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Aspecto de una obra de Horacio French (Napp). (Foto: Bibiana Fulchieri)
C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de octubre de 2012. (RanchoNEWS).- El primer grafiti de autor en la historia argentina fue de Domingo Faustino Sarmiento en 1840. Lo suyo fue una intervención escrita con carbón en una piedra que decía: “«On ne tue point les idees» (Las ideas no se matan). Se trató de un acto desesperado y furioso, con el que, usando el francés como lengua, reafirmaba pertenecer a la «civilización», enrostrando a la “«barbarie» su exilio en Chile, escribe Bibiana Fulchieri para La Voz de Argentina.
Pero anterior a la mítica frase sarmientina (que orgullosamente recuerda en Facundo ) hubo otro hecho de escritura pública, también desesperado y furioso, aunque con sospecha de leyenda: CLAMOR, la palabra tallada en un árbol de Cruz Alta, formada por las iniciales de los contrarrevolucionarios allí fusilados y enterrados (Concha, Liniers, Allende, Moreno, Orellana, Rodríguez). En realidad, a Orellana, por su investidura de obispo, se le perdonó la vida y fue preso a Luján. Muy lejos en el tiempo y no tanto en la intención, dejar una huella no complaciente y con cierto grado de rebelión antisistema, artistas callejeros en todo el mundo sacan del anonimato paredes públicas, condenadas a grises soledades, a punta de aerosoles, pinceles, stencils , plantillas, colajes.
El llamado arte callejero, rebautizado de múltiples maneras, se hace más visible en tiempos posmodernos, pero el arte público tiene casi tantos años como el hombre del Paleolítico superior. Basta mencionar los bisontes de Altamira, en España, y otros de más vieja data aún, como los de las cuevas de Santillana del Mar, en la región Cantábrica.
Ejemplos de arte callejero de antigua factura abundan, aunque descuellan las pinturas eróticas de Pompeya, rescatadas bajo los cuatro metros de cenizas que el volcán Vesubio emanó como lava allá por el 79 d.C.
Siguiendo la historia, se dice que el mote de «grafiteros» también debería haberse usado para denominar a los soldados griegos mercenarios –siglo VII– que escribieron sus nombres en las tumbas egipcias.
El nacimiento de la pintura en aerosol fue en Noruega en 1926, creada por el ingeniero Erik Rotheim; para muchos, sin este práctico sistema no hubieran sido posibles los más famosos grafitis del Mayo Francés. Después de ellos se sucedieron en las paredes pintadas de manifestaciones subculturales: beat-hippie , dadaístas, hip-hop , break dance , rap, muralistas.
«Tag»: el grado cero
Muy conocidos a simple vista y funcionando en muchos casos a manera de iniciación en el street art , aparecen los llamados tag, brevísimas firmas con caligrafías atractivas y contundentes, que se repiten en todas las ciudades en variopintos lugares. Estos nacieron como un sello de presencia urbana dejada por jóvenes neoyorquinos marginados. El más famoso fue Taki 183, que marcaba territorio con su nombre y el número de la calle en la que vivía.
Curiosamente, y gracias a rastreos históricos, el origen de estos tags aparece durante la Segunda Guerra Mundial. Aparentemente, un sargento estadounidense llamado Jim Kilroy pintaba la leyenda «Kilroy was here» (Kilroy estuvo aquí) en unas planchas de metal que debía inspeccionar y aprobar antes de que pasaran a formar parte de un barco.
Muchos soldados se inspiraron en esas marcas, que quedaban incorporadas a la estructura de la nave, para dejar su propia firma en Europa.
