C iudad Juárez, Chihuahua. 1 de julio de 2022. (RanchoNEWS).- Pocos recuerdos de mi infancia son tan gozosos como los que me traen Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Desde que nos mudamos a vivir a la Magdalena Contreras, en un condominio de unas siete casas, todas con niños de mi edad (el más pequeño de la palomilla tendría cuatro y el más grande, diez), Tom y Huck se volvieron recurrentes en los juegos que imaginábamos: piratas, exploradores de cavernas, buscadores de tesoros, navegantes del Mississippi. Todo gracias a que, en la televisión pública, pasaban por las tardes una adaptación japonesa de Las aventuras de Tom Sawyer al anime. Después de comer salía a casa del Neto a ver las peripecias de aquellos dos. Y vaya que nos angustiábamos y nos reíamos con la representación japonesa de los gritos con la boca muy abierta y con las lágrimas a los costados, como flotando.
1. DE VUELTA AL GOCE
Por esa época mi madre (¿o fue mi padre, o fueron los dos?) me regaló una colección de Larousse que adaptaba a historieta grandes obras de la literatura, de ahí que la colección se llamara Maravillas de la literatura. Cuando me la dieron tenía cinco títulos: Lazarillo de Tormes, Los tres mosqueteros, Huckleberry Finn, Moby Dick y Robinson Crusoe (¿será casualidad que entre mis autores favoritos estén Dumas, Twain y Melville, o me condicionaron esas tempranas lecturas con dibujos?). En fin, tirábame en un espacio entre los sofás de la sala y ahí, adonde iban a parar los cálidos y tenues rayos del sol, me deleitaba con aquellas historietas de no más de cuarenta páginas, una y otra vez, como si bajo la trama subyaciera no sé qué encantamiento (era la fe de la literatura, la mera verdad). Con anime e historietas de por medio, ¿cómo no iban a inundar Tom y Huck nuestros juegos? Mi primer amor, sin duda alguna, fue Becky Thatcher, le temía al indio Joe y al papá de Huck, soñaba con San Petersburgo, pueblo que baña el Mississippi.
El texto de L. M. Oliveira lo publica El Cultural de La Razón