sus cartas, algunas conversaciones y una biografía han sido publicados en castellano por Turner y Global Rhythm. ¿Fueron suficientes todos esos textos para dejar claro que el mundo de Gould era mucho más intrincado pero también mucho más divertido de lo que se pensaba? No está claro. Acantilado nos ofrece ahora una estupenda traducción del tercero de los libros que Bruno Monsaingeon editó sobre Gould entre 1983 y 1986, Glenn Gould. No, no soy en absoluto un excéntrico. Tiene dos partes. La primera recoge entrevistas realizadas entre 1959 y 1980 dedicadas a temas musicales y biográficos, asuntos técnicos y existenciales. La segunda es una imaginaria conferencia de prensa de Gould con 10 periodistas, un ingenioso montaje realizado por el propio Monsaingeon dedicado a temas similares: compositores, e interpretación, concierto y grabación. En el prólogo de 2013 de este paciente francés que logró convivir con ese excéntrico que no se sentía nada excéntrico se lee: «El mayor peligro para aquel que intenta expresar su ideas más serias con humor es el de no ser creído» (p.27). Ramón del Castillo escribe para el suplemento Babelia de El País.

No se puede decir mejor. Si uno se toma en serio a Gould, tiene que estar dispuesto a tomarse con otro humor la música, y ahí empieza el lío, porque la música clásica, ya se sabe, ha desem­peñado muchas veces el papel que antes tenía la religión (los melómanos a veces parecen feligreses y hasta beatos). El humor de Gould resultó peligroso justo porque tenía algo de herejía. Después de todo —lo dijo una antropóloga— el bromista es un «místico menor». Gould fue un místico de ese orden y el libro de Monsaingeon quizás ayudará a acabar de entenderlo.

Hay que recordar que cuando Gould deja los escenarios y se encierra en los estudios está atacando dos dogmas musicales. El primero decía que la música en vivo proporciona una experiencia más intensa y espiritual que la música grabada. El segundo dogma afirmaba que la linealidad es una garantía de veracidad, o sea: la música fabricada cortando y pegando tomas, la música resultado del montaje en una mesa de sonido no es auténtica música. Gould pregonó justamente lo contrario: la música grabada y editada —dijo— es más espiritual y más verdadera que ninguna otra. ¿Herejía?

Algunos de sus críticos (incluidos los que le tenían cariño, como Yehudi Menuhin) pensaron que Gould renunciaba a toda trascendencia, cuando en realidad era un puritano en busca de una espiritualidad menos espectacular pero mucho más profunda. Monsaingeon, en cambio, lo entendió perfectamente desde el principio. Cuando contactó con Gould en los años setenta y empezó a colaborar con él, no dudó en manejar jerga pseudorreligiosa para defender las ideas del visionario canadiense. A través de libros y documentales realizados desde mediados de los setenta hasta el Hereafter de 2006, actúo, de hecho, como una especie de divulgador para público profano de su evangelio tecnológico.

Cuando Gould se lanzó a grabar como loco, el disco ya no era un testimonio de algo inefable, una copia aproximada de un original. La fonografía empezaba a ser un arte en sí mismo y el oyente no compraba un disco pensando que debía conformarse con un sucedáneo. Oír música por la radio o en un disco podía transformar su vida sin necesidad de visitar ningún templo sagrado de la música. Gould no era ningún excéntrico. Sabía muy bien lo que hacía cuando trató de controlar todo lo posible la producción y posproducción de una grabación. Lo divertido es que su modo de trabajo era inseparable de un montón de ideas que iban mucho más allá del fenómeno estrictamente musical. Su principio más divertido y profundo (la take-twoness) era toda una defensa de la repetición. Musicalmente, el principio significaba que una obra no es más auténtica si se interpreta de un tirón o si no se edita mucho en la mesa de sonido. Gould concebía sus interpretaciones negando las dos cosas, la linealidad y la irreversibilidad. Pensar hacia atrás (como un cangrejo —decía él—) no tiene nada de malo. La comunicación es mucho más importante que la naturalidad o la espontaneidad. Así que, si en aras de esa comunicación se repiten pasajes muchas veces y se mezclan las veces que haga falta hasta dar con un todo coherente, ¿qué tiene de malo la edición musical? Si el fin de la música es conmover al público, ¿por qué no se habría de usar un medio tan eficaz para llegar al fondo de su oído y de su alma? La gran excentricidad de Gould (si se quiere llamar así) era esa: estaba convencido de que la máxima intimidad e intensidad que se puede obtener con el oyente es fruto del artificio y no de la naturalidad. ¿Qué podría aducirse como prueba en su contra? ¿Que no vendió discos o, al revés, que vendió tantos porque engañaba a sus oyentes?


