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El esscritor argentino. (Foto: Carolina Camps)
C iudad Juárez, Chihuahua, 3 de octubre 2011. (RanchoNEWS).- Las páginas de un libro que anuncia una ortopedia emocional podrían resultar un fiasco o rubricar un hallazgo, el batacazo ramificado vía la ironía. El autor comienza objetando el fanatismo por Diego Maradona y la argentinidad. Depende quién y cómo aterrice al voleo sobre esas líneas, asentirá o discrepará. Si la curiosidad es obstinada y le permite avanzar, se encontrará con unos textos que, aunque no contienen un seguro a largo plazo, conforman un mapa provisorio de lecturas, preferencias y exploraciones varias de un poeta y narrador de la ahora cuestionada «poesía de los ’90», que se considera más lector que escritor. «Si alguien compra el libro buscando autoayuda, se suicida», bromea Fabián Casas sobre Breves apuntes de autoayuda (Santiago Arcos), una recopilación de ensayos en los que rescata desde «la tensión emocional» de los poemas de Francisco Madariaga, pasando por las historias «terribles, apasionantes o mecánicas y repetitivas, pero siempre con una cualidad innata para mantener el equilibro» de John Maxwell Coetzee, «un cinturón negro de la literatura»; o ese «pedazo de dolor» que significan las novelas de Cormac McCarthy; y escalando por los mejores poemas de Sylvia Plath, «siempre puestos en estado de pregunta». Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
Casas también tantea la prosa de Roberto Bolaño, que se «convierte en voluntad»; repasa amigos claves como Juan Desiderio y Daniel García Helder; reivindica los ensayos de Charlie Feiling, las novelas de Orhan Pamuk; la «maravillosa música» de la voz de Ricardo Zelarayán; los poemas de Joaquín Giannuzzi, que «reflejan la mediocridad dramática y a veces hilarante de nuestros días mortales». Y a Fogwill, «un escritor que no bendecía a los que escribían como él». Estos ensayos, plantea el escritor, se rebelan contra el hecho de ser obligado a decir con certezas. «Es más bien un libro de incertidumbre, que va al tuntún, y que espero que trabaje en contra de los lugares comunes, como las fiestas de casamientos, que tienen plato caliente, baile, plato frío... y ¡hasta la locura del novio es un clisé!», subraya Casas a Página/12.
«El gordismo es una forma de vida. Surge del fanatismo por Diego Maradona y se afianza y crece a medida que el protagonista central tiene vicisitudes que lo mantienen entre la vida y la muerte», se lee en las primeras líneas del ensayo que abre el libro. «El gordismo practica un sincretismo desaforado: es peronista, guevarista, menemista, capitalista, anticlerical, religioso, médium, esotérico, cabalista y todo lo que se ponga por delante. Los pobres practican el gordismo cuando la única utopía que les queda es poder dar una vuelta olímpica. Y las clases medias practican el gordismo cuando lo único que les importa –caiga quien caiga– es que no les toquen el culo, el cable y sus ahorros. El gordismo, de esta manera, es conservador». Casas –lo sabe– se mete con un tópico peliagudo. «Cuando un país va a la guerra y estás en contra, te sentís desdichado porque no podés tener contacto con tus amigos más íntimos», explica. «A mí me pasó cuando jugamos el Mundial. Maradona representa la argentinidad, la estupidez de reivindicarte sólo porque sos argentino, como si fuera sinónimo de valores extraordinarios. Todo esto me molestaba profundamente y empecé a identificar esa especie de virus que es el gordismo: gente que se cree superior a otro. Maradona es un jugador extraordinario, quiero aclarar que no tengo rechazo hacia él sino hacia lo que produce, hacia su culto mezclado con la argentinidad, que para mí es horrible. Yo escuché el himno nacional cuando copamos Malvinas, donde murió un montón de gente. Pero también lo escuché el día en que mi mamá me dijo: ‘No te despertés, no vamos al colegio’, porque está Videla, Massera y Agosti, el día del golpe. El himno nacional significa lo peor; no puedo identificarlo como algo positivo».
¿Tampoco hoy?
Sí, porque me quedó marcado de chico. De la misma manera que cuando un ser querido no llega y tarda, me angustio mucho de una manera atávica porque mi primo estuvo en Ezeiza, fue a recibir a Perón, y esa noche no volvió a casa y las noticias que se escuchaban eran terribles. Las canciones o la música que representa un país son más mixturadas. Un país interesante está cruzado por otras culturas, otras tradiciones más mestizas.
