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Juana Martínez, durante su jornada laboral en el corte de alfalfa. (Foto: Omar Meneses)
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iudad Juárez, Chihuahua. 24 de mayo de 2014. (RanchoNEWS).-Seis de la mañana. Doña Juana Martínez sale de su casa con una cubeta llena de nixtamal. Va hacia el molino del pueblo. Diez minutos después, y ya con el maíz que empleará para hacer tortillas, regresa a su casa. Una nota de Emiliano Balerini Casalpara Milenio:
La acompaña su marido. Saluda a la gente en el camino y grita a los visitantes: «Los espero en la casa». Se sienta a desayunar; platica un rato y se alista para una larga jornada laboral.
Media hora después —vestida de jeans, camiseta blanca, suéter negro y paliacate morado—, toma un machete y una hoz, y acompañada por su hija Isabel, de ocho años, agarra camino hacia el campo de un tío que le paga 50 pesos por cortar alfalfa. Trabaja a gran velocidad, y solo se detiene para tomar un breve descanso cada cinco minutos.
¿Por qué corta alfalfa?
Para alimentar a los animales. Primero vengo a este terreno, que es de un tío, y me pagan por hacerlo. El dinero hace mucha falta en la casa, es para el sustento familiar.
¿Cuánta alfalfa corta?
Cuando llego temprano, dos mirgas o dos y media, y regreso a la casa. Este trabajo es cansado; aquí no hay otras mujeres que lo hagan, solo yo trabajo el campo.
¿Su marido le ayuda?
A veces lo hace, cuando no está ocupado. Pero yo le meto más al trabajo, para salir adelante. Si podemos, trabajamos juntos, pero si no, pues no. Mi esposo le entra mucho al trago, a veces trabaja y a veces no, y eso me obliga a trabajar más, para sacar a los niños adelante.
Al terminar su trabajo en el terreno, regresa a su casa —un lugar espacioso con distintas construcciones, típicas de una comunidad de personas que se han beneficiado con las remesas que sus familiares les mandan desde Estados Unidos.
Juana platica un rato con Isabel y se divierte con ella. A rastras lleva un cesto con el alimento para sus animales. Es temprano, pero en su rostro, expuesto a los primeros rayos del sol, ya hay sudor y cansancio.
Alimenta a los animales y limpia el sitio donde trabajara a mediodía con Las hormigas bordadoras, un grupo de mujeres formado hace cuatro años por Marietta Bernstorff, con el propósito de hacer bordados que puedan vender y exponer en el extranjero, y así contribuir a la economía familiar.
Juana barre el cuarto de coser y un pequeño patio techado donde las hormigas tomarán su clase semanal con Marietta. Después agarra una cubeta con agua y hace lo propio con el baño. Al terminar, va a la cocina de leña y horno de barro. Prepara de comer: frijoles con queso y tortillas hechas a mano.
Llega el momento de esperar a sus compañeras. Platica y ríe; no se desanima a pesar de las contrariedades: una familia dividida por la migración, con escasos recursos, que habita en una comunidad que parece un pueblo fantasma.
Hormigas trabajadoras
En zapoteco, la palabra «tanivet» significa hormiguero. Hace cuatro años, el grupo Mujeres Artistas y el Maíz, encabezado por la curadora Marietta Bernstorff, fue invitado a Tanivet para encabezar un proyecto que ayudara a las mujeres de esa comunidad a obtener recursos económicos con los cuales pudieran aportar al sustento de su familia.
San Francisco Tanivet se encuentra en el municipio de Tlacolula de Matamoros, en la región de los Valles Centrales. En los últimos años el lugar ha sido reconocido por la construcción de una cárcel de mediana seguridad para mil 600 internos. Sin embargo, según la maestra de Las hormigas bordadoras, el sitio está en la cabecera municipal de Tlacolula.
Al llegar, Bernstorff encontró un poblado con pobreza, migración, alcoholismo y falta de oportunidades laborales para las mujeres. Para contrarrestar el problema, hizo talleres de dibujo en la escuela del pueblo.
Esa primera etapa del proyecto concluyó pronto y algunas mujeres salieron del grupo. Solo quedaron tres, encantadas con la idea de desarrollarse por medio del arte. Marietta les enseñó a bordar. Llevó durante los siguientes tres años a maestras para que perfeccionaran su técnica, lo que les permitió encontrar su propia personalidad creativa.
