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El escritor vive desde 2002 en Nueva York, donde está terminando su doctorado sobre Historia Latinoamericana. (Foto: Leandro Teysseire)
C iudad Juárez, Chihuahua, 7 de marzo 2011. (RanchoNEWS).-Una caja marrón clarita sobrevivió tres décadas. Tenía dos manojos compactos de dólares –16.248, se sabrá después–, una nota del abuelo Samuel, escrita a sus dos hijas, un día antes de su muerte, y una foto. La única imagen existente de una familia en pleno. La primera, de izquierda a derecha, es Susana Bodner. Elías Semán –el padre– está en el centro de esa fotografía, levemente desplazado hacia la derecha de quien observa. A upa de Elías está el hijo más chico, un bebé de meses, Ernesto; de pie, con la cabeza buscando los ojos del padre, está Pablo, el mayor. En el reverso de la foto, se consignan los nombres, el lugar y la fecha: Villa General San Martín, Rosario, octubre de 1969. Posando desde la intimidad de un día más de fines de la década del ‘60, cada miembro familiar constituye una mirada que mira desde el tiempo. «La foto que había sobrevivido a todo, incluso a nosotros mismos», aclara Rubén, un geólogo que vive en el exterior y regresa a la Argentina para acompañar a su madre durante las últimas semanas de su vida, promediando Soy un bravo piloto de la nueva China (Mondadori), la última novela de Ernesto Semán. No es una novedad la inclusión de una foto en un texto de ficción. Cerca en el tiempo, el austríaco W. G. Sebald lo hizo. No tanto para «ilustrar» lo que estaba escribiendo, sino para instaurar una poética –si se quiere– de la «novedad añeja». Los recuerdos, como la memoria, se actualizan. Al volver sobre las narraciones construidas y aderezadas por los otros, lo evocado está lejos de ser exclusivamente patrimonio de lo «vivido» y «almacenado». Pero Semán confiesa, en la entrevista con Página/12, que la inclusión de ese «álbum familiar», que empieza y termina en una única foto, le permitió generar el efecto contrario. «Esa parte real hace mucho más fuerte la ficcionalización de todo el resto», subraya el escritor y periodista, como si esta consigna fuera el destino manifiesto de una novela que atraviesa la infancia de Rubén y del propio Semán, durante los años ’70. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
La imaginación compleja en sus infinitos vericuetos sutura las partes de un todo que irá in crescendo en Soy un bravo piloto de la nueva China; un todo cuyos puntos de arranque se estructuran y organizan en tres planos-momentos que alternan y surcan las páginas de esta ficción: la Ciudad, la Buenos Aires del pos 2001 –más precisamente el 2002–, cuando el diagnóstico lapidario que recibe Rosa Gornstein de Abdela, un cáncer avanzado, neoplasma maligno, obliga a Rubén al retorno. Como su nombre a secas lo sugiere, el Campo es el lugar adonde el Camarada Luis Abdela fue «trasladado» en agosto de 1978, después del mundial de fútbol; espacio donde el militante discutirá a brazo partido con su torturador. «Los usan para esto, cobardes –increpa el Camarada al torturador conocido como ‘Capitán’–. ¿Ustedes creen que así se gana una guerra, secuestrando militantes? Ustedes son carne de cañón, viniendo así, mientras los generales les roban más que lo que les pagan. Si los viera San Martín, si fueran más valientes...» Finalmente el tercer plano, la Isla, manejada por el siniestro Rudolf y su mujer, se erige como la zona que genera el efecto de una cámara Gesell llevada al paroxismo.
¿Cómo explica el interés por explorar el pasado más reciente de los años ’70 desde la ficción?
Supongo que se me hizo posible explorar algo más parecido al pasado y menos parecido a la memoria personal. Esta novela tiene una suerte de viaje recurrente hacia los ’70; pero la verdad que antes de que alguien la leyera, no me había dado cuenta de que podía ser pensada como una novela acerca de los ’70. Para cualquiera de mi generación, entre los 40 y 45 años, y para mí, especialmente, representa un retorno a mi infancia. A diferencia de otros textos con los que trabajo vinculados más a la historia, la ficción me permitía poner los recuerdos y las memorias en conexión con otras memorias y experiencias distintas –en algunos casos opuestas–, para reconstruir un pasado un poco más completo. Me da la impresión de que hay una forma de pensar el pasado y la memoria como «la» memoria con mayúsculas, la memoria como la historia total; pero el esfuerzo del personaje de la novela es tratar de entender que su historia y la que vivió el país es la suma de todas las memorias, la suya y la de otros: las memorias que le gustan y las que no le gustan.
Hay una pregunta que aparece en un momento de la novela: «¿Vos sabés si existe un copyright de lo que uno recuerda?» ¿Qué respuesta puede dar como escritor?
Sí, existe un copyright de lo que uno recuerda; lo que Rubén trata de hacer todo el tiempo, a través de sus formas de retornar al pasado, es ver qué va a hacer con todo lo que arrastra. En esa búsqueda lo que más lo obsesiona es no apropiarse de la historia de sus padres, lo que le cuenta su madre, como la única historia o los únicos recuerdos. Quizá lo que se pregunta a partir de la idea del copyright tiene que ver más con la exclusividad de los recuerdos. Si el final de la novela es «razonablemente» feliz, es porque esos recuerdos puestos en el contexto de otros dolores, alivian el propio. Deja de tener ese lugar tan narcisista, que en el caso de Rubén lo procesa a medida que se va despidiendo de su madre.