¿Se podría interpretar que hay una tentativa de mestizaje diferente de la oposición Borges-Arlt al incluir, irónicamente, a Girondo en uno de los ensayos?
Sí. Siempre creí que la dicotomía Borges-Arlt es limitadora, tanto cuando se piensa la obra de Borges como la de Arlt. Me resulta más interesante cruzar las dos obras y ver qué se produce, porque para mí la literatura es colectiva, nunca es individual. Un país que tiene un solo escritor o poeta es una cultura pobre. Por suerte tenemos muchos escritores y poetas, cada uno diferente, criticando y expandiendo la obra del otro. También está la dicotomía Fogwill-Piglia, que no sirve para nada. Lo que está bueno es que existan los dos; igual en los estantes de las bibliotecas se resuelve todo. Yo los tengo a los dos: uno al lado del otro, Piglia y Fogwill como en la fila de un jardín de infantes; ahí no se pueden pelear. Hay algunos escritores que cultivan un germen imperialista, la tendencia a creer que la única forma de ver la literatura es la que tienen ellos. Pero no se dan cuenta de que está el otro, el que viene a trabajar, a hacerte crecer y escribir de otra manera.
Como fue Daniel García Helder, ¿no?
Sí, fue inspirador para mí y para muchos otros poetas de mi generación. Siempre necesitás que alguien tenga una cabeza más grande, que haya leído y metabolizado mejor, para que te ordene y te haga crecer. Y eso fue Helder para nosotros en poesía. Yo utilizo la imagen del taller mecánico porque le llevabas a Helder un poema, se tiraba abajo del poema y te lo sacaba funcionando. Siempre sabía algo más; son esas mentes brillantes fundamentales. Por suerte yo fui un privilegiado en encontrarme con esas mentes. (Juan) Gelman, (José Luis) Mangieri, García Helder, (Leónidas) Lamborghini, (Joaquín) Giannuzzi fueron importantísimos.
Con García Helder trabajó sus poemas de «Oda», que creía que eran lo mejor que había escrito después de un período depresivo, y Helder demostró...
Que era lo menos de lo menos... Qué bueno tener alguien así que te dice: ‘No flaco, esto no’; es una práctica que trasciende la literatura: que no te mande a cazar un oso con la escopeta sin balas. Eso para mí fue Helder. Y Fogwill también. Como me formé con mis amigos de la revista 18 Whiskies, cuando nos criticábamos los poemas, éramos muy duros. No había nada personal; era un trabajo a favor de la poesía.
¿Se perdió esa práctica de cuestionar el poema del otro?
No sé, no estoy al tanto. Pero creo que tenemos que volver a la privacidad. Hay un exceso de protagonismo, de mostrarse. Muchas veces los chicos que escriben poesía la suben a un blog y como en el momento en que están escribiendo reciben la respuesta se nota que se escribe para la tribuna. Para mí es mejor trabajar mucho tiempo y después mostrar. Pero hay algo que trasciende a los blogs y es la necesidad de ser visibles. Yo puedo dar una o dos notas, apoyar los libros que salen, pero cuando estoy por la calle no me conoce nadie. La cuestión de ser visible está en uno.
¿Cómo sería esa cuestión de ser o no ser visible?
Uno se quiere volver visible si quiere ser visible; no te hacés visible de la noche a la mañana. El otro día me encontré a Skay en Plaza Italia; estaba en una esquina, sentado tomando un café. Y le dije: «Skay, vos tenés un don: no te conoce nadie». ¿Por qué Skay es invisible y el Indio es visible? Porque uno quiere ser invisible y el otro no; los dos estaban en el escenario, ¿no? Tiene que ver con la actitud en la vida.
El microambiente de cualquier actividad, especialmente las artísticas, suele generar una supuesta visibilidad que es más virtual o endogámica que real.
Totalmente; y suponen que la gente me conoce por la calle. Yo viajo en el subte y no me conoce nadie. Mis libros circulan y eso me gusta. Yo publico para que me lean. No es que tengo un rollo romántico y no me gusta publicar. Pero soy más lector que escritor, me encanta leer. Nunca tuve apuro por escribir y publicar, ahora empecé a publicar un montón de cosas, pero que escribí a lo largo de muchos años. Después de este libro no hay nada...