Pero fueron las ciudades de Nueva York, Los Ángeles y San Francisco donde el arte callejero logró su mayor fortaleza en la década de los ’90 y si bien la historia contemporánea de los artistas callejeros está llena de nombres de pioneros reconocidos en el Olimpo de Brooklyn como Zeus, Shepard Fairey, Seiler, Borf, Dotmaster, Swoon, sin dudas es el británico Banksy el rey de los grafiteros. Si bien su obra se conoce mundialmente por la película Exit through the gift shop (Salida por tienda de los regalos) su identidad sigue siendo un enigma. Su anonimato le permitió pintar una ventana en un muro de Gaza, colgar clandestinamente obras suyas en museos neoyorquinos como el Metropolitan, el de Arte Moderno, el de Brooklyn, el de Historia Natural, y en los europeos Louvre y Tate Modern. Se escuda tras barbas y postizos para dejar su marca burlona y de ácida crítica social en sitios insospechados, desde el Hollywood de los Oscar hasta Disneylandia. A él le corresponden las ya famosas pintadas de los policías homosexuales, las ratas y los monos y el enmascarado callejero que lanza flores en vez de bombas Molotov.
¿Arte o vandalismo?
¿Arte contracultural? ¿Arte por amor al arte? ¿Arte o vandalismo? Según la investigadora María Paula Giglio, marplatense y pionera en el estudio de las problemáticas sociales contemporáneas, sería mejor preguntarnos qué es lo que hace que un grafitero pinte sobre un muro cuando sabe que al rato puede estar tapado, rayado o repintado; o que la mayoría de los transeúntes no lo miran; o que pinte sobre la basura que deja el hombre ordenado, purista, moderno.
«Por lo general, en las grandes ciudades las personas se trasladan de un lugar a otro, no recorren sus calles sino que sólo las transitan. Los grafiteros, en cambio, las habitan. Para ellos, las paredes son lienzos para ser pintados. Los lugares pasan a ser significativos según sus posibilidades de apropiación a través de la pintura, y según puedan ser mirados. Sus obras van desde la simpleza de dejar la huella en los muros, es decir, su firma, hasta la producción que combina grafitis muy elaborados de distintos autores. Desde lugares privados o públicos, sin permiso o con permiso, hasta lugares abandonados; todos son espacios significativos», asegura Giglio.
En su opinión, «los grafiteros se reconocen como sujetos urbanos, ‘son en la ciudad’ y no eligen cualquier lugar: lo observan y planifican estrategias; ven aquello que otros no ven, pero buscan que lo vean; piensan en la mirada del peatón, ese otro sujeto urbano. Piensan en los efectos que quieren lograr y en la posibilidad de mostrar su arte. La mirada del grafitero, su luz, permite ver las porosidades; su lectura permite ver la diferencia. Es lo que lo hace tan particular, ver aquello que para otros es invisible».
Pinta tu aldea
El arte callejero, los murales, grafitis, esténcil y otras «intervenciones urbanas» también ganaron la ciudad de Córdoba, sus suburbios y muchas ciudades y pueblos de la provincia (Cosquín, Río Ceballos, La Cumbre, Villa Allende, Deán Funes, Río Cuarto) donde el arte público aparece como la punta de un iceberg para marcar territorio, reforzar identidades, provocar rebeldía, incentivar militancias o usar una eficaz estrategia de comunicación. El inefable Jorge Cuello es uno de los primeros plásticos que, sin abandonar el taller, desparramó talento en paredones que hoy nos miran diferente. Así expresa sus inicios en lo público: «Mi obra se fue construyendo por necesidad personal. Recuerdo que a las primeras pinturas callejeras me las pidieron una amiga arquitecta y sus vecinos; pinté debajo del puente Yapeyú en San Vicente, en la entrada “a lo de las Ponce”. La idea era recuperar el predio que rodeaba el puente que se había transformado en aguantadero de “choris” y “drogones”. Allá fui y me encontré con una pintada de alquitrán que decía “Agüero gobernador”. Pintar sobre eso fue como un detonante. Resultó una obra a la que llamé “Juguemos en el bosque”, se plantaron arbolitos, se hizo un mayólica con dibujos de los niños… A veces paso por ahí y me pregunto si el arte será tan sanador para los demás cómo para mí y casi siempre me contesto que sí; que más sano que Agüero o cualquier otro político, es».
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