—No quería que llegara un diseñador, se quedara mucho tiempo trabajando con ellas e invadiera su desarrollo. Lo que buscaba es que ellas encontraran su propio lenguaje —dice Bernstorff.
¿Cuál ha sido la respuesta de la gente de la comunidad?
Las mujeres se unen con mayor frecuencia al proyecto cuando ven que alguna de las piezas que se hacen en el colectivo se venden y hay dinero para apoyar la economía familiar. En Tanivet hay 250 personas, y la otra parte de la comunidad, unas 300 más, se encuentra en Los Ángeles. Este proyecto concluirá, seguramente, con los hijos y los parientes de Las hormigas bordadoras que viven en Estados Unidos.
Tras cuatro años de trabajo, Las hormigas bordadoras ya ven los primeros resultados: en junio expondrán en el Museo de la Moda y los Textiles de Londres, en la exhibición Made in México; The Rebozo in Art, Culture & Fashion, donde presentarán un rebozo de Mitla, con 25 mujeres bordadas, y compartirán su trabajo a lado de artistas mexicanos como la fotógrafa Graciela Iturbide,
la pintora jalisciense María Izquierdo, el pintor oaxaqueño Francisco Toledo y el fotógrafo zacatecano Pedro Valtierra, quienes reflejaron en sus obras los distintos usos que le han dado al rebozo.
En agosto estarán en el Social and Public Art Resource Center, de Los Ángeles, California. Ahí presentarán una pieza relacionada con la migración que ha padecido su comunidad, dentro de la muestra Nuevo códice de Oaxaca: migración y memoria cultural.
¿Podría hablarnos del rebozo que llevarán a Londres?
La curadora del museo de Londres, Hillary Simson, estaba buscando muchos artistas: gente como Francisco Toledo, por ejemplo. Yo le sugerí que viera el trabajo de Las hormigas y que conociera tanto la comunidad como a las mujeres. Aceptó y vino a varias sesiones con nosotras. Las invitó a exponer en Gran Bretaña. Entonces ellas empezaron a bordar un rebozo con 25 mujeres que representan a su comunidad.
¿Qué llevarán a Los Ángeles?
Yo soy la curadora del proyecto que va a Estados Unidos. Después de estar aquí cuatro años vi que una parte importante de su historia es la relación que tienen con la migración porque sus maridos, tíos o papás han ido al norte o están allá. Decidí que ellas tenían que contar esas historias también: sobre cómo se fue su hijo o su hija a Estados Unidos. La comunidad de Tanivet que vive en California está pegada a Santa Mónica y Venice Beach, de ahí la importancia de mostrar la obra allá.
Clase semanal
Es martes. Mediodía. Tarde típica de primavera en Oaxaca. Una a una van llegado las hormigas a la casa de Juana: Leo, Mercedes, Liliana, Rebeca, Edith, Marcela y Jenny caminan alegremente hasta el patio techado donde tomarán su clase con Marietta. Están alegres. Hablarán de los bordados que llevarán a Los Ángeles.
Se acomodan alrededor de una amplia mesa de madera, a espaldas de sus bordados y comienzan a trabajar. La clase no solo sirve para hablar de los insumos que se llevarán a Estados Unidos; la maestra provoca a las mujeres para que también se expresen acerca de las motivaciones que tienen al hacer estos trabajos: el campo, los animales, la migración, la familia y la vida cotidiana, entre otros. En su plática reflejan algunas de sus necesidades.
Mientras saca sus materiales de bordado de una caja de plástico, doña Leo dice que sería bonito saber más sobre computadoras, «porque nosotras tenemos a nuestros hijos que van a la escuela y muchas veces no les entendemos debido a que no sabemos manejar esos aparatos».
Marietta les dice: «Hagan una lista de lo que quisieran para el pueblo».
Quisiéramos teléfono público, acceso a internet, computadoras para los niños que ahora ya estudian. Antes no estudiaban, solo terminaban la primaria y hasta ahí se quedaban. Ahora los niños ya estudian, por lo que necesitan el internet. Actualmente para checar internet se tienen que ir a los pueblos vecinos: Tlacolula y Mitla. En cambio, si esa facilidad existiera aquí, muchos niños se animarían a seguir estudiando —comenta Liliana, al tiempo que el resto de las señoras del colectivo asienten con la cabeza y hablan al respecto entre ellas.
