.
«Los escritores somos como la caja negra de los aviones». (Foto: Archivo)
C
iudad Juárez, Chihuahua. 24 de mayo de 2014. (RanchoNEWS).-Juan Villoro es narrador, ensayista, cronista, dramaturgo, traductor, editor, tiene una memoria prodigiosa y un impecable sentido del humor. En febrero de este año ingresó a El Colegio Nacional con el discurso titulado «Históricas pequeñeces: vertientes narrativas en la obra de Ramón López Velarde», que fue respondido por el antropólogo Eduardo Matos Moctezuma. Una nota de José Luis Martínez para Milenio:
En su intervención, Matos Moctezuma destacó la «versatilidad impresionante» de Villoro y agregó: «nada en el mundo de las palabras le es ajeno, de su pluma brotan palabras que retratan situaciones y personajes que transitan por la vida con su propia carga y cargas ajenas».
¿De dónde viene la literatura de Villoro, esa gran capacidad para mirar el mundo a través del cristal del humor y conciliar lo culto con lo popular? La siguiente conversación intenta responder esa pregunta.
El humor siempre está presente en tu literatura.
El humor es una manera de respirar, es consustancial a la persona que mira el mundo y creo que no hay nada más pesado que alguien que se quiere hacer el chistoso. Desgraciadamente, en la cultura mexicana no ha tenido un espacio privilegiado; han existido escritores con notable sentido del humor como Juan José Arreola, Salvador Novo, Carlos Monsiváis, pero no ha sido una constante de nuestra literatura.
Cuando hizo su titánica antología La poesía mexicana del siglo XX, Monsiváis decía en el prólogo que la gran asignatura pendiente de nuestra literatura era el humor. Porque era una literatura que se podía preciar de tener grandes hallazgos, pero todos eran serios, dramáticos, desgarrados, y es que rara vez la literatura mexicana le ha apostado a la ligereza o al humor. Basta ver los títulos de algunas obras clásicas: El luto humano, Los días enmascarados, El laberinto de la soledad, Muerte sin fin, Nostalgia de la muerte, El Llano en llamas: todos aluden a situaciones tensas, desgarradas, límite.
Yo me formé de manera irregular leyendo más cómics que libros. Disfrutando, por ejemplo, La familia Burrón, Los Supersabios, Los Supermachos, La pequeña Lulú; viendo las series de la época de oro de la televisión —Mi marciano favorito, El súper agente 86, La isla de Gilligan—; o escuchando las narraciones deportivas de Ángel Fernández, «El Mago» Septién y «Sony» Alarcón. En todos estos discursos de lo popular, el sentido del humor resultaba esencial. Era imposible oír un partido de futbol narrado por uno de estos cronistas o leer una historieta de estos caricaturistas [Gabriel Vargas, Germán Butze, Rius, Marge], sin entrar en contacto con el sentido del humor.
El caldo de cultivo que tenía para acercarme al mundo de la representación y de la palabra estaba impregnado de sentido del humor y a mí me parecía, por temperamento, que eso era muy deseable. No sabía que la literatura mexicana era muy seria.
El primer libro que yo leí por interés y por vocación de lector fue De perfil de José Agustín, irreverente y con mucho sentido del humor. Empecé a escribir en la estela de José Agustín, siguiendo sus procedimientos, en los cuales los albures, la picardía cotidiana, el humor callejero, eran esenciales, y lo asocié, también de manera muy libre, con lo que yo había recibido de estímulos en la televisión, las narraciones de los locutores, los cómics.
Luego, cuando Jorge Ibargüengoitia empezó a publicar en el Excélsior de Julio Scherer, encontré, digámoslo así, una manera autorizada, legítima, de entender que el humor es un atributo de la inteligencia; o sea, no es simple y sencillamente algo que esté destinado a hacer reír a las personas, sino que te revela algo oculto de la realidad.
Augusto Monterroso decía: «El verdadero fin del humorista es hacer pensar y, a veces, hasta hacer reír». A él le parecía más importante que el humor te hiciera pensar y luego te provocara una carcajada, si eso era necesario o posible. Pero lo importante para él era que el humor te revelara otra forma de entender la realidad.
Entonces, de manera intuitiva, caótica, informal, estos gustos, estos procedimientos y mi propio temperamento me llevaron a hacer un tipo de literatura en la que, de pronto, aparece el humor.
Que ha sido cultivado sobre todo en la literatura inglesa.
Es bien difícil ser un clásico de la literatura inglesa sin sentido del humor. De Shakespeare en adelante el humor es casi un sello de calidad de la literatura inglesa. En Joyce, Wilde, en la mayoría de los autores en los que podamos pensar, el sentido del humor es lo que le da un extra a la literatura inglesa. Para nosotros, en cambio, más bien ha sido una excepción —desde el punto de vista literario, no en la cultura popular.
