Sin titulo (asuntos de familia) Dr. Lakra. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 12 de marzo de 2017. (RanchoNEWS).-La Razón publica el texto de Guillermo Fadanelli sobre las expresiones del arte contemporáneo que en México suceden en un terreno confuso, marcado por las tendencias de un «mercado pueril» que reconoce o promueve —en función de su propia lógica, intereses y privilegios— la calidad o el estatus de un «artista». Más allá de «la satisfacción hedonista del poseedor o del espectador», este ensayo interroga el papel de la filosofía, el discurso del arte, la confluencia del autor, el crítico, el ensayista. «Un universo de vasos comunicantes» capaz de articular o cuestionar los sentidos y lecturas múltiples de las nuevas propuestas, en busca de su singularidad y complejidad, así como su potencia disruptiva y liberadora.
Que el concepto o denominación arte contemporáneo sea una de las expresiones más complejas y difíciles de desentrañar me parece una visión bastante extendida y compartida por los espectadores del arte desde cualquier altura. Contra Adorno, quien comenzara su libro Teoría estética (1969) anteponiendo la célebre sentencia: «Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente», hoy, cincuenta años después es posible afirmar que la confusión resulta todavía más obvia si tomamos en cuenta que dentro de ese territorio colmado de imágenes, símbolos y signos conocido como arte contemporáneo el texto o el libreto son herramientas comunes y, en buena medida, fundamentales para intentar explicar qué cosa es la que se nos muestra para ser juzgada o admirada en sus propósitos. El texto, el relato o la narración se ha transformado hoy en día en el esqueleto de la pieza artística.
Los artistas y sus críticos realizan concentrados y en muchos casos extravagantes esfuerzos literarios y filosóficos para determinar y fijar la obra en una red de coordenadas capaz de situar el objeto o de, por lo menos, bosquejar un espacio para su comprensión o interpretación. No voy a partir de ningún imperativo o frase afortunada para indagar en los terrenos de la estética, pero sí de una literatura que comprende al arte como expresión de la sensibilidad y de la cultura humanas. Para comenzar, sin dar demasiadas vueltas, yo creo que en muchas formas la filosofía es una rama de la literatura y que su método o sustancia expresiva es la conversación. De lo que se trata cuando se escribe o se hace filosofía, según Richard Rorty —y antes que él H-G. Gadamer; y antes Montaigne; (y así)—, es conversar e intentar que el lenguaje sea síntoma, lazo y vehículo de comprensión de las diferencias que se ofrecen entre los hablantes de diversas regiones en las que se considera al arte como una disciplina o un área identificada de la creación. Por región comprendo no sólo una porción geográfica singular del mundo conocido, sino también una cultura, un interés personal o una capacidad intelectual e imaginativa. Cuando se hace crítica de arte y se filosofa a partir de ella se crean centros de gravedad de sentido que no necesariamente nos develan una verdad absoluta sobre lo juzgado, pero que sí dan lugar a mapas de comprensión y de apropiación heterogéneos, complementarios o problemáticos.
Hoy, cada vez que se me invita a una exposición o exhibición de arte, me doy cuenta de que he perdido, relativamente, el interés por la novedad y por la enunciación acéfala de un contenido subjetivo, y también me percato de que he extraviado de alguna manera el ingrediente más importante que da vida y fortalece todo conocimiento: la curiosidad. No culpo a nadie de mi personal apatía, pero creo que la causa principal es que la avidez de novedades y la búsqueda desesperada de acomodo en un mercado pueril del arte propios de la actualidad desemboca en una vuelta de tuerca más, en una provocación más o menos esperada o predecible. También estoy cierto de que, abatido por el desgano y sin la curiosidad necesaria para conocer, no tiene sentido continuar participando en un juego cuyas reglas sociales y económicas se imponen sobre lo que podríamos llamar valores específicos, singulares y posibles de la obra de arte.
