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Elmer Bäck (como Eisenstein) y Luis Alberti, en Eisenstein en Guanajato. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 7 de enero de 2016. (RanchoNEWS).- Acercarse al mito del cineasta soviético Serguéi Mijáilovich Eisenstein con la extravagancia, el fuego y la impudicia de Eisenstein en Guanajuato requiere valor o inconsciencia o provocación o vanidad o las cuatro cosas al alimón, algo de lo que seguramente sabe mucho el artista británico Peter Greenaway, el hombre que se atrevió a glosar que el cine tal y como se ha desarrollado hasta ahora había muerto y que él sería su redentor. Una desmitificación, la del autor de El acorazado Potemkin, en la que confluyen diferentes capas sobre la creación, que acaban convergiendo casi sorprendentemente en una película que, lejos del dislate, se abraza con el placer del cinéfilo desprejuiciado. Escribe Javier Ocaña para El País.
Tras una serie de fascinantes obras en los años 80, las que van de El contrato del dibujante a El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, Greenaway entró en una deriva (aún más) manierista de complicada asimilación. Un exceso del que no prescinde en su nueva película, pero que esta vez encaja con una historia en la que no sólo se acerca a la obra de director ruso sino también a temas personales hasta ahora no tratados, como su salida del armario homosexual durante su estancia en la ciudad del título para el rodaje de ¡Que viva México! Greenaway aborda así su sexualidad y sus juergas alcohólicas, pero también su etapa en Estados Unidos como controvertida figura política e incuestionable figura artística, esa que estuvo a punto de llevarle a hacer películas en Hollywood. Con la fuerza habitual de Greenaway en la experimentación con el montaje, el de imagen y el de sonido, añadiendo fotografías y secuencias típicas del documental a lo que en principio, y al final, es una ficción, el británico continúa con sus explosiones de sexo explícito y con su obsesión por la simetría en los planos, aunque sus habituales travellings horizontales de mastodóntica duración se han convertido ahora en travellings circulares de igual vehemencia aunque más cargantes. El director de El vientre de un arquitecto, como siempre, rompe moldes. Pero esta vez con el ardor de un guerrero de la cámara: sin fronteras de ningún tipo.
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