Rancho Las Voces: Textos / «Cartas a Henry 5» por Susana V. Sánchez.
La vigencia de Joan Manuel Serrat / 18

domingo, marzo 12, 2017

Textos / «Cartas a Henry 5» por Susana V. Sánchez.

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Henry James (Foto: Susana James)

C iudad Juárez, Chihuahua. 1° de marzo de 2017. (RanchoNEWS).- Continua Susana su dialogo epistolar con Henry, si usted llega por primera vez a esta correspondencia le sugerimos leer las primeras cartas en estos enlaces a continuación. Primera Entrega  Segunda Entrega Tercera Entrega Cuarta Entrega 

Martes 3 de septiembre del 2013

Hoy nos levantamos muy temprano porque, de la oficina de tu oncólogo y amigo, nos dieron una cita para hoy. Yo estaba echa un manojo de nervios, no quería que se me olvidara nada de los papeles que nos habían dado en el hospital de Dallas. Desde anoche te bañaste; mejor dicho te bañé porque ya tu debilidad es tan grande que no puedes bañarte por ti mismo. Doy gracias al cielo de que pudimos remodelar la casa hace algunos años y que nuestra ducha tiene el espacio suficiente para meter un banco ortopédico y también hay el lugar suficiente para que quepamos los dos con comodidad. Este banco ortopédico es el mismo que me compraste hace ya tantos años cuando yo tuve mi propio encuentro con la enfermedad y tuvieron que operarme de ese tumor que todos los médicos creían que era canceroso. Después de la operación quedé tan débil que me compraste ese banco ortopédico para que no tuviera que estar parada bañándome. Siempre lo conservé, a pesar de que me repuse relativamente rápido porque tanto tú como yo hemos sido personas de salud quebradiza. En realidad tú lo comenzaste a disfrutar hace mucho tiempo porque podías sentarte tranquilamente y afeitarte dentro de la ducha. Me agrada que te dieras estos pequeños placeres. Y ahora que lo tienes que usar por tu debilidad extrema, sentarte en este banco es algo muy cotidiano para ti; salvo que ahora yo también te acompaño a la hora del baño para ayudarte con estos menesteres que son tan privados. Me alegra poder hacerlo personalmente.

Tú, desde que eras joven, te has esforzado tanto para hacer por ti mismo todas las cosas que puede hacer cualquier hombre sano con toda facilidad; y que sin embargo, hay muchos que están impedidos para hacer cualquier cosa, ya no digas para emprender una tarea nueva o difícil, por simple falta de voluntad o franca desidia. Inclusive has puesto tal esmero en reparar las cosas que se iban descomponiendo en nuestra casa; ha sido un orgullo tan grande para ti poner todo tu empeño y tu esfuerzo en hacer cosas que para muchos hombres con su salud intacta hubieran sido facilísimas y, sin embargo, para ti estas cosas constituían esfuerzos muy considerables. Pero allí estaba presente siempre tu gran voluntad y tu perseverancia. Por otra parte, la herramienta maravillosa de tu inteligencia te permitía comprender y visualizar detalles que a mí se me hacían francamente imposibles de advertir. Pero no sabes lo que he disfrutado siendo tu ayudante, cuando se ha tratado de reparar la plomería, la electricidad, el enyesado y la pintura; o cuando hemos construido el cuarto para el boiler, cuando hemos pegado azulejo en los baños de las casas donde nos ha tocado vivir; en fin, al hacer las miles de cosas que tuvimos que reparar o construir para que nuestra casa funcionara como es debido. Me convertí en una muy eficiente chalana de albañilería, carpintería, aire acondicionado, instalación de cocinas integrales y, bueno de todo lo necesario; hasta de mecánica automotriz, cuando le teníamos que cambiar el aceite y las bujías o hacerle pequeñas reparaciones a los autos que tuvimos. Gracias por enseñarme tantas cosas en las que yo era francamente ignorante. No porque me hayan criado como princesa o señoritinga de sociedad, sino porque me crie en el campo y además fui hija de un señor, también muy inteligente, pero que no tenía ninguno de estos conocimientos y además no le gustaba hacer nada de eso en nuestra casa familiar.