Glenn Gould en 1970. (Foto: Harold Whyte)

Gould no manipuló a nadie. Nunca tocó las versiones que se oyen en sus discos; esas interpretaciones no existen, son una pura invención, una ficción. Lo que oímos siempre es un montaje hecho de tomas empalmadas. Pero ahí no acaba el truco. Gould podía hacer dos tomas separadas por tres años de dos pianos diferentes, con distintas sonoridades, y luego simular con un ecualizador que eran el mismo piano. También podía grabar una pieza para piano usando distintos micrófonos, colocados a diferentes distancias, y luego mezclar con sus amigos ingenieros las ocho pistas (cuatro por canal) hasta crear distintos efectos sonoros (eco, zoom…), como en la increíble versión que hizo de la Sonata nº 5 de Scriabin. El material sonoro de los discos de Gould procedía de tantas vías y se sometía a tantas transformaciones que trastornaba las reglas del juego de la clásica. Su música no solo no era música en vivo, sino peor: era música retocada al extremo, editada una y otra vez. Era un montaje, ¿pero dejaba por eso de ser especial? Al contrario.

«Gould tenía mucho de ilusionista y gozaba de sus trucos, pero también albergaba las ilusiones de un puritano reformista. No sólo exigió más libertad para el intérprete. También llegó a soñar con una tecnología que permitiera al oyente manipular un disco tanto como su productor» (p. 203). Si algún sello discográfico fuera coherente con el evangelio de Gould, no vendería las dos versiones de las Variaciones Goldberg, como hizo Sony con el doble A State of Wonder, sino un disco descomunal con datos, un archivo lleno de tomas y descartes con el que los consumidores podrían componer distintas versiones cortando y pegando en casa. El propio Gould sabía que sus discos eran sólo una posibilidad entre otras, y cuando los oía volvía a alterar el volumen de su aparato reproductor para producir otra escucha diferente. ¿Excentricidades? Sí y no. Musicalmente, actuar así es de una coherencia absoluta. Sólo es reconocer que la escucha, por así decir, siempre sale del oído y no sólo entra por él. Psiquiátricamente puede llegar a ser peligroso, pero eso es otro tema: Gould llegó a consumar muchas de sus ideas estéticas, pero también se consumió a sí mismo en una espiral de variación imparable que tenía algo de diabólico. Desde luego que a veces se le iba la cabeza: usar la toma 6 para abrir y cerrar una fuga insertando entre medias la toma 8 no es un acto de locura, pero editar 143 veces, casi una por segundo, una intervención de 2 minutos y 43 segundos para un documental sobre Strauss… raya en ella.

Su conducta fue peculiar, sus hábitos bien raros, su vida entera un delirante viaje sin salir de casa, pero no fue un malogrado ni un infeliz, como muy bien dice Monsaingeon. «No creo que mi estilo de vida sea común, pero la diferencia no me disgusta, ya que mi estilo está bastante integrado con el tipo de trabajo que quiero hacer», afirma en una entrevista. Cuando se le reprochó la cantidad de injertos, manipulaciones y modificaciones que hacía en sus discos, su respuesta fue sencilla: si se hace en el cine, ¿por qué no se debería hacer en música? En el cine no se ruedan las escenas secuencialmente, sino según las necesidades del rodaje, y luego se montan: ¿por qué es un tabú hacer algo parecido en música? Si el cine encontró sus propias reglas al margen del teatro, ¿por qué la grabación no debería encontrar las suyas más allá del mundo del concierto?