Por otra parte, se confunde el humor con el chiste.
Eso es muy frecuente. Entre los cómicos de Televisa, por ejemplo, resulta extraordinariamente ridículo que la figura del «joto», del afeminado, por el simple hecho del amaneramiento sea chistosa; o el chiste de pastelazo, la humillación física de alguna persona; el clasismo, que está muy marcado en la televisión mexicana; o los albures, que me parecen un síntoma de primitivismo cultural (cuando en otros países ven al Compayito, tal vez imaginan que los mexicanos tenemos unas obsesiones sexuales muy primitivas).
Todo esto forma parte de esa zona del humor que es el humor por decreto —y que incluso en la tele te lo enfatizan con las risas enlatadas; hacen un chiste pésimo pero aparece la risa grabada y entonces, por decreto, eso fue chistoso—. El verdadero sentido del humor es muy distinto, es algo que está ahí como un experimento, a algunos les da risa, a otros no, pero lo importante es que te revele una manera diferente de ver la realidad.
En tu literatura hay humor, pero también música.
La literatura es una forma de la música. Cuando lees a un autor que te gusta, hay un sentido eufónico de las palabras absolutamente único. Cuando uno escucha los discos en los que Juan Carlos Onetti lee sus cuentos, te das cuenta que de esa respiración asmática, pausada, de un hombre que está fumando y tiene una visión melancólica del mundo, depende mucho la manera en que leía sus propios textos. Onetti tenía un ritmo interior extraordinario, que transmitía a su escritura con la textura melódica de una composición de jazz.
Lo mismo hacía Julio Cortazar, que era tan aficionado al jazz y a quien le interesaba de pronto que sus textos tuvieran ese grado de lirismo que puede tener la improvisación de un virtuoso del saxofón. Yo creo que la literatura está muy impregnada de musicalidad, pero es una música que se escucha en silencio.
La auténtica música te puede servir mucho como patrón y como estímulo para tu propia musicalidad. A mí me interesa, en ese sentido, como un compás percusivo, como una armonía, como un trasfondo de mi propio ritmo en las palabras.
En el caso muy concreto de la música de rock, me llamaba la atención el mundo que convocaba. Me volví aficionado, más que a los conjuntos y sus composiciones, al cambio de vida que estaba proponiendo, me interesaba muchísimo la contracultura y la posibilidad de entender que la juventud había dejado de ser una categoría biológica para convertirse en una categoría social, y que a partir de los años sesenta había formas específicas de ser joven: amabas como joven, te vestías como joven, tenías religiones de joven, hacías viajes de joven, tenías un lenguaje de joven.
Si antes los jóvenes eran adultos en miniatura —todavía en los años cincuenta los veías vestidos de traje, tratando de imitar a sus padres desde la presentación hasta la conducta—, en los sesenta esto se trastoca por completo y ser joven ya es un universo diferente. Esa revolución del comportamiento me cautivó. Lo que me interesaba, cuando empezaba a escribir crítica de rock, cuando escribía los guiones del programa El lado oscuro de la luna, era justamente captar ese contexto; cómo la gente estaba tratando de reinventar el mundo con el pretexto de la música; la música era un pretexto de siete notas para irte de tu casa, para viajar a la India, para volverte vegetariano, para descubrir que el zodiaco te tenía una sorpresa reservada.
Ese tipo de cambios de destino y de vida fueron los que a mí me parecieron extraordinarios en esa época y quise ser testigo de ello. Escribí un librito, Tiempo transcurrido, que trata un poco de este tipo de situaciones.
José Agustín hace la escritura del joven para el joven.
Además hizo una cosa muy interesante porque, en Estados Unidos y en Inglaterra, la música de rock era tan potente que los jóvenes podían encontrar mensajes de renovación y de cambio exclusivamente en ella. Escuchabas a Bob Dylan o años después a The Clash y había una serie de mensajes que podían cambiar tu manera de entender el universo.
En México esto no fue posible. Las tocadas de rock estaban prohibidas, no había conciertos, los cafés cantantes se habían cerrado, las revistas de rock zozobraban o muchas veces eran censuradas. Entonces ocurrió un fenómeno de sustitución y los escritores de «la onda», con José Agustín a la cabeza, cumplieron ese cometido. En el México de los años sesenta, si tú leías De perfil, La tumba, Se está haciendo tarde (final en laguna), de José Agustín, o una obra de teatro espléndida como Círculo vicioso, te dabas cuenta de que todos los discursos, los temas, los cambios de comportamiento de la juventud estaban en esos textos.