Pero los recuerdos de la madre y de Rubén son dos memorias en diálogo, pero con mucha tensión también, sobre todo por el lugar del padre.
Quise hacer un collage de distintos recuerdos y distintas memorias; pero que en el centro no estuvieran los recuerdos de los ‘70, los recuerdos de los personajes que viven en los ‘70 –el padre y la madre de él–, sino la mirada de Rubén sobre esos recuerdos. Si uno se fija en las novelas de hace 15 o 20 años, la experiencia de los ‘70 estaba en el centro. Lo que Rubén consigue es que su mirada sobre esos años esté en el centro. Quizá sea un gesto mínimo, pero a él le permite posicionarse y ver el recuerdo de la madre como algo ajeno, no en el sentido de que no le importe, sino como algo que no le pertenece.
¿Cómo se posiciona Rubén ante el hecho de saber, por la madre, que su nacimiento fue debatido en términos tales como «tener un segundo hijo era un privilegio burgués inapropiado para quienes luchaban»?
Las familias son narraciones de una serie de historias en las que lo que más importa son las ficciones que mantienen a la familia unida, traumática o felizmente, que lo que efectivamente pasó. Más que narraciones ajenas, son narraciones de las que Rubén comienza a tomar distancia. No le es ajeno no sólo la disposición del padre a no tenerlo, sino el impacto enorme que puede tener en él el hecho de que la madre haya decidido tenerlo. Rubén toma distancia de ese relato. O, al menos, lo intenta.
¿Cómo explica el recurso narrativo de «simular» una suerte de cámara Gesell?
El padre de Rubén entabla a lo largo de la novela una conversación muy larga con su torturador; un diálogo que está basado en el intento de los dos por entender qué pasó. Dos tipos extremadamente opuestos que están signados por un mismo acto, que es el acto de la tortura. Rubén sólo puede ver eso imaginariamente, necesita un lugar de observador que le permita entender algo de esa situación. Que aparezca en una pantalla virtual, en una suerte de cámara Gesell, es la manera en que él intenta saldar toda esa cuestión como parte de su pasado...
El escritor apoya la cabeza en sus brazos, desplegados como un triángulo sobre la mesa de un bar de Palermo. Pulsea con dignidad contra el cansancio por más de 24 horas sin dormir. Hace poco más de tres horas estaba aterrizando en Ezeiza. Desde 2002 vive en Estados Unidos, donde se encuentra terminando su doctorado sobre Historia Latinoamericana en la Universidad de Nueva York. Semán es hijo de Elías Semán, abogado, escritor y periodista que militó en Vanguardia Comunista, fracción del Socialismo Argentino de Vanguardia, fundada en 1965 junto con un puñado de intelectuales de izquierda de orientación maoísta. Su padre está desaparecido desde el 16 de agosto de 1978. «Nunca tuve el impulso de hacer una biografía sobre Elías; preferí explorar mundos posibles en los cuales la curiosidad intelectual y la necesidad de escribir tienen una característica común: la necesidad de la empatía, que ciertamente es muy difícil de lograr en el mundo real», aclara.
¿Por eso imaginó los diálogos con el torturador?
Sí, en lo que se refiere a la escritura, traté de desarrollar una empatía por ese otro que te parece incomprensible, pero ante quien necesitás saber por qué hizo lo que hizo, y sólo en ese contexto podía imaginar el dolor del torturador. Sin establecer ningún tipo de equivalencia moral sobre los lugares de cada uno, pero sí buscando respuestas que fueran más allá del lugar del hijo.
¿Cómo fue trabajar con los materiales personales y familiares en la ficción?
No queda nadie para que me dé algún dato, ni para que se queje (risas). En el origen mismo de mis ganas de escribir esta novela estaba la idea de trabajar con distintas memorias como una forma básica de darle sentido a la experiencia, incorporando materiales que me trascendieran. La idea de escribir empezó hace como seis años cuando con una amiga, Sylvia Molloy, nos encontrábamos en un bar en Nueva York que ya no existe. En algún momento, cuando le conté una serie de anécdotas familiares, Sylvia me dijo: «Vos tenés que escribir sobre eso». Sylvia me sirvió como referente por el tipo de uso que hace ella de las experiencias reales. Me di cuenta de que el centro de las memorias familiares son narraciones cuya realidad comienza y termina en la narración en sí. Sólo hay dos instancias en las cuales se mencionan los nombres reales: mi padre se llamaba Elías Semán, y aparece la única foto familiar que tengo. No hay otra foto de los cuatro juntos. La inclusión de los nombres y la foto me permitían generar el efecto contrario: esa parte real hacía mucho más fuerte la ficcionalización de todo el resto. Quizá por el hecho de conservar sólo una única foto familiar, pongo tanto el énfasis en que las familias son narraciones; en parte porque la existencia carnal de una imagen es muy efímera. Las narraciones familiares son mucho más atractivas y hasta ricas que las fotos de un álbum.
«El ruido de los colectivos me puede transformar en un ser muy agresivo», bromea Semán ante el rugido ensordecedor de un coche de la línea 95 que avanza por Ravignani hacia la avenida Santa Fe. «El título de la novela es la consigna que aparece en un avioncito que el padre le trae a Rubén de China, y que se transforma, a lo largo de las páginas, en una especie de talismán que va recorriendo generaciones, y es lo único que sobrevive a todos: la frase del avioncito –recuerda el escritor–. China es un espacio utópico, el lugar del ‘qué hubiera pasado si...’, una válvula de escape muy infantil».
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