Antes de los ensayos de Breves apuntes de autoayuda estuvo Horla City, el libro que reunió toda la poesía publicada por Casas desde 1990 hasta 2010. A los cuatro meses, la primera edición de 3000 ejemplares se agotó. «Hubo gente que dudó de que se hubiera vendido. Tampoco es tanto, pero parecía raro para un libro de poemas. Yo no tenía ninguna expectativa de que se pudiera agotar. No vendí 15 mil o 20 mil, no es que escribí Harry Potter», aclara. El año pasado, los poetas Julián Axat y Juan Aiub, que publicaron la antología Si Hamlet duda le daremos muerte, guillotinaron un ejemplar de la poesía reunida de Casas. «Me parece triste guillotinar un libro. Ellos supuestamente argumentaron que estaban hartos de que la poesía la comandara alguien, que en este caso sería yo para ellos. No creo que sea productivo ni un gesto interesante».
En uno de los prólogos de Si Hamlet duda le daremos muerte, Emiliano Bustos cuestiona la poesía de los ’90 a partir de una frase: «Les vendimos papel picado».
Ah, pero yo no dije esa frase. ¿Pero qué me parece ese prólogo y esa actitud? Uno de los problemas es tomarse en serio; los gestos se vuelven densos. Hay que escribir y que te defienda el poema. Fue muy importante que durante quince años no me diera bola nadie; eso fue central, una especie de bendición, porque trabajé con mis amigos de la 18 Whiskies yendo a buscar a los poetas más grandes que me gustaban. Que nadie me diera bola, ni dijera que era el poeta más importante o interesante o cosas por el estilo, fue sanador.
Pero así como siempre está implícito el hecho de «matar a los padres», quizá para las generaciones que siguieron, los «poetas de los ’90» sean los padres a quienes hay que cuestionar.
Di dos veces talleres de escritura y una de las cosas que les marqué es que tenían que trabajar en contra de la retórica de la poesía de los ‘90. Los poemas que leí estaban saturados de esa retórica. Siempre un escritor tiene que trabajar en contra de su habilidad. Yo empezaba a leer los poemas que llevaron y me encontraba con (Juan) Desiderios, (Martín) Gambarottas, (Laura) Wittner, (Daniel) Durans, (Martín) Rodríguez, (Fernanda) Lagunas... Trabajen en contra de esto –les dije–; hay que liquidar los ‘90. En mi obra reunida que guillotinaron hay un verso que no lo leyeron y que dice algo así como ahora que pusieron en venta la poesía de los ‘90; un verso en broma, que juega a trabajar en contra de lo establecido. Uno de los poetas que más admiro es Martín Gambarotta. Si mañana me dicen que sale un libro de Gambarotta, yo hago la cola como los chicos que van a buscar un Harry Potter. Gambarotta está trabajando en contra de la poesía de los ‘90 desde que empezó, pero él está catalogado como poeta de los ‘90. Hay que pensar que la poesía de los ‘90 es algo que nos dijeron que éramos pero que no sabíamos que éramos; surgió después. Si los poemas de esa antología son geniales, me parece bien que hayan guillotinado mi libro. No me importa nada. Pero lo que leí me pareció una involución.
En ese prólogo de Bustos se explicita también un cuestionamiento desde lo político, como si los poetas de los ’90 hubieran participado de cierta forma de «menemismo» en la poesía.
Habría que pensar bien esto... Ahora parece que el menemismo vino del espacio exterior, ¿no?, como lo planteo en el ensayo sobre Ricardo Fort. Nadie fue menemista y nadie se benefició del menemismo. ¿Qué buen poema no es político, aunque hable de cualquier cosa? ¿Alberto Girri no es político? Durante mucho tiempo se lo criticaba a Girri porque no se lo entendía. ¿Por qué se tiene que entender? Si la poesía trabaja precisamente en contra de que se entienda todo. Los poemas de Girri para mí son tremendamente políticos; su obra es monumental, extraordinaria. Girri, claro, es de derecha. Quizá haya algo infantil en pensar que la derecha escribe mal y la izquierda escribe bien. Para mí es casi al revés: la derecha escribe mejor que la izquierda, que muchas veces intenta ser muy pedagógica. A excepción de (George) Orwell, que es genial.
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