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El escritor chileno. (Foto: Archivo)
C
iudad Juárez, Chihuahua. 19 de octubre de 2013. (RanchoNEWS).- Una obra trasciende el horizonte imaginado por su creador cuando siembra interrogantes incómodos y explora los itinerarios de personajes que se atreven a romper con las circunstancias dramáticas de su tiempo. Como la memorable Paulina Salas de La muerte y la doncella y su imperiosa necesidad de justicia –exacerbada a través del cruce fortuito con el presunto torturador que la violó hace más de diez años–, durante la cruda y dolorosa transición chilena a la democracia. Esta excepcional pieza teatral escrita en 1990 y filmada por Roman Polanski inaugura la Biblioteca Ariel Dorfman, seis títulos que a partir de mañana se publicarán cada quince días, integrada además por las novelas Konfidenz, Terapia , Viudas y Máscara y la primera parte de las memorias del escritor chileno, Rumbo al Sur, deseando el Norte. «¡Tener una sola biblioteca! –exclama Dorfman–. No parece ser una aspiración tan difícil de cumplir, pero –debido a los múltiples exilios que mi mujer Angélica y yo hemos sufrido– resulta que nuestra colección de libros se encuentra inevitable y dolorosamente dividida, con una parte en Santiago y otra en Durham, Carolina del Norte, donde vivimos la mayoría del tiempo. Que ahora exista, entonces, una unitaria Biblioteca Ariel Dorfman publicada por Página/12 nos produce una insólita alegría.» Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
Al revisar estos seis libros, Dorfman traza una serie de continuidades. «Todos exploran la búsqueda de la esperanza, por mínima que sea, en un mundo regido por poderes arbitrarios; todos señalan lo arduo que es el trabajo precario de la memoria individual y colectiva; todos enfatizan las tentaciones y debilidades de quienes resisten, rechazan la mentira heroica y la sustituyen por una mirada implacable en un espejo perverso; todos cuestionan las trampas y las glorias de la identidad unívoca; y todos reiteran que sin el amor estamos perdidos. Pero también me llama la atención cuán diferentes son entre sí cada uno de estos libros, de qué manera quieren escapar del encasillamiento fácil, no dejarse atrapar por la repetición –plantea el escritor–. Acechados por la muerte, mis libros son, sin embargo, juguetones y experimentales, devotamente dedicados a provocar a los lectores, a sorprender a sus propios personajes, buscando siempre una estructura y un lenguaje que no se asocian habitualmente con la literatura de temas políticos.»
La muerte y la doncella mete el dedo en la llaga de la impunidad. ¿Cómo fue la escritura de esta obra, que podría ser leída como una «respuesta» a la polémica que desató, en la década del ’90, el Informe Rettig?
Cuando Angélica y yo volvimos a Chile en 1990 para lo que creíamos sería un retorno definitivo, la Comisión Rettig estaba recién comenzando sus investigaciones. De hecho, la obra se estrenó antes de que la Comisión emitiera su informe. Más que «respuesta», por tanto, anticipa una polémica posible. Pero es cierto también que la existencia misma de la Comisión me dio una clave fundamental para la obra. Durante años había estado tratando de escribir una novela con el tema de una mujer que, torturada y violada por un doctor que trabaja para la dictadura, busca hacer justicia por su propia mano. Pero no comprendí, la historia no me había ofrecido todavía, la identidad del marido de esa mujer y fue así que, por mucho que me empecinara, aquella narración no me salía. Al entender finalmente que esa tragedia ocurría durante la transición y no durante los años de Pinochet, y que el marido de la protagonista debía ser el abogado que investigará a los muertos pero no a los sobrevivientes, se me hizo claro y urgente el relato. Por cierto que mis simpatías centrales están con Paulina y las otras víctimas, pero también quise complicar la problemática, trastornar a los espectadores, forzar a un país que prefiere esquivar la polémica a plantearse una serie de interrogantes incómodos: ¿qué territorio atroz compartimos con los represores más viles?, ¿debemos buscar la justicia, aunque signifique destruir la paz social?, ¿por qué son siempre las mujeres las que tienen que callarse, sacrificarse, joderse por la causa?, ¿cómo es posible que mi enemigo ame la misma música maravillosa que amo yo?, ¿qué hago cuando la persona que más quiero me traiciona, aduciendo el bien común?
«No estoy inventado esta historia –dice el narrador de Konfidenz–. La estoy descubriendo, paso a paso, igual que un lector, quizás una lectora, y no a la manera de alguien que sabe de antemano lo que va a pasar y puede determinar el curso de los acontecimientos a su antojo.» El texto es un diálogo abierto entre autor y lector, a la manera en que Cortázar planteaba la necesidad de un lector activo, ¿no?
