Rancho Las Voces: Cine / México: Entrevista a Dana Rotberg
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lunes, enero 13, 2014

Cine / México: Entrevista a Dana Rotberg

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Basada en el cuento «Medicine woman», de Witi Ihimaera, White lies (Tuakiri huna) cuenta los insólitos lazos que se establecen entre tres mujeres en un pequeño pueblo de Nueva Zelanda en los albores del siglo XX.  (Foto: Milenio)

C iudad Juárez, Chihuahua. 11 de enero de 2014. (RanchoNEWS).-La película White Lies-Tuakiri Huna fue considerada por un comité del que formaron parte Peter Jackson, Frank Walsh y Phillippa Boyens para representar a Nueva Zelanda en la selección de nominaciones para el Oscar al mejor filme en lengua extranjera. Ese ha sido uno más de los reconocimientos que ha logrado este trabajo de Dana Rotberg que revela aspectos centrales de la cultura maorí, en cuyo idioma está filmado. Una entrevista de José Luis Martínez para Milenio:

Desde su casa en la ciudad neozelandesa de Auckland, en entrevista telefónica la directora mexicana habla de esta producción, recuerda también su participación en la película El círculo perfecto, realizada durante la guerra de Bosnia, se refiere al trabajo de sus compañeros de generación Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón y Emmanuel Lubezki y celebra el cine de los nuevos realizadores mexicanos, entre los que destaca el de Carlos Reygadas.

¿Por qué elegiste vivir en Nueva Zelanda?

No tengo una explicación racional. Creo que me enganché con el mito del fin del mundo, con la posibilidad de ir a un lugar remoto y fantástico. En mi cabeza, Nueva Zelanda era, y sigue siendo, misteriosa y lejanísima, dos cosas que me fascinaron. Entonces, agarré a mi hija Rina y a mi perro y me vine para acá, sin darle muchas vueltas al asunto.

¿Así de fácil?

Vi una película neozelandesa que me cautivó, no sé cómo se llamó en español pero en inglés es Whale Rider, de Nicki Karo, una directora maravillosa. Después de ver la película, dije: «Ahí voy con mi hija». Así de simple fue tomar la decisión de venir a este país.

¿Hace cuánto tiempo?

Diez años. Mi hija tenía ocho. Ha sido una aventura extraordinaria para las dos, las dos extrañamos mucho a México pero también hemos encontrado una vida muy generosa en este país, que es muy solidario y tranquilo.

Pienso que la experiencia en Sarajevo redujo mi tolerancia hacia un entorno violento. Cuando regresé de Sarajevo, México empezaba a montarse en la pesadilla terrorífica que está viviendo ahora, y a mí se me habían gastado los mecanismos para resistir, con cierta integridad emocional o psicológica, tanta violencia. Así que antes de que todo se derrumbara, tomé a mi hija y me salí buscando un lugar donde hubiera cierta paz política y social, que es lo que hay aquí.

Ya que la mencionas, háblame de tu experiencia en Sarajevo.

Sabes que nunca he hablado de eso. Me irrita mucho cuando la gente capitaliza, para una promoción pública o profesional, sus decisiones personales, sobre todo cuando tiene que ver con situaciones tan delicadas como una guerra. Yo no he usado nunca mi estancia en la guerra de Sarajevo para promoverme; la he mantenido en un territorio muy discreto porque no fue un viaje a Disneylandia ni un evento turístico. Fue una pesadilla.

En ese contexto, participaste en la producción de la película El círculo perfecto.

La película en Bosnia fue un proyecto que para mí significaba la evidencia de que mientras el alma humana exista —y mientras exista la capacidad creativa y comunitaria— no hay nada que la pueda destruir. Sarajevo vivió un estado de sitio terrorífico durante muchos años y lo que mantuvo viva esa ciudad fue el absoluto espíritu comunitario y multiétnico de la gente que decidió quedarse. Eso fue lo que hizo la resistencia civil, que luego fue una resistencia militar y después se transformó en una alternativa política, que desafortunadamente no floreció. Al mismo tiempo, lo que mantuvo esa ciudad palpitando fue el ejercicio artístico de los individuos y de los grupos: músicos, maestros, fotógrafos, teatreros, narradores de cuentos, montones de gente que optó por quedarse en su ciudad y defenderla a través del ejercicio creativo.