Denominación De Origen
Permítanme ahora plantear el relato de un artista contemporáneo común en nuestros días y cuyo quehacer se parece cada vez más al de sus compañeros de oficio (suponiendo, claro, que el hacedor de signos que utiliza la palabra arte para designar su trabajo tenga en verdad un oficio dentro de una comunidad que necesita su trabajo para sobrevivir o vivir mejor). Se trata de una persona que ha estudiado artes en alguna escuela o universidad, o que simplemente tomó el papel romántico del artista que convierte en arte y creación memorable todo lo que toca; o que simplemente ha creído que el arte es un medio ideal para expresarse; o que es poseído por un impulso creativo irrefrenable. A fin de cuentas, escribía un exaltado Schopenhauer: «El arte siempre alcanza su meta», aunque para ello deba sacrificar la idea. El artista o la persona que ahora describo decide crear una obra a partir de sus intuiciones; o siguiendo el ejemplo de otro artista; o convencido de alguna clase de rebeldía que debe exponerse; o declarando que su sufrimiento, alegría o su percepción del mundo merecen ser difundidas; o porque simplemente le ha parecido que existe un mercado en el que existe lugar para su trabajo y sus mercancías. Entonces el susodicho hacedor de signos se dispone a trabajar para exponer los resultados de su creación. Grita «¡Eureka!» en la plaza pública y se integra al conjunto de actores o representantes del arte. De inmediato encuentra, vía su experiencia, que por más importante, profunda, extravagante o creadora que sea su postura u obra tendrá que pasar antes por un conjunto de puertas, filtros o críticas para tomar un lugar y hacerse de un oficio que lo determine y que le permita ser llamado «artista». De lo contrario, sin esta denominación de origen, se encontrará perdido en el universo de las palabras y de las cosas, y su labor carecerá de distinción y será invisible e inútil: será un simple vino de mesa. Pasará como otro efecto superficial en la vida de su comunidad o de su «no comunidad», de su zoológico, o del mundo que lo rodea. ¿A qué clase de filtros deberá enfrentarse este pobre hombre? ¿A la crítica de los sabios o expertos? ¿A la aceptación de un grupo de espectadores? ¿A los especuladores del mercado que valuarán su obra de acuerdo a determinados intereses o tendencias axiológicas predominantes? ¿A la tradición representada por la historia que cuentan los académicos? ¿A los periodistas y voceros más importantes de los medios de comunicación? ¿A una cofradía? Es posible que se enfrente a todo ello, pero mezclado, indiscriminado y confuso.
Continuando con la historia de nuestro personaje, éste hallará un escollo o aliciente en aquello que desde hace varias décadas se conoce como posmodernidad, es decir a la duda de los relatos fundamentales de la historia del arte, de la verdad ontológica e incluso de la objetividad científica; a la disolución de los acuerdos trascendentales de la humanidad; a la expansión arbitraria de los signos como consecuencia de la aceleración del tiempo histórico; al frecuentado diagnóstico que promueve el fin de la modernidad y sus humanismos; a la cancelación de las ideologías como estandartes colectivos de una «verdad» que persigue un fin liberador; a la puesta en duda de la representación y de la relación sujeto-objeto. Es decir: a todo eso que puede describirse también como una renuncia a construir desde las raíces y a respetar los supuestos acuerdos históricos del conocimiento. ¿Qué hace entonces nuestro héroe?: Navegar y divagar por aguas difíciles y en medio de tormentas inesperadas; aparecer y desaparecer; mostrar y exponer los planos en lugar de las construcciones; llevar la filosofía, el relato crítico y la postura del artista hacia una posición insostenible y por ello contemporánea y válida como expresión de la confusión a la que nos ha llevado la necedad y costumbre de responder antes de fabricar o plantear bien las preguntas adecuadas («El pensamiento nace en la boca.» Tristan Tzara). Al artista que aquí describo como modelo de la actualidad un día le duele la pierna; o lee un párrafo de Baudelaire y se excita de tal modo que actúa en consecuencia; o se incomoda ante la injusticia social; o es presa de un desengaño amoroso; o posee obsesiones y perturbaciones que lo absorben; y es entonces cuando decide crear cosas o «conceptos» a partir de cualquiera de las afecciones nombradas y dependiendo de la consistencia u hospitalidad de su entorno, de sus relaciones sociales, de su poder económico o de sus bonos o valor en el mercado. Lo que le da significado y hace que esta persona sea denominada artista no es que sea creador de arte, sino que sea reconocido como tal por las instancias, grupos o entidades que gobiernan y distribuyen privilegios en tales lares. El gobierno de las bendiciones continúa en expansión.
