Marcel Schwob en una imagen sin datar. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 24 de marzo de 2017. (RanchoNEWS).-Alianza reedita en bolsillo las cinco obras maestras del escritor francés, durante un tiempo olvidado. Padre espiritual de Borges, influyó en la obra de Gide, Faulkner, Tabucchi y Bolaño. El País publica el texto de Enrique Vila-Matas que celebra estas reediciones y sus nuevos alcances.
¿Qué pensaríamos de alguien que estuviera escribiendo, por ejemplo, la historia imaginaria de la literatura contemporánea? Pongamos que estuviera trabajando en una reconstrucción sarcástica y apasionada de los lugares, sueños, enfrentamientos y obsesiones de los escritores, los lectores, los traductores, los libreros, los editores o los críticos de todos estos últimos años y que los hubiera situado en un buque a la deriva. Pensaríamos que podría tratarse de un heredero más de Marcel Schwob (1867-1905) y de su mejor libro, Vidas imaginarias. ¿No dicen que la literatura se ha llenado últimamente de sucesores de Schwob?
Y pensar que hubo un tiempo en que este escritor estuvo olvidado. Se cuenta que allá por los años cuarenta sólo le conocían de verdad en Argentina, donde no había librería ni biblioteca ni sala de espera de un dentista que no tuviera un ejemplar de Vidas imaginarias. La culpa, claro, era de Borges, que en 1935 publicó Historia universal de la infamia, inscribiéndose en la estela del autor francés. Pero, 15 años antes, en el ámbito latinoamericano, Schwob ya había tenido como herederos a los mexicanos Alfonso Reyes y Julio Torri, tocados como él por la gracia — tan poco habitual en la época— de la brevedad y la capacidad de síntesis. En el genial y no muy conocido Torri, lo fugaz y lo inacabado eran formas de comprender el mundo. En cuanto a Reyes, ensayista esencial y maestro de Paz y de Pitol, la influencia de Vidas imaginarias se hizo palmaria al publicar en 1920 Retratos reales e imaginarios.
Así que puede hablarse, ha escrito Cristian Crusat, de una tradición literaria que, iniciada por un francés, se convirtió en latinoamericana por las intervenciones de primera hora de Reyes, Torri y Borges, para luego diversificarse por territorios literarios muy variados. Una lista selecta de sucesores de Schwob no podría olvidarse de cómo El libro de Monelle (1894) inspiró a André Gide. Y de cómo la estructura de La cruzada de los niños (1896) prefiguró Mientras agonizo, de William Faulkner. En cuanto a Vidas imaginarias, su sombra es alargada: Fleur Jaeggy, Juan Rodolfo Wilcock, Pierre Michon (Vidas minúsculas), Moisés Mori, Danilo Kiš, Antonio Tabucchi (su biografía breve de Antero de Quental en Dama de Porto Pim), Gérard Macé, Rodrigo Fresán (La parte soñada), Roberto Bolaño (La literatura nazi en América).
«Pero lean también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a Alfonso Reyes y de ahí a Borges», escribió Bolaño en uno de sus Consejos sobre el arte de escribir cuentos.
Nosotros —ociosos remeros del barco a la deriva— celebramos que, tras los años de olvido, Schwob regresara con fuerza tan inusitada. En nuestro país, por ejemplo, Páginas de Espuma reunió hace dos años los Cuentos completos, editados y traducidos por Mauro Armiño; no faltaban ahí, por supuesto, los relatos escritos entre 1891 y 1896, sus cinco breves obras maestras: Corazón doble, El rey de la máscara de oro, La cruzada de los niños, El libro de Monelle, Vidas imaginarias.
Ahora, aquellos cinco títulos de su inspirado «quinquenio increíble» reaparecen en forma de libros de bolsillo, en Alianza. Y esto de algún modo facilita aún más el seguimiento de las huellas de su influencia en la literatura de hoy. Nosotros las seguimos, como si quisiéramos que se hiciera realidad lo que apuntara Borges: que en todas partes del mundo hay devotos de Schwob que componen mínimas sociedades secretas.
«Escribió deliberadamente para los happy few, para los menos», apuntó Borges también. Y lo cierto es que esa minoría somos nosotros y tendemos a ser multitud. Nos gusta evocarle joven, en plena «conmoción imaginativa» al descubrir en un ferrocarril la prosa de Stevenson. Porque, dicho sea de paso y casi susurrado, Schwob desciende del escritor escocés. Algunos años después del momento epifánico, intactos todavía los efectos de aquella decisiva conmoción, Schwob contó el instante: se había llevado La isla del tesoro para un largo viaje en tren hacia el sur y había empezado su lectura bajo la temblorosa luz de una lámpara de ferrocarril. La aurora meridional teñía de rojo las ventanillas del vagón cuando despertó del sueño del libro, como Jim Hawkins tras el graznido del loro, y vio que tenía ante sus ojos a John Silver y una botella de ron, y que todo flotaba en el viento marino. «Entonces supe que había sucumbido al poder de un nuevo creador de literatura», escribiría Schwob.
Al evocar hoy esta escena de lectura y hechizo, a medio camino entre la lámpara, el sueño y el libro, nos apena ser conscientes de que emociones de este rango van camino de ser sucesos del pasado, y nos preguntamos por cuánto tiempo aún podrán seguir transmitiéndose. ¿La respuesta? Habrá que buscarla en la aurora meridional.
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