¿Esta experiencia demuestra que la cultura es un antídoto contra la violencia?

Absolutamente, no nada más nos ayuda, es fundamental, es un elemento de supervivencia. Le da sentido a nuestra presencia en este planeta, restablece, rejuvenece, purifica las relaciones comunitarias.

¿Crees que lo mismo ha sucedido en Ciudad Juárez, Tijuana, la Ciudad de México y otros lugares del país donde la violencia ha comenzado a disminuir? 

Sí, mientras el ejercicio creativo refleje y hable de lo que nos sucede, sobreviviremos. Cuando dejamos de contar, de hablar, de fotografiar; cuando nos callamos la boca, ya que chingados nos queda, ¿no? Por eso, no nos callemos la boca, nuestra voz debe seguirse escuchando.

¿Nunca has perdido el contacto con México?

México habita en mi casa, en mi cabeza y en mi corazón todo el tiempo, todos los días. Estoy cercana a él, me incumbe y me importa. Soy profundamente mexicana y voy a serlo siempre.

«En mis películas hablo de las cosas que me duelen y conmueven»

Hace quince años, cuando acabé Otilia Rauda, como me ocurre después de cada película, terminé bastante sobrepasada; los mecanismos del cine en México me rebasan profundamente. En ese momento me fui a vivir a La Paz, Baja California Sur, que fue un lugar hermosísimo para mi hija y para mí. Ahí nos quedamos algunos años y después nos venimos a Nueva Zelanda. Todo este tiempo he sido felizmente mamá.

Fue una determinación asumida con la integridad absoluta de amor hacia mi hija. Sé que el cine y la maternidad no se llevan bien; ambos son muy demandantes en términos de tiempo, de energía y concentración mental. Decidí no dividirlos; no necesitaba hacer más películas, quería dedicarme a ser mamá, y así lo hice venturosamente. Es lo mejor que he hecho en la vida, y lo volvería a hacer cien veces más.

¿Cuándo decides volver a filmar?

Estando aquí, mi productor me ofreció hacer una película. Yo no tenía ningún interés de volver a hacer cine, y le dije que no, que me hija no estaba en edad de compartirme con una película. Me respondió: «Yo te espero, y si algún día encuentras una historia que te conmueva, la hacemos»

Eventualmente encontré esa historia, lo platiqué con mi hija, que para entonces era una chamaca de dieciséis años, y estuvimos de acuerdo en que ella era capaz de compartirme con una filmación. Así fue, esa es más o menos la saga de lo que ha sucedido en los últimos quince años en que he estado desaparecida del asunto del cine.

Háblame de White Lies, en la que no solo diriges sino también escribes el guión.

Está basada en un cuento (Medicine Woman) de un autor neozelandés, Witi Ihimaera. Es una historia profundamente maorí que toca el tema de la identidad, un conflicto que tengo presente con mucha frecuencia, que me importa y no tengo resuelto. Este fue el vehículo que me permitió elaborar otras cosas que para mí son importantes y tienen que ver, inevitablemente, con la experiencia de la maternidad.

La identidad y la maternidad fueron los móviles narrativos que desarrollé en la adaptación. Por otra parte, la película también representó la oportunidad de comprender profundamente el país en el que estoy viviendo desde hace diez años. La intención fue darle el contexto de la colonización y tratar de entender la cosmogonía maorí, que al final de cuentas, como toda cultura indígena, me remite a la mexicana. Es curioso, pero al conocerla sentí cierta familiaridad.

Hablando de esto varios años después, puede adquirir cierta lógica, pero al momento de escoger la historia fue una cosa más orgánica, más del estómago. Al leerla, me sentí atraída emocionalmente, por eso, al desarrollar la adaptación, pude hacerlo desde los territorios que me incumben: la identidad y la maternidad, y esas partes oscuras a las que a veces no nos asomamos. El cine, para mí, ha sido un espacio para conocer esas partes oscuras.