La clase avanza y las mujeres comienzan a reflejar otro tipo de necesidades. Doña Juana, por ejemplo, platica de los bordados que le ha dedicado a la migración, en especial aquellos que son para su hijo Ernesto, quien se fue de San Francisco Tanivet hace ocho años, cuando tenía 15 y a quien no lo ha vuelto a ver desde entonces.
¿Qué sentimientos le genera este tipo de bordados?
A veces me da sentimiento y dolor porque estamos reflejando la historia que ya vivimos, la historia que ya pasé con mi hijo cuando se fue para Los Ángeles. Para mí fue una cosa muy grande porque pensé que ya no lo iba a ver; han pasado ocho años sin verlo. Muchas veces he pensado que un día se va a quedar por allá, y ya no va a venir, que va a encontrar a una mujer. Si eso pasa ya no lo voy a ver igual. Si trae a su esposa ya no habrá el mismo cariño, porque ahora el cariño será compartido entre su esposa y su madre. Siento eso: ¿por qué se iría tan lejos habiendo aquí trabajo de donde sacar un dinerito?
Edith es la más risueña de las bordadoras, por lo menos eso parece. Al cuestionarle por qué está en el grupo, no duda y dice: «Pienso que lo primero es que estamos sacando un recurso para nuestra familia. Anteriormente las señoras, nuestras mamás no trabajaban, nada más estaban atenidas a que el esposo les diera unos centavitos. Existía mucho machismo, había problemas familiares por lo mismo que el hombre llevaba el sustento a la casa y hacía sentir mal a las mujeres».
¿Cómo ha cambiado esta situación? —se le pregunta durante la clase.
Encontramos esta forma de ganar dinero sin alejarnos del pueblo y trabajando en los tiempos que nosotras nos damos. Hemos logrado aportar algo de dinerito a nuestra familia. En mi caso, me siento bien. Me ha ayudado mucho trabajar porque siento que soy una persona que también aporto en mi casa; ahora tengo el derecho y la palabra para opinar y ya no es como antes, como en mi casa, donde mi papá era el único que trabajaba y solía decir que él mandaba por ser quien llevaba dinero.
Ella es la más atrevida de todas. Para muestra, durante la clase relata una anécdota divertida: «Hace un año tuve la oportunidad de ir a buscar un permiso para llevar a vender nuestros productos a San Antonio, Texas. Me moví, fui a México, busqué la forma de hacerlo porque nosotras no tenemos los recursos; hicimos rifas con las compañeras, pero no nos dieron el permiso. Recuerdo que le dije al gringo ese de la embajada, que estaba en la ventanilla: ‘Solo quiero un permiso para vender mi mercancía’, y él me respondía que no se podía, y yo le alegaba y le volvía a decir: ‘Yo no quiero ir al norte a quedarme, nunca me he querido ir, no es mi intención’. Empecé a platicar con él, y el señor me preguntaba nuevamente para qué quería ir, y se reía, y yo le volvía a decir: ‘Si usted no quiere que más migrantes sigan dando guerra allá en su país, pues denos un permiso, y así, por lo menos en mi pueblo, no habrá más migrantes. Si abren las puertas para ir a vender, a exportar pienso que muchos adolescentes, como mis hijas, que están aprendiendo este oficio, ya no se irían para allá’».
Doña Leo agrega a la idea de Edith sobre la satisfacción que este trabajo les ha traído: «Mis hijas están muy orgullosas de que su madre pueda hacer algo, de que como mujeres podamos trabajar, y de que como dicen ellas, estamos en un ranchito tan alejado, que nunca pensamos salir adelante, y ahora lo estamos logrando».
Mercedes es tímida; durante la clase ha estado callada casi todo el tiempo, pero cuando se le habla de las exposiciones en Londres y Los Ángeles, una sonrisa la ilumina y dice: «Estoy muy orgullosa de nosotras porque demostramos que las mujeres podemos hacer algo; vivimos en un pueblito pequeño, somos pocas, y mire hasta donde andamos: hasta Londres, cuando, en realidad no imaginábamos que se hablaría de nosotras».
El hormiguero
San Francisco Tanivet tiene una población de 250 personas y se encuentra en el municipio de Tlacolula de Matamoros, en la región de los Valles Centrales.
El resto de su población, unas 300 personas, viven en California, Estados Unidos, en una zona pegada a Santa Mónica y Venice Beach.
En México Las hormigas bordadoras venden sus trabajos en 200 pesos la pieza. En el extranjero pretenden que esa cifra se incremente a 50 o 60 dólares.
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