Rancho Las Voces: Textos / José Luis Domínguez: Del individualismo a la voz poética
La vigencia de Joan Manuel Serrat / 18

domingo, abril 20, 2008

Textos / José Luis Domínguez: Del individualismo a la voz poética

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El escritor nativo de Cuauhtémoc, Chihuahua, en el III Encuentro Internacional de Poesía 2008 efectuado en Delicias, ciudad de la misma entidad. (Foto: Paulino Arreola)


1.- Pateo las piedras y se vuelven pájaros

Esta frase con la que abro el presente texto fue una de las primeras que mi imaginación exacerbada descubrió y tradujo a través del lenguaje en una idea poética. La guardé para después, y cuando el cuadernillo titulado Jonás estaba en gestación, la sumé a esa serie de revelaciones poéticas que me fueron otorgadas en un cuartucho de renta que tenía entonces en una colonia de la periferia de mi ciudad natal, a donde me había ido a refugiar, por cierto, luego de huir de casa por un largo periodo de tiempo. Era una etapa de austeridad muy pronunciada y sólo contaba con un empleo como bibliotecario, un empleo que, mal remunerado, para un escritor tardío y en ciernes, pues tenía ya veintinueve años, significaba, como lo dice muy bien Jorge Luis Borges, todo un paraíso.

La imagen poética había surgido tiempo antes, cuando laboraba como guardia de seguridad y prevención en una empresa privada. Para regresar a casa, debía cruzar a pie el río que atraviesa mi ciudad de oeste a este. Una tarde soleada de principios de primavera, salí de aquellas oficinas. Como iba absorto en la contemplación de aquel verdor reciente, antes de llegar al borde del río, tropecé con un declive, trastabilleé sin caer. Unas piedrecillas surcaron el aire impulsadas por la punta de mi pie derecho, sobrevolando el borde, cayendo casi en el lecho mismo del agua.

Algunos pajarillos que saciaban su sed, alarmados por esa lluvia de pequeños guijarros, elevaron su vuelo. De tal manera que mi percepción visual sólo captó el súbito ascenso de las piedrecillas perdiéndose más allá del borde y luego el surgimiento de los pájaros. Asociar cada piedra con cada pájaro fue una sola cosa. Surgió la imagen, así, tal como la transcribo, fiel: Pateo las piedras y se vuelven pájaros. Esta vuelta de tuerca sobre mí mismo, esta conciencia del ser poético, a partir de ese hecho, comenzaron en mí a cobrar una mayor lucidez. La epifanía de la que habla ese irlandés maravilloso, James Joyce, había salido a mi encuentro.

Años después, analizando este suceso, me di cuenta de que aquella frase tenía un trasfondo que no había sabido vislumbrar en el instante de su génesis. Dicho trasfondo me remitía a la religión impuesta por mi familia, a la costumbre dominical de la lectura de los textos bíblicos, pero sobre todo, a uno de los evangelios llamados por la Iglesia apócrifos en los que se hablaba de la infancia del nazareno, mismo que alguien había trasladado a la pantalla grande con el título Los milagros del niño Jesús. La escena, grabada en mí desde la tierna infancia, había sobrevivido en mi inconsciente todos esos años, y correspondía a aquella en la que se veía al niño bíblico tocando e insuflando sobre unos pájaros de barro para que cobraran vida y después se alejaran, surcando los aires y lanzando por doquier y alegremente sus vocinglerías.

Aquellas figuras de barro, y las piedrecillas lanzadas en mi tropiezo, las unas, por taumaturgia, las otras, por imaginación, se convertían en seres alados. Lo de abajo era lo de arriba, es decir, en ambos casos, se realizaba una especie de alquimia poética inusitada. No transformaban, el predicador por antonomasia, ni el poeta en ciernes, el barro en madera o en metal, sino el metal en carne, en alas, sangre, en huesos, en canto que volaba.

No es en balde, entonces, el hecho de que mi primera publicación en forma, se llamara Jonás, el mismo nombre del que se considera el personaje central de un cuento bíblico que ha trascendido sus fronteras, un rebelde que no acata la orden de un dios encolerizado para que vaya a predicar a Nínive y ésta regrese al buen camino.