¿Cómo tomas el hecho de que White Lies haya sido elegida para representar a Nueva Zelanda en la selección de mejor película extranjera, para la próxima entrega del Oscar?

Por un lado, me siento muy honrada, porque soy una inmigrante y es un honor que la gente que aquí sabe de cine, haya considerado que esta película tiene la calidad y la identidad necesarias para representar a Nueva Zelanda en el Oscar.

Pero por otro, si te soy absolutamente sincera, para mí el momento fundamental de la película fue cuando se la presenté a la comunidad, a la tribu que es protagonista y dueña de la historia. La historia no es mía, sino de la tribu y de la familia donde filmé. Ellos participaron decididamente al recrear, de la manera más auténtica posible, el universo que yo pretendía retratar en la película. Para mí, esa fue la prueba de fuego. El mejor premio que podrían haberme dado fue cuando, al verla, la comunidad se conmovió y se sintió profunda y respetuosamente reflejada.

¿Nunca pretendiste modificar la historia?

No. Los mexicanos conocemos, cuando llegan los extranjeros a retratarnos, a filmarnos, la gran cantidad de estupidez y racismo que termina proyectándose en la pantalla. Esa fue una de las cosas en las que traté de ser lo más cuidadosa posible, sobre todo viniendo de esa referencia de lo que el cine, especialmente el norteamericano, ha hecho con México.

Por eso, la montaña rusa emocional con mi película llegó a su punto más alto, en términos de expectativas, cuando se la presenté a la tribu, cuando la tribu me dio la bendición, ese fue para mí el premio más grande.

¿Y el Oscar?

Lo del Oscar me honra, pero no me significa emocionalmente. Lo que más importaba con esta película era cómo iba a recibirla la tribu, porque fue un proyecto comunitario, no tengo ni palabras para explicar la aventura de ir a escarbar en partes de la historia de esa tribu, que son dolorosas y sagradas. Filmarla fue una experiencia sagrada. Y bueno, cuando te toca vivir una experiencia así, el Oscar termina siendo, vamos, no quiero sonar arrogante y decir que me vale madres, no, pero no es lo fundamental en la experiencia de haber hecho esta película.

Perteneces a una generación de cineastas mexicanos que actualmente tienen una gran presencia en el cine internacional como Emmanuel Lubezki, Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro. ¿Qué piensas del trabajo de ellos?

Efectivamente, somos de la misma generación. Siendo chamacos, estuvimos juntos en muchísimas ocasiones pensando: «Algún día podremos hacer una película». Y cada uno de nosotros, donde estamos y como queremos y como sabemos, estamos haciendo el tipo de cine que nos interesa y nos gusta. Yo no puedo estar más que profundamente feliz de que, regados por el mundo, cada quien en su lugar y con su voz particular, sigamos trabajando y haciendo un cine interesante.

Aunque trabajan con muy distintos presupuestos.

Cada película tiene diferente tamaño y cualidades, pero cada uno de nosotros logró preservar su voz cinematográfica, ninguno terminó haciendo gelatinas Pronto!, y eso es algo que celebro profundamente. Me hace feliz y me divierte.

Qué más te puedo decir... Me parece que las películas que hemos hecho, por lo menos los cuatro que mencionas, cada uno en su espacio, me parece algo fascinante y bello y profundo. Y además con integridad, que es quizá la cualidad que más puedo celebrar en todos nosotros. Hemos preservado nuestra integridad. Somos cineastas con enorme integridad y eso es digno de destacar en una industria tan profundamente corrupta, tan prostituida y que prostituye tanto. Ninguno de nosotros terminó siendo una puta del cine, y eso es maravilloso.

Tus películas siempre han tenido un marcado contenido social. ¿Por qué?