La Construcción De Un Relato
He bosquejado, apenas, la silueta de un personaje del arte contemporáneo, pero lo que continúa intrigando a los espectadores que no somos expertos y a quienes aun siendo expertos poseen la capacidad de dudar —y de considerar que el discurso que sostiene y da vida al «arte» no es sólo una lógica o una apofántica— es el fenómeno de la explicación de la obra, de su acomodo o reacomodo en palabras y conceptos. La construcción de un relato que justifique el valor de una obra como conversación capaz de ser comprendida y compartida por otros continúa siendo una actividad desconcertante. Es obvio que la explicación de una obra cualquiera es también parte de ella misma; una de sus ramificaciones o efectos; una complementación o añadidura, una apostilla o, si se quiere, un estorbo mayúsculo. ¿Quién se da a la tarea de explicar la obra? Lo hacen los propios artistas, los críticos, los escritores o algún despistado que cree tener los hilos en la mano. De cualquier forma toda esta confusión nos lleva a preguntarnos si las obras no deberían evitar las palabras, los conceptos o las disquisiciones metafóricas, y nada más mostrarse. Sin embargo, una petición semejante nos pone del estricto lado del purismo romántico que a su vez nos dice: «lo que es... es.» Como si fuera posible evitar la interpretación, las reacciones personales o el gusto diverso con tal de que la pieza de arte se imponga al espectador y le ofrezca su verdad irrebatible, ajena a los vaivenes del lenguaje y fiel a sí misma. De ninguna manera creo yo que tal cosa pueda ser posible. Si en una exposición de arte hay explicaciones, historia hecha discurso, o consideraciones teóricas, entonces éstas declaraciones forman parte de las piezas u obra expuestas y deben valorarse como tales. No se me escapa el hecho de que en la historia del arte —si algo así es posible— del siglo veinte mexicano han existido críticos e historiadores de la preponderancia de Manuel Toussaint, Justino Fernández, Jorge Alberto Manrique, Raquel Tibol, Teresa del Conde, el escritor Olivier Debroise o el filósofo Jorge Juanes sólo por nombrar a quienes yo he leído y considero relevantes en el campo donde se lleva a cabo el relato de las tradiciones históricas y el comentario (más que por realizar amplias consideraciones filosóficas y generales del concepto del arte, o elaborar una preceptiva dogmática). Se me escapan, lo sé, algunos nombres, pero tampoco olvido a los escritores que leí hace décadas y que, desde su posición en la literatura, establecieron lazos y conversación con el arte de su tiempo; entre ellos Octavio Paz, Luis Cardoza y Aragón, y Juan García Ponce.
Ahora bien, ¿qué significa la explicación de una obra?: ¿Su develación? ¿La revelación de los mecanismos que la ponen a funcionar? O acaso meramente es la traducción de nuestro deseo de saber. Yo quisiera pensar que no existe la explicación única que agota la pluralidad de miradas y que tal explicación llega casi siempre tarde, como es costumbre en el arte que se ofrece y se determina por una voluntad creativa incontenible o azarosa; y pienso que ninguna retórica o crítica es capaz de recrear exhaustivamente todas las aristas de una expresión compleja que está allí justo para desaparecer como unidad, esencia, mensaje o verdad dirigida (arte contemporáneo de ánimo «conceptual»). Lo que tenemos a la vista, en cambio, son intentos de comprensión, de interpretación parcial y de diálogo titubeante. El crítico, tanto en arte como en literatura, es parte vital de la obra pese a que su papel sea efímero o perentorio. Cuando Richard Rorty afirma que la filosofía es sobre todo conversación libre de dominación jerárquica, abierta y alejada del racionalismo y de la idea de una verdad que todo lo comprende, nos pone en una situación en apariencia más cómoda o relativista, pero al mismo tiempo todavía más difícil de ser realizada por un espíritu dogmático. Y escribe: «El hecho de que las ideas tengan, efectivamente, consecuencias no significa que los filósofos posean una posición clave o reveladora.» Los dogmas sostenidos en relatos son casi todas las veces una anécdota personal y la manifestación de un gusto edificado a lo largo del tiempo y de la experiencia inevitable. («No existe el mal gusto sino la ausencia de gusto»: Gadamer).
¿Pero no es la función del filósofo aportar principios o fundamentos, diagnósticos teóricos profundos o una visión de conjunto? No lo sé, aunque creo que lo que hace el filósofo (llámese hermenéutico, estructuralista, pragmático, analítico o posmoderno) es literatura orientada en cierta dirección. Continúa Rorty:
«Cuando se me pregunta (lo que desafortunadamente ocurre a menudo) en qué consiste según mi parecer la misión o tarea de la filosofía, siempre me quedo sin palabras. En el mejor de los casos respondo, tartamudeando, que los profesores de filosofía tenemos conocimiento de una determinada tradición intelectual, del mismo modo que los químicos saben qué ocurre cuando se mezclan diversas sustancias.»