El melómano, claro, diría justamente que ahí está el origen de todos los males. Si el cine mató al teatro, la grabación acabará matando al concierto. Gould, en cambio, antepuso los fines a los medios: gracias a la tecnología —proclamó una y otra vez—, la música llegaría finalmente hasta donde siempre soñó llegar. Como dijo en un pasaje cargado de ironía en una de las entrevistas editadas por Monsaingeon (p. 196), «la estética roza en realidad la teología», pues si el fin último de la música es algún tipo de éxtasis, entonces lo inmoral sería no aprovechar cualquier medio que conduzca a ese fin. «En materia de arte, el fin justifica todos los medios», dice en otro momento (p. 201). En otras palabras: Gould no negó que existiera el más allá; lo que en realidad quería es llegar hasta él por medios más directos.

Mientras no llegara el momento definitivo de su encuentro con lo desconocido, Gould no dejó de pensar en cómo llegar con su música hasta el fondo del alma humana. Desde luego se sentía más cómodo y creía más en la comunicación en diferido, dado que ésta deja mucho más margen de edición; si viviera hoy día, no usaría Skype, aunque podría mandar a sus amigos vídeos editados. Tampoco participaría en una videoconferencia como la simula Monsaingeon en el libro. Las tecnologías le encantaban, pero eso no significa que todas le sirvieran para lo que él buscaba: una comunicación sumamente controlada por sus participantes.


Detalle de las manos de Glenn Gould. (Foto: Peter Wipf) 

Viajar a través del espacio en forma de disco le tenía que agradar. Y de hecho lo hizo, pero no en la sonda espacial que menciona su apóstol francés en el libro. Monsaingeon afirma que el día que recibió la primera carta de Gould, el 2 de marzo de 1972, fue el mismo en que despegó la Pioneer 10 con un disco con grabaciones musicales que incluían a Bach interpretado por Gould. ¿Por qué dice eso Monsaingeon? ¿Otra broma, o un despiste provocado por un exceso de fervor? La Pioneer despegó ese día, es cierto, pero el disco preparado por Carl Sagan con la música de Gould y muchas otras muestras musicales no viajó al espacio sideral en esa sonda, sino en la Voyager, que despegó el 5 de septiembre de 1977 y que hoy día es el objeto fabricado por la humanidad más alejado de la Tierra.

Vaya en la sonda que vaya, la grabación de Gould es un mensaje en una botella con pocas probabilidades de entenderse. Si algún extraterrestre lograra descifrar las instrucciones y hacer sonar el dichoso disco (cosa casi imposible, como explicó Robin Maconie en La música como concepto), ¿por qué le debería llamar la atención esa versión de Gould del Preludio y fuga nº 1 en Do mayor del segundo libro de El clave bien temperado? Si pasara, quizás el mérito sería de Bach, más que de Gould, pero eso alegraría a Gould porque estaría desempeñando el papel que siempre buscó: el de mensajero, el de mero instrumento de un lenguaje que Bach creó para ser oído sin muchos aspavientos ni grandes gestos.

Lo divertido, pero también lo triste, es imaginar lo que habría hecho Gould si la sonda Voyager hubiera sido interceptada por los extraterrestres antes de su muerte en 1982. Quizás habría querido hablar con el marciano a solas, pero no es probable que participara en el encuentro colectivo con el marciano durante su aterrizaje en la Tierra. No se suele contar, pero Gould tuvo sueños recurrentes en los que aparecía solo en otro planeta. ¿Cómo y qué comunicaría a otros seres?, se preguntaba. El problema es que para él todos esos sueños siempre acababan mal: en todos aparecía otro terrícola que evidentemente podía ver las cosas de forma diferente a él y generar conflicto. Ciertas formas de autismo son así: amplían al máximo la imaginación, pero también generan distintos grados de reclusión. Las limitaciones de Gould como ser social, da igual cuáles, fueron compensadas con creces por su ingenio y tesón. Logró comunicarse maravillosamente con mucha gente y lo seguirá logrando mientras se sigan descubriendo sus discos, sus escritos, sus documentales y sus programas de radio. En realidad, la clave de su éxito con los oyentes (terrícolas o extraterrestres) no se basa en que deban tener tanta inteligencia como él, sino que lleguen a compartir su profundo y cósmico sentido del humor.

Glenn Gould: No, no soy en absoluto excéntrico. Bruno Monsaingeon. Traducción de Jorge Fernández Guerra. Acantilado, 2017. 280 páginas. 20 euros.

Ramón del Castillo es profesor de Filosofía y Estudios Culturales en la UNED


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