Cuando mi mami, bastante molesta le pedía que hiciera cualquier reparación, mi papá le contestaba con mucha parsimonia mientras le mostraba las manos: ―Mira, éstas son las manos de un cirujano. ¡Yo qué las voy a andar metiendo en esos trabajos tan riesgosos para ellas! Contrata todo el personal que necesites. Y acto seguido se atacaba de risa. Mi mami le alegaba que los operarios de los pueblos donde vivíamos eran terriblemente incompetentes, que era muy difícil conseguir alguien que hiciera las cosas bien. Pero no lograba convencerlo de que él, siendo un médico tan educado, por lo menos los dirigiera en las tareas que era necesario llevar a cabo. Por fin ella se rendía y trataba de estudiar el asunto para poder dirigir a los trabajadores, pero ésa era una tarea por demás infructuosa. Los operarios de cualquier disciplina juzgaban que ellos, por ser hombres, sabían cosas que era imposible que supiera una mujer. ¡Pobre mamá! La vi miles de veces peleando con toda clase de trabajadores; tratando de convencerlos de que obedecieran sus instrucciones. Cuando yo era niña, ella era tan joven y tan hermosa que los rudos hombres de la Sierra la veían como a una loca cuando trataba de convencerlos de que hicieran las cosas de determinada manera. Esa educadísima señora capitalina, egresada de la Universidad Autónoma de México, chocaba una y otra vez contra el muro del machismo y de la más acendrada ignorancia y estupidez. Creo que por eso se propuso que nos fuéramos a las ciudades y nos convirtiéramos en profesionistas. ¡Madre querida! también nosotros, tus pequeños hijos ya nos habíamos convertido en unos verdaderos apaches. Tu lucha contra la barbarie era en todos los frentes. Mientras que tu compañero, un excelente médico, pero muy soñador y con la clásica educación hispana de caballero aristócrata no te ayudaba casi a nada. Y tú ¡empeñada en formarnos con tu exquisita cultura citadina de la capital de México! ¡Cómo he disfrutado, Henry de contarte todas estas cosas! ¡Nos hemos reído a carcajadas! recordando estas anécdotas de nuestras respectivas familias.

Cuando llegué a la edad adulta no sabía exactamente qué quería de un hombre, solo sabía que quería un compañero más comprometido conmigo de lo que fue mi padre con mi mamá. La segunda vez que te apareciste en mi vida, Henry, supe que la clase de compromiso que tú me ofrecías era la que yo deseaba de un compañero. Fuiste el único novio al que yo le podía hablar a la hora que se me ofreciera. Nunca entendí esas estúpidas costumbres de mi época en la que sólo los hombres tenían derecho a visitar a sus novias o a llamarlas por teléfono. O sea, ellos tenían derecho de conocernos en nuestras casas; en nuestra relación con nuestras familias; y de observar nuestra vida cotidiana. Pero, nosotras no teníamos ningún derecho de ir a sus casas y observar sus costumbres ni las de su familia. ¡Cuánta injusticia! Como si fuésemos reses en venta y los postores vinieran a observarnos el diente o las herraduras, cómo a los caballos. ¡Qué cómoda me sentí contigo, mi querido mejor amigo, a quien pude llamarle tantas veces hasta para comentar los detalles más insignificantes de la vida! Quien me invitó a su casa, con su familia tantas veces. A quien pude conocer en su propio ambiente y en su propio hogar. ¡Gracias amor mío por ser tan parejo y tan honesto conmigo! Por no ocultarme ni un solo ángulo de tu vida. Por mostrarte tal como eras. Ahora que soy una mujer vieja y que puedo ver en retrospectiva a la joven insegura, llena de temor, que era yo en ese tiempo más te agradezco tu sinceridad y tu entrega de hombre bueno. Nunca olvidaré ese último del año en que nos comprometimos; en que ya listos para irnos a celebrar, comenzaron a llegar todos tus amigos con sus esposas o sus parejas para felicitarte, sin saber que yo estaba visitándote. Tú me presentaste como tu prometida, e inmediatamente todo mundo me aceptó feliz de la vida y se hizo la fiesta allí mismo. Recuerdo que los que traían comidas o botanas o botellas de vino para sus respectivas fiestas los fueron a bajar de sus autos y en menos de media hora ya se había organizado un jolgorio en grande. A la media noche, después de los abrazos, hicimos un gran círculo y bailamos todos abrazados con la música de los Beatles. Es uno de los mejores recuerdos de mi vida. En ese momento supe cuánto deseaba casarme y formar una familia contigo.