T S Eliot a los 19 años. (Foto: Archivo)

Desobedecer, oponerse a cualquier voluntad que no sea la suya sólo le queda hacerlo a un héroe trágico. Mucho de esa rebeldía, de ese llevar la contraria, de hacerle frente a algo más poderoso que él, era mi propia actitud ante la vida, una enorme voluntad de ir a contracorriente. Era la versión moderna del Jonás mítico de la sagrada escritura. Ahí, precisamente, en esa plaquette, se encontraba la primera voz de la cual nos habla T. S. Eliot, aquella del poeta que habla consigo mismo, y quien, empleando todos los recursos linguísticos a su alcance, expresa en verso su propia historia, sus connotaciones, su propia música, porque está oprimido por una carga que le han echado a cuestas y debe darla a luz para sentirse aliviado, porque no se toma todo ese trabajo, ese esfuerzo de escribir para comunicárselo a alguien, sino para deshacerse de su angustia, de su dolor, o, para decirlo de otra forma, a la de T. S. Eliot, se está obsesionado por un mal espíritu contra el cual se siente impotente, y las palabras, el poema que compone son una especie de exorcismo contra ese demonio. Cuando por último las palabras se ordenan como el poeta considera la mejor de las formas, tal vez experimente una especie de agotamiento (dulzón), una sosegada calma, una liberación muy parecida al éxtasis, al anonadamiento increíble. Y entonces podrá decirse al poema: –¡Vete! Hazte un lugar en un libro –o en un cuadernillo– y no esperes que siga interesado por ti. Y así es como se da la entrega final, por decir así, del poema que se inició en la soledad, sin pensar en los destinatarios, el largo proceso de gestación del poema que marca claramente la separación definitiva entre el autor y él; que es, antes que otra cosa, un poema de la primera voz, la voz del individualismo poético.

2.- Hay pájaros que se sueñan pájaros y se despiertan ángeles

Esta excelente frase, tomada de uno de los textos de nuestro querido poeta norteño, Gilberto Owen, escrita seguramente en la década de los veinte o de los treinta y leída por mí, por primera vez, oh gozoso descubrimiento, en aquel paraíso en la forma de una biblioteca, también está emparentada con la poética de la ensoñación, con la poética del vuelo de las cuales nos habla Gastón Bachelard en alguno de sus libros; una poética de los seres alados que se transmutan desde su naturaleza hasta alcanzar otra distinta. Aquí lo de arriba que se llama pájaros sigue siendo lo de arriba que se llama ángeles, pero lo primero alguna vez estuvo en tierra, abajo, aunque ahora esté en el cielo, un cielo hipotético quizás, pero en fin cielo. Quizás los ángeles de Owen estén más cercanos a los ángeles de Rainer Maria Rilke de lo que imaginamos, incluso, más cerca de lo que se imaginara el poeta sinaloense. Más próximos, eso sí, que a los ángeles judeocristianos. Owen es un altísimo poeta que vivió siempre envuelto en una dura lucha contra el lugar común y en una ardua búsqueda de la forma pura del arte, lo constatan también sus magníficos veintiocho textos breves de Sindbad el varado, es decir, Sindbad visto como el viajero inmóvil. Owen ha sido poco leído por las generaciones que le precedieron, pero eso no impide que el vate sufra menoscabo alguno en la calidad de su obra. Si Owen es descendiente de irlandeses, y los irlandeses se parecen mucho a los mexicanos, en lo irascibles, en lo patriótico, en la oscuridad de su humor, entonces Owen es doblemente mexicano. Descendiente posible, aunque lejano de James Joyce. Quizá más cercano a los irlandeses que formaron parte del glorioso batallón de San Patricio, quienes en vez de ayudar al invasor yanqui, se pusieron a favor del pobre pueblo mexicano mal armado de esa época, regando con su sangre el suelo patrio, bendiciéndolo.

Gilberto Owen. (Foto: Archivo)