Me he extendido en la cita del filósofo pragmático estadunidense porque quiero mostrar que incluso para un pensador importante como Rorty las metas, propósitos definidos, o misiones dogmáticas de su quehacer filosófico son maleables y no se lanzan por la ventana en busca de una verdad comprensiva del todo. ¿Qué le queda a los críticos de arte o a los escritores entrometidos en este terreno sino aceptar su papel secundario de interpretadores pasajeros, y no el de asegurarse un papel de notoriedad distinguida o de autoridad unánime que designe qué obras poseen un sentido o un valor artístico y cuáles no? Sé que tales personas deben representar un papel semejante para participar de la vida en común y ejercer las posibilidades de nombrar el bien y el mal. Y ya.
El Mercado De Los Signos
La mayor aportación del crítico es ofrecer una interpretación sostenida en su conocimiento o capacidad metafórica y ofrecerla como una parte de la obra que critica o glosa. Yo creo que las disciplinas críticas y especulativas, creadoras de conceptos y de retóricas de la verdad, se mezclan con los relatos literarios, con las fábulas y con los más diversos lenguajes plásticos para, en conjunto o en clara disparidad, dar lugar a un hecho conceptual o argumentativo —sin que el argumento posea, por supuesto, ningún valor fundamental. Todo se relaciona con todo y esto sucede como consecuencia de que existe un universo de vasos comunicantes que el artista, el crítico de arte, un ensayista o cualquier creador de signos rescata a partir de una visión personal y única, excepcional, de ese todo complejo para entonces dar lugar a expresiones que continúan alimentando la experiencia y los cajones del conocimiento. ¿El arte posee una finalidad? Esta clase de preguntas, además de ser ampliamente retóricas dan lugar a discusiones estrafalarias que pueden llegar a las más extrañas conclusiones. Yo le dejaría las respuestas a los filósofos y me evitaría entrar en terrenos en donde el horizonte se oscurecerá hasta tornarme en un espectador ciego, una marioneta, un enredijo balbuceante o un hablador sin objeto. Pese a ello, todos tenemos derecho a responder de acuerdo a nuestra vivencia, experiencia, conocimiento o capacidad de especulación o asombro. Y no obstante las consideraciones anteriores lo que desde mi perspectiva representa un ardid interesado o una hipócrita locura es permitir que la especulación financiera, el mercado de los valores predominantes, los grupos de poder y el medio del arte organizado absorban y reduzcan toda expresión a una moneda en la que tales entidades fijan el valor de acuerdo a intereses muy bien ubicados o conocidos. Hacer arte no significa ya tan sólo producir cosas u objetos que puedan ser acumulados para apuntalar una economía o para la satisfacción hedonista del poseedor o del espectador. En contra de crear sólo cosas físicas o acumulables, el medio político del arte contemporáneo, el mercado de los signos y símbolos que se bautizan como artísticos, se colmó de palabras, conceptos, actitudes y un rosario de performances. Y entonces el zoológico creció, se multiplicó a grados obscenos y permitió que la confusión se instalara como atmósfera permanente y, además, fuera bienvenida como un acto de disgregación de los dogmas y de rebelión contra la historia e incluso contra los fenómenos de injusticia social.
Los andamios fundamentales o las estructuras epistemológicas; los soportes de racionalidad estética: la voz de los padres; la idea del valor trascendental se quebrantaron y se pusieron en entredicho no por un artista o un grupo de ellos, sino por una oleada salvaje e indiscriminada de rebeldes hechos en fábrica, de actores de la divagación y del oportunismo político, de payasos sin mayor sentido del humor. Tal es el fin de una tendencia global de transgresión asimilada: crear artistas desde cualquier instancia de poder, sea tomando como vehículo los circuitos universitarios del arte, las galerías más poderosas, la especulación crítica y financiera, o el asombro efímero sustentado en la ignorancia y el desconcierto del espectador. Por ello, el llamado artista contemporáneo deja que las palabras, teorías o explicaciones lo alienten o le sirvan de respaldo; las acepta como tributo o como tabla de salvación. Por otra parte, puede deshacerse de ellas si tiene los medios del poder a su alcance: él representa su propia crítica; él es la obra y sólo requiere de la divulgación adecuada. El desprecio por los conceptos universales (Wittgenstein); la crítica de los metarrelatos o mitos originales (Lyotard); la búsqueda de los arquetipos que desenmascaran el poder (Foucault); o las andanadas en contra de la metáfora (Derrida), pueden servir de aliciente o estímulo al artista contemporáneo a la hora de intentar comprender su propia obra; sin embargo, tal asunto sería en sí mismo un retruécano y un círculo vicioso: sustentamos lo que hacemos en una estética del vacío, pero pretendemos valer. De allí proviene todo el descrédito que tarde o temprano acosa a la creación de signos que se hacen pasar como artísticos. De allí también que los artistas esperen reconocimiento de las personas o instituciones a quienes ofenden y que hagan de la crisis del sentido y de la representación el pan de todos los días. Creo que André Glucksmann lo diría así: «Las mentalidades tristes que se complacen en las predicciones catastróficas diagnostican de prisa alguna fatalidad circunstancial: un agujero en la capa de ozono, la locura de los americanos, o una globalización que se vuelve satánica.» Bajo el pretexto de la crisis perpetua y de la experimentación interminable se edifica obra que ya no busca el asentimiento del espectador o la apertura de horizontes estéticos o morales, sino sólo persigue el crecimiento ciego por razón de la metástasis.