Recuerdo cuando nos casamos y nos trasladamos a Juárez. Tú ya habías rentado la casa donde viviríamos. De hecho me hiciste que hiciera un viaje desde mi pequeña Cd. Madera, donde radicaba en ese momento con mi papá para que conociera la casa que habías escogido. ¡Me encantó todo! Tú estabas preocupado porque la casa estaba a espaldas de un gran hotel. Pero esa enorme barda del hotel fue una gran protección para el ruido de la avenida y solamente teníamos de vecinos a los de las otras casas aledañas a la nuestra y que estaban en la misma cuadra. Jamás tuvimos problemas de estacionamiento ni de que hubiera demasiada gente viviendo en la misma calle. La casa era nueva, pero tenía el problema de que no estaba completamente terminada. El drenaje de la cocina estaba toponeado con cemento, entonces no tenía fregadero. Igualmente, no tenía boiler ni equipo para aire acondicionado. Te pregunté un poco temerosa qué cómo podríamos habitarla con esos faltantes, pero tú me aseguraste que eran cosas bastante fáciles de arreglar. Yo, en ese momento, estaba tan ocupada con los preparativos para la boda que en realidad no le presté tanta atención a esos problemas prácticos. De algún modo, ya te tenía una gran confianza y sabía que podía confiar en tu palabra. Además, yo ya estaba acostumbrada a resolver muchos problemas domésticos. Hacía cinco años que mi mami había muerto y yo me había quedado en Madera a acompañar a mi papá y a hacerme cargo de la administración de la clínica y la farmacia que eran el negocio de nuestra familia. Ahora pienso en esos tiempos con tanta alegría. Fuiste tan convincente cuando me propusiste que nos casáramos, que los problemas prácticos de la vida me parecían problemas menores y de solución más bien fácil. Sin embargo, no estaba consciente de todo el conocimiento que tú tenías. Cuando nos instalamos por unas semanas en casa de tus papás, fue cuando me cayó de golpe el pensamiento de que necesitábamos arreglar muchos detalles importantes en nuestro hogar. Pero estaba tan deseosa de poner manos a la obra para comenzar esta nueva vida de casada que se me hacía bien emocionante ocuparnos personalmente en arreglar nuestra casa.

Lo primero que hiciste fue llevarme al mercado llamado de los Cerrajeros. Era un conjunto de comercios de toda clase de cosas usadas que se extendía por varias calles. Tú me dijiste que era el mejor lugar para comprar el aparato de aire acondicionado. Que para ahorrar un buen dinero podíamos comprar por lo pronto un equipo usado y que tú pensabas que nos duraría el tiempo suficiente mientras ahorrábamos para comprar uno nuevo. Yo por supuesto acepté encantada. Desde que llegamos a ese mercado, me parecieron fascinantes todos estos comercios con sus mercancías expuestas en la banqueta o hasta en medio de la calle. Ese mismo día compramos el aparato y también compraste algunas herramientas; entre ellas un taladro que dijiste que estaba en excelentes condiciones. Yo, hasta ese día no conocía tal herramienta. Además del taladro compraste algunos juegos de pinzas y otras herramientas diversas. Recuerdo que la operación se hizo en dólares. Fue la primera vez que me percaté hasta qué punto está dolarizada la economía de la frontera. También compraste cosas como cemento, un tipo de chapopote que sirve para impermeabilizar y algunas otras substancias. Al día siguiente recibimos el aparato.

Recuerdo que los dos nos subimos al techo de nuestra casa a recibirlo. Los hombres que lo llevaron, lo colocaron en el lugar correspondiente, te preguntaron si necesitabas instaladores y tú les contestaste que no y se fueron. Yo me quedé atónita, pensando cómo le harías para instalar ese, que a mí me parecía un armatoste tremendo, sin pies ni cabeza. Además ya me estaba mareando. Siempre he tenido vértigo de altura y estaba muy deseosa de bajarme del techo cuanto antes. Te dije con toda franqueza que no me sentía capaz de ayudarte con ese proyecto, pero tú me aseguraste que podías llevarlo a cabo tú solo. Y así fue. Durante algunas semanas, los dos nos íbamos desde temprano para comenzar el trabajo. Tú te subías al techo de inmediato, mientras yo me ocupaba de armar la casa. Yo me había traído algunos muebles que había comprado durante el tiempo que trabajé en la Cd. de México y sobre todo, durante los meses que duramos comprometidos, ya había comprado todos los enseres necesarios para instalar nuestra nueva casa. Además, desde antes de casarnos, tú me habías comprado en El Paso los muebles que necesitaríamos. No sabes lo feliz que me sentía de estarme acomodando en mi nuevo hogar y fundando mi propia familia.

