Rubem Fonseca. (Foto: revistadorsia.com)
C iudad Juárez, Chihuahua. 8 de mayo de 2020. (RanchoNEWS).- De qué se alimentarán los malditos que, contra todo pronóstico, resultan tan longevos.
Bukowski murió a los 79. Burroughs a los 97. Vallejo sigue vivo.
Hace unos días, a los 94, partió pa’l otro barrio Rubem Fonseca. Ese barrio que supo intuir como nadie. Ese que vislumbro en su obra, a través de los deseos de personajes que andaban por la vida con las ganas de sacarse las tripas y enseñárselas a cualquiera. Su obsesión por la muerte trasciende el mero existencialismo. Es producto de su paso por la policía. En la ficción, las series de televisión y en la vida misma, el tema favorito de los agentes de la ley es el crimen.
Fonseca estaba obsesionado con el crimen. Y fue precisamente su experiencia como comisario lo que lo volvió un narrador excepcional. Cuántos escritores se sienten atraídos por ser miembros de los cuerpos del orden. Casi ninguno. Burroughs, que fue sheriff, y unos pocos más. Cuando Fonseca llegó a las letras ya llevaba una ventaja. Había experimentado esos bajos fondos no como un turista, un habitual o de incógnito: como el enemigo. El hombre al que había que burlar. Pero Fonseca no estaba ahí de servicio. Estaba para desdoblarse. Y ese quizá es un mayor mérito: demostrar que el bien siempre hace algún daño. Y que el mal en ocasiones es un bálsamo.
El texto de Carlos Velázquez es de su columna El corrido del eterno retorno del suplemento El Cultural de La Razón
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