Me encanta que mencione a Julio Cortázar. Además de tener una influencia fundacional en mi estética, tuve la suerte de que fue gran amigo mío y de Angélica, como un hermano mayor nuestro. Nos dio su amparo y compañía en momentos muy difíciles, y no siempre el genio literario se acompaña con tanto calor humano y decencia (¡y sentido del humor!). Entre las cosas que Cortázar nos enseñó, justamente, es que al lector, a la lectora, hay que traerlos como cómplices y testigos y co-creadores, no hay que mirarlos en forma paternalista o pasiva; se arrepintió de llamar tal actitud «hembra». En el caso de Konfidenz se me impuso un narrador que es incapaz de salvar a la pareja de amantes, un observador que se encuentra en la extraña posición de tener menos control sobre esas dos vidas que otro personaje, un hombre que empieza por esconderse entre las sombras y que lentamente va tomando cuerpo, interviniendo en la acción para determinarla. Esto me permitió, entre otras cosas, subvertir la novela de espionaje, transformando al narrador mismo en un voyeur, un ser tan zarandeado por la historia violenta como los personajes que supuestamente ha ido creando. Con eso de que la historia no es inventada quise sugerir que situaciones similares –una mujer que entra en una habitación de hotel para responder a una llamada telefónica de un hombre que sabe todo acerca de ella, pero que ella nunca conoció, mientras afuera acecha la guerra y la represión– se repiten a lo largo de nuestro siglo desafortunado. Deploro, entonces, que estos amantes tuvieran la mala suerte de nacer en tiempos de desolación. La incertidumbre y fragilidad del narrador se ve aumentada por las variaciones ficticias, los enredos en que nos envuelve el protagonista de nombre fugaz y efímero, con sus sueños imposibles de una mujer ideal que prometió encontrarlo algún día en la dura realidad de París, donde, no olvidemos, vivirá décadas más tarde el Gran Cronopio, cuya tumba en Montparnasse siempre visitamos.
Viudas refiere a los desaparecidos chilenos, a los cadáveres que trae el río, aunque esté ambientada en un período indefinible de Grecia, en el siglo XX. ¿Esta es la primera formulación de que las desapariciones son crímenes que no dejan de suceder?
Creo que hay otras novelas que hablan de las desapariciones, y las denuncian, pero Viudas fue la primera que pronosticó que los cuerpos no iban a permanecer ocultos, que saldrían de los ríos y los socavones y la memoria y la culpa y la esperanza. La concebí antes de que aparecieran los primeros cadáveres en la mina de Lonquén, casi como una profecía. Ahora, como en el caso de Konfidenz o Máscara, no quise que la obra, a pesar de su tema de actualidad y su raíz en Chile y los otros países del Cono Sur que sufrían aquel ultraje, fuera de corte realista, sino un juego de espejos en que nuestra triste experiencia y nuestra lucha tan tenaz por recuperar los cuerpos y la memoria se vieran reflejadas en otros avatares. El uso de la distancia geográfica y temporal –Dinamarca y Grecia– me permitió romper con lo factual, escribir no lo que había pasado (la desaparición), sino lo que yo juré que iba a pasar: los cuerpos traídos de vuelta a la vida por las madres y las viudas y las esposas. Siempre estoy escribiendo el futuro. Estoy repitiendo palabras que pongo en boca de otro «personaje» mío: en La otra muerte de Pablo Picasso, una obra teatral que no se ha estrenado aún en América latina, dice el gran pintor español: «Sólo pinto lo que no existe todavía, el futuro es lo único interesante».
Un tema que usted plantea es la vergüenza como sentimiento desgarrador del sobreviviente en Rumbo al Sur, deseando el Norte. ¿Cómo ha enfrentado la sociedad chilena esta cuestión crucial?
Entiendo que cuando menciona la vergüenza a lo que se está refiriendo es al complejo de culpa que persiste entre los sobrevivientes de una catástrofe. Rumbo al Sur... empieza con la siguiente frase: «Si estoy contando esta historia, si la puedo contar, es porque alguien, muchos años atrás en Santiago de Chile, murió en mi lugar». Por una cadena de casualidades improbables, pero ciertas, no me llevó la muerte durante el golpe de Estado de 1973. Estas memorias rastrean no sólo los acontecimientos, cómo me buscaban, cómo me escondieron, cómo tomaron presa a Angélica, cómo logró engañar ella a la policía secreta de Pinochet, sino la psicología más profunda de una conciencia a la intemperie. Lo fundamental para mí en este libro era no mentir: contar descarnadamente mis temores, mis debilidades, mi trayectoria revolucionaria, mis sueños incumplidos, mis ilusiones, mi amorío con dos idiomas, mi decisión de partir al exilio. El libro tuvo un gran éxito en todo el mundo, excepto, claro, en Chile. Tal vez porque la sociedad chilena –o una gran parte de ella, la que tiene poder económico e intelectual– no quiere enfrentar su propia culpa, su propia responsabilidad. O tal vez mi deseo de no mistificar el pasado se vio como un desafío o una provocación. Se me ocurre que esto ahora va cambiando. La conmemoración de los cuarenta años del golpe parece haber marcado un hito, por fin se está echando luz en los rincones más oscuros del corazón de Chile. Incluso algunos personeros pinochetistas han pedido perdón. Falta por ver si tales autocríticas son auténticas, si se traducen en acciones efectivas por cambiar la conducta. Para dar un ejemplo: yo les creería a los militares que se lamentan de sus «excesos» si devolvieran todos los espacios públicos usurpados durante la dictadura. Les creería a los empresarios que dicen estar arrepentidos si ellos entregaran de vuelta al pueblo de Chile los bienes del Estado que se privatizaron a precio de huevo durante la dictadura, y de los que ellos todavía gozan.