La Ilusión De La Obra Y La Tentación De La Máscara
Recuerdo que en mi juventud de continuo traspié leí el libro de Raymond Bayer, Historia de la estética (FCE, 1965), que llegó a mis manos por casualidad y lo que obtuve a través de esta lectura fue sólo un cierto conocimiento histórico de lo que llegó a considerarse bello o estético desde la época de Platón hasta los escritores rusos del siglo XIX, y de algunas tendencias de la estética del siglo XX. Lo que entonces no imaginaba o pasaba por mi mente era el efecto de la acción epistemológica y creativa de la interpretación, el desarraigo, la rebelión por sí misma o el hecho de que el arte no tiene por qué concentrarse sólo en un sistema explicativo y auto suficiente (la raíz Baumgarten). Tampoco sospechaba que el arte podía ser nada más un mito resguardado por un puñado de administradores o sacerdotes dogmáticos, o un manual histórico de tradiciones o de ideas de lo bello o de lo sublime, y que resultaba más adecuada a los tiempos actuales la noción de un arte como construcción activa y vital que fortalece al individuo, al espectador y al artista, incluso a través de una conciencia desgraciada, el infortunio o el suicidio de las formas representables. Un arte que fortalece al individuo como el ser incompleto que es, como teoría bípeda y como ser sensible a un mundo que es su extensión y contraparte, extensión y contenido. El arte contemporáneo es o simula ser pluralidad de ideas, pero también manipulación y desarraigo intelectual, es venta de chucherías «conceptuales» y engaños mayúsculos que provienen de la especulación y el arreglo de mercaderes, mas también construcción de sentido y símbolo, de expresión singular y de conversación.
¿Cómo juzgar entonces? ¿Cómo obtener algo en claro de esta miríada de expresiones que se entrelazan sin aparente sentido? El juicio a fin de cuentas es un cruce de caminos, un nudo, una aceptación del gusto propio y su puesta en marcha a través de las palabras. Durante los recientes veinticinco años yo he escrito desde mi condición de perpetuo amateur acerca de pintores y artistas con quienes, en la mayoría de los casos, he discutido y cultivado una amistad: Alfonso Mena; Estrella Carmona; Miguel Ángel Alamilla; Enrique Oroz; Daniel Guzmán; Rubén Ortiz; Teresa Margolles; Tercerunquinto; Miguel Calderón; Yoshua Okon; Jonathan Barbieri; y una decena más. He seguido también la obra de Artemio; Tania Candiani; Gabriel Orozco; Carlos Amorales; Joaquín Segura; Dr. Lakra; Abraham Cruzvillegas; Manuel Mathar y varios otros creadores de sentido y no sentido, y que en su mayoría son disruptivos, poseen un lenguaje complejo, propio o cultivado, y ofrecen un respiro en la sepultura que han cavado para nosotros —los espectadores comunes— la divagación teórica y la manipulación retórica del circuito del arte. Olvido nombrar a varios artistas más porque no tiene gracia hacer una lista medieval de mis predilecciones, gustos personales o accidentes históricos (ojalá fuera yo un Boecio o un Isidoro de Sevilla), sino es más conveniente en este escrito esbozar o bosquejar una imagen de eso que hoy en día llamamos arte conceptual o arte contemporáneo. En su novela-ensayo-mecanismo cuyo título es Marienbad eléctrico (2015), Enrique Vila-Matas escribió: «El arte es una de las formas más altas de la existencia, a condición de que el creador escape a una doble trampa: la ilusión de la obra de arte y la tentación de la máscara del artista. Ambas nos fosilizan, la primera porque hace de una pasión una prisión y la segunda porque convierte una libertad en una profesión.» ¿Cómo hemos llegado a levantar cárceles profesionales y mercantiles de hechos u objetos que tendrían que llamar al cultivo de la libertad del ser humano? Libertad que yo comprendo como posibilidad de pensar o de negar el mundo, como espejo de la intimidad, exilio de la brutalidad y no solamente como ausencia de obstáculos. En fin, espero que el enigma del arte no se degrade todavía más.
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