Los mexicanos tuvimos mucho mayor acceso a la contracultura a través de la literatura que a través del rock, porque no hubo muchos grupos de rock que la encabezaran. Ha habido grupos de éxito como El Tri, pero es otro tipo de fenómeno. Ellos empezaron como un grupo que cantaba en inglés, Three Souls in My Mind, luego se desclasaron y se convirtieron en un fenómeno irónico, popular, muy interesante, pero menos complejo que la literatura de José Agustín.
En México ese compromiso contracultural lo hizo la literatura de una manera muy anticipada. España tuvo que esperar casi veinte años para que surgieran escritores como Ray Loriga, Chile otro tanto para que surgiera un escritor como Alberto Fuguet, Argentina para que apareciera Rodrigo Fresán, y México tuvo de inmediato a su escritor contracultural en los años sesenta, que fue José Agustín. Eso es muy significativo.
Como escritor, además de José Agustín, ¿quiénes han sido tus modelos?
Han sido muchos. En el campo de la mezcla entre lo culto y lo popular, en México fue esencial Carlos Monsiváis —en 1954 escribía de los poetas del modernismo y al mismo tiempo de un músico cubano como Bola de Nieve.
En aquel tiempo Umberto Eco, en Italia, comienza a hacer una exploración muy interesante de la cultura popular, ocupándose de los cómics, de los grafitis y de discursos que los semiólogos no habían tomado en cuenta.
En Francia, Roland Barthes en su libro Mitologías habla de la lucha libre, de los juguetes, de los menús, de la moda, y empieza a entender que la realidad es un discurso decodificable y que debemos ocuparnos de todas las formas de representación.
Este tipos de autores me marcaron mucho, si no ellos de manera inmediata, sí el tipo de búsquedas que perseguían, porque yo creo que no podemos entender nuestra realidad si no comprendemos las formas que la representan.
El deporte es una manera de representar nuestra realidad. Para conocer una época hay que saber cómo se entretiene la gente, qué ilusiones colectivas y qué frustraciones delega en actividades específicas; y fenómenos como el carnaval, el futbol, la lucha libre, el box, en fin, veinte mil cosas parecidas te dan una manera de representar nuestra realidad, y sería absurdo soslayarlas. Sobre todo a partir del momento en que vivimos en la sociedad de masas. Cuando la cultura deja de ser un asunto de consumo de las elites ilustradas y hay dos o tres tipos de consumo cultural, como el de las elites ilustradas, que sigue existiendo tal cual, descubres el de la gente que recibe todo tipo de influencias culturales a través de los medios electrónicos, de los periódicos, de las redes sociales. Entonces hay distintas formas de entender la realidad. No podemos comprender lo que somos sin atender a estas formas de representación, tan compartidas y tan decisivas para muchas personas.
Has dicho que tu literatura está hecha de memoria.
Me parece que la memoria es el gran compromiso que tenemos los escritores con el paso del tiempo. Escribimos para atesorar cosas, para demostrarnos que no han ocurrido en vano. Al final de Moby Dick, el narrador, Ismael, se salva del naufragio y les dice a los lectores: «Ustedes se preguntarán por qué me salvé yo y todos los demás murieron. Bueno, porque alguien tenía que contar la historia». Siempre es necesario contar la historia. Los escritores somos como la caja negra de los aviones. Todo se puede destruir menos la caja negra; esa memoria es importante.
Pasaron las guerras napoleónicas, la II Guerra Mundial, la Guerra Civil española, ahora la guerra del narcotráfico en México y quedarán testimonios memoriosos de eso. Yo creo que la memoria también nos permite establecer un tribunal moral, que no siempre ocurre en el mundo de los hechos. El mundo padece demasiadas injusticias y no siempre la gente que ha sido víctima de un abuso, de un ultraje, recibe una compensación. Con el tiempo, contar las historias de estas personas es una manera compensatoria de hacer justicia; esto no repara lo que se perdió, pero por lo menos impide que se olvide.
Yo creo que el olvido es un castigo muchas veces peor que la injusticia. Las víctimas del Holocausto no van a regresar a través de los testimonios que se han escrito, pero el hecho de que existan estos testimonios hace que no las olvidemos. Recordar es uno de los grandes compromisos de la literatura. A fin de cuentas se trata de una de las pocas actividades humanas en las que, todos los días, conversamos con los difuntos. Abres un libro de Shakespeare y está más vivo que nunca, y te conmueves con la suerte de Julieta como la de la chica adolescente que acabas de conocer. Eso es algo muy importante en la literatura, que está hecha de tiempo, de memoria.
REGRESAR A LA REVISTA