Creo que todos nosotros, individuos sociales, en nuestro actuar cotidiano hacemos un ejercicio político, somos animales políticos. (Estoy tratando de buscarle una respuesta adecuada a tu pregunta, porque en mi cabeza las cosas no salen así como muy racionales, a lo mejor es por eso toda la vida desmadrada que llevo.) En mis películas hablo de las cosas que me importan, que me duelen, que me conmueven, no es algo que haga premeditadamente, que pase primero por mi cabeza. No es algo racional o ideológico.

Pasa más por el corazón...

Sí... Yo no sé si haber crecido como una persona extremadamente privilegiada en un país donde hay tanta marginación y pobreza, me hizo desarrollar una especie de sentimiento de responsabilidad, de hacer algo benéfico con todo lo que tuve la fortuna de tener. No sé si el cine le brinde un cabrón beneficio a alguien, pero cuando menos trato de hacer cosas que me atañen, que me importan.

Hay gente que me pregunta: ¿Por qué no has hecho comedia? Y bueno, sí hice una comedia, Intimidad, a la que le tengo un gran cariño por razones extra cinematográficas, pero si las historias no me incumben, no me molesto siquiera en mirarlas. No tengo urgencia de hacer películas, nunca he querido hacer muchas. Si no encuentro algo que me emocione, pues ni me meto.

¿Cómo ves a los nuevos cineastas mexicanos? ¿Qué piensas de lo que están haciendo?

Me parece muy bien lo que sucede. Yo vengo de una generación en la que era terriblemente difícil hacer cine, casi imposible. Veinticinco o treinta años después —y creo que esto se debe en gran medida al Centro de Capacitación Cinematográfica y al Centro Universitario de Estudios Cinematográficos— la gente que quiere hacer cine puede hacerlo. Esto es algo que, cuando yo era joven, no existía, no era una opción.

Los nuevos cineastas, por otra parte, están haciendo un cine sofisticado, efectivo, narrativamente bien construido, emocionalmente impecable, complejo, diverso. Hay una diversidad extraordinaria. Qué más te puedo decir, me gusta como espectadora, es lo que soy antes que cualquier otra cosa; me hace muy feliz. Hay ratos en que hasta me gustaría estar de regreso para disfrutar todo ese ambiente, pero, bueno, eso es otra cosa.

De los nuevos, ¿qué director te llama más la atención?

Me encanta lo que hace Carlos Reygadas. Sus películas me parecen viajes extraordinarios. Posiblemente no haya visto todo lo que ha hecho, pero todo lo que he visto me parece genial.

¿Qué tan fácil o difícil es filmar en Nueva Zelanda?

Viniendo del cine mexicano, donde verdaderamente sudas cada minuto que tienes en pantalla, y lo sudas con sangre, filmar en Nueva Zelanda es un lujo. Es una industria pequeñita, con presupuestos reducidos, con un nivel excelente en cuanto a los técnicos y al personal creativo.

Tuve una experiencia excepcional con esta película, porque no busqué hacerla. Me pagaron para escribir el guión, lo que es un milagro. No lo escribí y luego busqué cómo producirlo, a mí me llamaron y me dijeron: «Haz lo que quieras». Desde ese punto de vista, filmar aquí ha sido un súper lujo asiático.

¿Cómo funciona la industria del cine en ese país?

Hay muchísimo apoyo. A través de la Comisión de Cine de Nueva Zelanda se produce una gran cantidad de cortometrajes, lo que permite que las nuevas generaciones de cineastas ejerciten sus capacidades narrativas. Y bueno, para ser un país tan pequeñito, la población no llega a cuatro millones, hay estructuras de producción y apoyos sólidos para la gente que hace cine.

¿Has pensando en algún momento regresar a México?

No sé, no planifico nada. No tengo ningún plan específico en ningún sentido, el único ha sido sacar a mi hija adelante. Por fortuna, tengo una hija maravillosa de dieciocho años que está a punto de entrar a la universidad.

Ahora vivo muy contenta y muy tranquila en Nueva Zelanda, pero quién sabe a dónde termine, vete tú a saber qué vaya a pasar.



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