Distancia y transgresión son fundamentales en su obra. ¿A mayor distancia ha intensificado la transgresión?
Habiendo atravesado cuatro exilios traumáticos en mi vida, la distancia me duele, pero tengo que reconocer que también la necesito, se me ha hecho una segunda piel. La lejanía licencia una mirada crítica, me habilita para decir cosas que resultarían difíciles de apalabrar si viviera en una comunidad cerrada y familiar. No podría haber escrito una novela como Máscara, por ejemplo, en que un hombre sin una cara reconocible captura en fotos los peores deseos de cada ciudadano, si hubiera estado viviendo en Chile. Me hubiera sentido presionado por el medio ambiente para acomodarme, hacer menos vil a mi protagonista, menos corrupta la sociedad que lo rodea, no hubiera podido examinar cómo hemos corroído la intimidad, lo privado. Ahora bien, la distancia física del país de uno, de su comunidad mayor, puede impulsar a la creatividad –basta con revisar la historia de la literatura y sus plurales exilios, Dante, Byron, Joyce, Nabokov–, pero en mi caso he podido soportar la tristeza de ese distanciamiento porque he tenido la compañía, la cercanía, la persistencia, de mis seres amados y especialmente, por cierto, he contado con la lealtad feroz de Angélica. Ella ha constituido mi hogar constante durante tanta odisea. Es su estabilidad la que me permite usar la otra distancia, llamémosla territorial, para aguzar la mirada, para ser justamente más transgresivo. Y la transgresión, como usted bien lo reconoce, es absolutamente fundamental en mi literatura. La distancia no es algo que elegí. Por el contrario, como hace evidente Rumbo al Sur..., traté durante una buena parte de mi existencia de huir del extrañamiento y el desarraigo. Pero en vista de que no pude evitar la condición de perpetuo exiliado, celebremos, por lo menos, que he logrado que esa condición sirva para plasmar una serie de obras que buscan romper nuestros hábitos y prejuicios y paradigmas.
En sus ficciones tiene mucha importancia lo que se calla o sugiere. ¿Escribir es sembrar interrogantes y perturbar con lo que se puede leer en los intersticios entre las palabras y el silencio?
Es una buena descripción de lo que intento. Muchas veces se supone que, debido a mi militancia en torno de los derechos humanos, o mi oposición a la dictadura de Pinochet, o mi participación en la revolución de Allende, mi escritura tiene que ser, forzosamente, simple y directa y frontalmente clara. Aunque no rehúyo la claridad –muchos poemas y escritos periodísticos así lo prueban–, mi verdadera preferencia literaria se encuentra en la comarca de la sutileza, en la palabra como misterio y reto, en un callar que nunca otorga. Cuando escribo, no parto sabiendo el final de la obra. La mayoría de las veces ni siquiera sé cuál será la próxima frase o capítulo o escena. Escribo, justamente, para descubrir qué está pasando y frecuentemente termino sin haberlo averiguado. Esto le da a mi literatura una urgencia, un ritmo acelerado, un aliento, que nada tienen de artificial. El proceso creativo suele ser angustiante y me gusta transmitir esa angustia placentera a los lectores, que ellos me acompañen en una búsqueda inacabable. Tomemos Terapia, donde un doctor crea un reality show para curar de sus imperfecciones a Blake, un multimillonario. Es una trama llena de sorpresas y laberintos y vaivenes, en que nunca estamos seguros de la firmeza mental de Blake, de las intenciones (o la identidad última) de la mujer que lo obsesiona, y tampoco sabemos si el doctor mismo es un santo o un demonio. Para que esta peripecia delirante funcione tiene que ir acompañada por una prosa que disimula y vela y vigila. Que nos haga cuestionar la realidad misma. ¿Qué más puedo pedir?
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