La invención es caprichosa, no sólo había influido en mí la lectura de aquel grupo sin grupo llamado los Contemporáneos, sino también los magníficos textos amorosos del Libro de Ruth de Gilberto Owen, influencia que habría de dejar plasmada en este libro que hoy me ha dado la oportunidad de recibir este prestigiado premio, es decir, una influencia que comúnmente se revela en el futuro de todo escritolector, sino también una influencia del presente hacia el pasado. Antes de escribir Jonás había ya leído la Biblia, a los Contemporáneos y por supuesto, entre ellos, a Gilberto Owen, quien a su vez, y como en un juego de espejos, también había leído la Biblia y a los Contemporáneos y a los surrealistas franceses, y a los vates griegos y a los poetas norteamericanos. Hay pájaros que se sueñan pájaros y se despiertan ángeles es una metáfora de segundo grado de dificultad, si es que en poesía existe la gradación, y en vez de impulsarme hacia una imagen poética de tercer grado como podía esperarse, mi inconsciente, con la imagen creada por mí, Pateo las piedras y se vuelven pájaros, servía de nexo entre el cielo-cielo, por pájaros y por ángeles, de Owen, y la tierra mía. Mi metáfora, si se quiere, mucho más primitiva, más básica, pero con la misma naturaleza del vuelo que la del vate norteño, restablecía el orden lógico de las cosas. Y el orden lógico seguía siendo tierra-cielo, por piedras y por pájaros.

Ha pasado el tiempo. Hoy comprendo que el poeta trabaja siempre en soledad pero nunca está solo; que las voces de los otros poetas lo acompañan; que, en fin, esto de la poesía es un trabajo en equipo; que uno recoge la estafeta de sus antecesores, es decir, la estafeta llamada tradición poética, y la hace suya para, luego de asumirla, tratar de olvidarse de ella, o para irla pasando más adelante, pero un tanto transformada por la voz individual.

Nihil novum sub sole, es decir, nada nuevo hay bajo el sol, esta frase resume la tradición de la ruptura y la ruptura de la tradición de la que alguna vez nos ha hablado Octavio Paz que no es otra cosa que a lo que yo le llamo la práctica del palimpsesto, es decir, que nuestros textos siempre conservan las huellas de esa otra escritura hecha por los poetas que nos han antecedido.

Este libro que hoy me ha hecho merecedor de este reconocimiento, otorgado por más grandes y mejores poetas que yo, es decir, con una mayor experiencia que la mía, y a los que sólo he leído y releído sin llegar conocerlos personalmente: al maestro Raúl Renán, al alquimista Efraín Bartolomé, al cordial Oscar Wong, poeta, cuentista y ensayista; este libro, reitero, tiene también otras muchas deudas, no sólo Gilberto Owen marca su impronta, en ese diálogo están los que nunca han muerto ni morirán jamás, hay otros muchos nombres que se han dado cita para ayudarme a hablar sobre este fenómeno inexplicable llamado amor y desamor, donde el amor ciega a la razón, la aturde completamente, la aniquila; y viceversa, donde la razón se apodera de los sentimientos y los petrifica, los deja sin raíces y sin agua, y cuál es la materia de la poesía, aparte del lenguaje, sino la razón y el sentimiento, las dos formas básicas, imprescindibles y fundamentales de la comunión humana; y de qué están hechos los poetas, sino de carne, sangre y huesos que caminan, sienten y razonan. El lenguaje, en este poemario, intenta rescatar esa función universal que es conseguir expresar, como diría Antonio Machado, la gran nostalgia de todas las almas. Si lo he logrado o no, el tiempo se encargará de decirlo. El libro ya está escrito, ya se va a publicar, entonces, que se defienda solo, que viva largo tiempo o que caiga irremediablemente en el olvido. A partir de ese momento ya no me pertenecerá, les pertenecerá a sus lectores respectivos y ellos son los que tendrán la última palabra.

Agradezco sobremanera a esta honorable institución educativa, la Universidad Autónoma del Estado de México, alma mater de muchos de los que hoy están aquí y de muchos más que deben estar en otras muchas partes, y particularmente en estos tiempos en los que la poesía, la literatura, el arte en general están infravalorados, porque este evento habla bien de esta máxima casa de estudios, de su preocupación por una educación integral, humanística que otras universidades, lamentablemente parecen haber relegado al rincón de todos los olvidos, en especial a su rector, Manuel Martínez Vilchis; agradezco también a las autoridades educativas aquí presentes, a la doctora Lucila Cárdenas Becerril, al maestro Félix Suárez, al personal administrativo, a Rosa Escalona y a todos los que nos han atendido de una manera tan cordial y tan hospitalaria. Gracias, Raúl Manríquez, por acompañarme, y muchas gracias, a todos ustedes, hoy, por estar aquí.

Texto leído en la recepción del Premio Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada en la sala Ignacio Manuel Altamirano de la Universidad Autónoma del Estado de México el martes 25 de marzo del 2008.

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