Hoy, mientras manejaba para llevarte al centro médico donde labora tu oncólogo iba rememorando esos tiempos maravillosos de nuestros comienzos como pareja y como familia. Como siempre, me choca meterme a la autopista. Esas velocidades tremendas de las autopistas siempre me aterran. Pero hoy, especialmente, se me hacía una labor verdaderamente titánica manejar para llevarte a tu médico en medio de esta gravedad en que estás sumido. Llegamos y gracias a Dios nos recibieron más o menos pronto. El doctor, en cuanto te vio, quedó anonadado. Apenas te había visto la semana anterior para darnos toda la papelería y las instrucciones del viaje a Dallas y no pudo evitar una mirada llena de consternación. Nos estuvo interrogando sobre los detalles de la visita a los doctores del Instituto del Cáncer de Hígado, mientras ojeaba los papeles que habíamos traído de esa ciudad. Lo que me dejó petrificada es la forma en que te comenzó a tratar. Por ejemplo tú le hablaste de tu extrema fatiga y de unos moretones que te habían salido inexplicablemente y él te mintió deliberadamente diciéndote que seguramente se debían a que habías cargado los velices durante el viaje. Yo, en mi perplejidad, no me di cuenta que te estaba mintiendo deliberadamente y le informé que tú no habías cargado nada porque yo me había encargado de llevar y traer las maletas. Él sólo me dirigió una mirada de contrariedad. Entonces nos dijo que es necesario internarte y nos preguntó en cuál hospital deseamos que te interne. Tú le dijiste que quieres estar en el Hospital Sierra. El doctor llamó a su ayudante principal y le ordenó que trajeran una silla de ruedas para ti. El enfermero se apareció casi de inmediato con la silla y te ayudó a instalarte. El doctor me hizo una señal de que permaneciera en el consultorio. Cuando el enfermero salió contigo, me preguntó si estaba yo consciente de lo grave que tú ya estás. Yo afirmé con la cabeza. Ya no me sentí capaz de hablar. Me dijo que te habías agravado de una manera brutal en esos cuantos días que él te había dejado de ver. Me instruyó que te llevara directamente al hospital. También me dijo que allí ya me estarían esperando. Sólo pude preguntarle si ya debería de hablarle a tu familia. El afirmó con la cabeza.

Cuando salí al estacionamiento, ya el enfermero te había acomodado en el carro. Traté con todas mis fuerzas de dominar el llanto y me acomodé en el sitio del chofer. Por fortuna tu auto es pequeño y no teníamos tanto problema para acomodarte. Cuando arrancamos, tú comenzaste a manipular el radio, al que siempre traes en las estaciones de Rock pesado y música, para mí, extraña. Pero hoy cambiaste las estaciones a las que me gustan a mí y que son las que traigo sintonizadas en mi troka. Sentí que se me apretaba la garganta y el corazón. Era como si no fueras a usar tu carro nunca más. No puedo soportar tanto dolor. Comencé a conducir, pero no tomé la autopista. Tú me volteaste a ver muy divertido y me dijiste: ― Yo creía que íbamos a friweyar. Refiriéndote al así llamado freeway en inglés. Yo te contesté que no podía. Hice un gran esfuerzo para tragarme las lágrimas. Me tenía que concentrar en el camino. Cuando íbamos más o menos a la mitad me dijiste que querías ir primero a la casa, pero te veía tan mal que temí que te pudiera dar un colapso. Te pedí que fuéramos al hospital y que yo me encargaría de llevarte todas las cosas que pudieras necesitar. Tú asentiste y por fin llegamos al hospital. Allí me tropecé otra vez con la burocracia médica. Me estacioné en la medialuna que existe en estos centros hospitalarios para qué entraras directamente. Te pedí que me esperaras y entre a pedir una silla de ruedas. Me la proporcionaron, pero nadie salió a ayudarme a pesar de que les indiqué que venía a internarte. Fue un trabajo terrible ayudarte a salir del carro y acomodarte en la silla de ruedas. Ya alguien me había comentado que cuando una persona llega en muy malas condiciones a los hospitales, el personal tiene orden de no ayudar a las personas, a menos que ellas solas logren entrar al vestíbulo. Al estarlo experimentando no podía creer en tanta crueldad. Por fin entramos y tuve que llevarte a un lado de este salón de recepción para poder llevarme el carro y estacionarlo en algún lugar permitido. Cuando regresé, todavía tuvimos que ir a diferentes salones para que te hicieran las entrevistas de admisión. Por fortuna no fue tan largo todo y pudimos irnos al cuarto que te asignaron en la sala de oncología. Cuando te ayudé a quitarte tu ropa y por fin pudiste descansar en la cama, me sentí mucho más tranquila. Casi enseguida llegaron dos enfermeros para llevarte a radiología y hacerte los estudios que había ordenado el doctor. Mientras te hacían esos estudios me fui rápidamente a la casa para recoger las cosas que me habías pedido. Cuando regresé ya estabas otra vez en tu cuarto. Por fortuna, es un cuarto privado y podemos estar solos. Pero tú casi no tienes fuerzas ni siquiera para hablar. Christian, nuestro hijo, habló con tus hermanos y les explicó la situación. Ellos llegan mañana y eso me tranquiliza enormemente. Quiero que estés rodeado de tu familia, de todos tus afectos. Quiero que tengas mucha tranquilidad y mucha paz. Quisiera decirte mil cosas, pero no puedo. Quisiera que las cosas fueran como en las películas, en que la gente está rodeada de su familia y diciéndose cosas maravillosas. Pero la vida real no es así. Está llena de cojeras, de tonterías de desencuentros, de cosas mal dichas y de silencios cuando habríamos de decirnos lo más íntimo de nuestros pensamientos. Estoy paralizada por el dolor y por la incertidumbre.

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