Rancho Las Voces: Cine / España: Los latidos musicales de Clint Eastwood
La vigencia de Joan Manuel Serrat / 18

viernes, septiembre 05, 2014

Cine / España: Los latidos musicales de Clint Eastwood

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John Looyd Young es Frankie Valli en Jersey Boys. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 5 de septiembre de 2014. (RanchoNEWS).- El gran Clint Eastwood regresa a las pantallas para contarnos la emotiva historia de Frankie Vallie y The Four Seasons, en el contexto de la mafia local de Nueva Jersey. A partir de un éxito de Broadway, el filme es el regreso del cineasta al musical, que de algún modo recorre todo su trabajo, al tiempo que se integra en la tradición del género. Una nota de Carlos Revirego para El Cultural:

Se podría explorar prácticamente todo el cine de Clint Eastwood desde su música. Y no solo porque haya compuesto la mayoría de las bandas sonoras de sus filmes, casi siempre arrastrando una cadencia sentimental y muy reconocible, sino quizá porque entendió desde sus primeros trabajos -ya desde la hitchcockiana Escalofrío en la noche (1971)- que el arte cinematográfico encuentra en la música, y en su necesario impulso rítmico, su expresión creativa más cercana. Hay que recurrir una vez más a Godard cuando escribe su crítica de The Pajama Game (1957, Abbot y Donen): «El musical es en cierta forma la idealización del cine».

No era sino cuestión de tiempo que el autor del extraordinario, oscurísimo biopic de Charlie Parker Bird (1988) se decidiera por regresar a un género que en todo caso siempre ha perfilado desde el camuflaje y la hibridación, en este caso una adaptación de un gran éxito de Broadway (más de 17 millones de espectadores) que narra entre la nostalgia, la admiración y la hagiografía la memorable historia de Frank Valli y The Four Seasons, desde la formación del grupo de Nueva Jersey en los años cincuenta hasta su ingreso en el Rock & Roll Hall of Fame a principios del siglo XXI, y con el fondo dramático de la mafia local -encarnada en la siempre impagable figura de Christopher Walken- con la que los «chicos de Jersey» mantuvieron una estrecha relación. Para ellos, Frank Sinatra era Dios.

No está todo en el guion de Jersey Boys escrito por Marshall Brickman y Rick Elice a partir del musical escénico auspiciado por el propio Valli. De hecho, algunos capítulos de las distintas edades del prodigioso cantante con voz de falsete (que abandonó en su carrera en solitario), de la música y la cultura popular americanas, se echan en falta en las más de dos horas de metraje, como la participación de Valli en el tema principal de la banda sonora de Grease (1980) con el que recuperó gran parte de su popularidad -aunque, artista de muchas vidas, ya lo hiciera con clásicos como Can't Take My Eyes Off You-, si bien el recorrido en ritmo casi scorsesiano, pero prescindiendo de fuegos artificiales, por las décadas del grupo, apenas da tregua al espectador.

En su primera parte, que narra de forma lineal la formación y meteórico ascenso del grupo a los primeros puestos de ventas, Eastwood entronca el filme con el modelo dominante del musical clásico norteamericano. Estilando un registro prácticamente de comedia, el filme se transforma cuando el grupo llega a la cima de su popularidad en el Ed Sullivan Show. Conducida por los cuatro miembros del grupo hablando directamente a cámara -estableciendo así el eterno impulso eastwoodiano de destilar el mito de la realidad-, es ahí donde la narrativa se quiebra, se retuerce y da saltos hacia atrás y adelante en el tiempo para dar paso a una segunda parte tomada por el drama, las grandes elipsis y las tragedias personales. Asistimos al difícil equilibrio en el fondo y las formas como parte de la pulsión clasicista de Eastwood.

El gran oxímoron de Jersey Boys es que parece impulsada por la aspiración de 'reinventar' el género pero sin abandonar su clasicismo. Lo cierto es que en las múltiples mutaciones del género, el musical americano siempre ha estado más cerca de sus semillas que las expresiones artie del musical europeo, sobre todo desde que los jóvenes de la Nouvelle Vague desactivaran sus formas. Jersey Boys, qué duda cabe, se integra en la tradición del musical americano que hunde sus raíces en Broadway, si bien no deja de ser un musical disfrazado, que juega a ocultar su artificio al tiempo que lo hace evidente. La secuencia de créditos finales es en verdad la única que remite directamente tanto a su origen de neón como al periodo final del musical clásico filmado en estudios, como si el autor de Sin perdón homenajeara directamente a West Side Story (1961). La posmodernidad optó precisamente por sublimar el artificio del género (desde la vanguardia poética, como Terrene Davies, o desde la cacharrería videoclipera como Moulin Rouge) o bien por maquillarlo (justificarlo) narrativamente, haciendo habitar los números musicales en la imaginación de los personajes (Bailar en la oscuridad de Lars Von Trier) o en los propios conciertos, ensayos, grabaciones musicales. Jersey Boys juega esta última baza con inteligencia.

Compleja sencillez

De nuevo, Eastwood conquista la compleja sencillez que caracteriza tantos de sus trabajos. De nuevo, detectamos esa búsqueda sin aspavientos, el flujo orgánico en el que el director desaparece entre las imágenes si bien nunca deja de estar presente; esa extraña convivencia entre escenas sin elaboración, descuidadas, como bosquejos (especialmente los capítulos dramáticos de Valli con su familia), y secuencias que valen el precio de varias películas. Pensamos por ejemplo en el momento en que el grupo (cuyos intérpretes son los mismos del musical de Broadway, excepto el gran Vincent Piazza) da la bienvenida al compositor Bob Gaudio en una jam de la primera interpretación de Cry For Me. Eastwood filma ahí el latido genuino de la música, su magia, y la traslada a la pantalla con la misma sabiduría musical que estiló en los minutos finales de la obra maestra Honkytonk Man (1982).

Es en estos momentos en los que admiramos la capacidad de Eastwood, el cineasta pero también el músico y pianista, para convocar entusiasmo y emoción en la pantalla. Nos retrotrae al momento en que en su película Piano Blues (2003) -de la serie Blues dirigida por Martin Scorsese- se sienta al piano con Ray Charles, o a la pasión que extrajo como productor del prodigioso documental Thelonious Monk: Straight, No Chaser (1988). Fue precisamente tras su cansina experiencia como actor de uno de esos musicales sin rumbo ni personalidad, La leyenda de la ciudad sin nombre (1969, Joshua Logan), filmado cuando el género buscaba nueva identidad, donde Eastwood comprendió que para dirigir películas, y realmente controlar todos sus aspectos, hay que llevar las cosas a su sencillez. Una sencillez que volvió a conmovernos, en términos musicales, cuando su voz de ultratumba canta sobre los créditos finales de Gran Torino.



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