.
David Bowie en la película El hombre que cayó a la Tierra. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 11 de enero de 2016. (RanchoNEWS).- Entre El hombre que cayó a la Tierra y School Rock Band median exactamente poco más de 40 años. Es decir, una vida entera delante de la pantalla. Para bien y para mal. David Bowie no puede presumir de una carrera cinematográfica ni lejanamente paralela a la musical. Y, sin embargo, y a pesar de todo, no es difícil encontrar en su filmografía algunas de esas joyas irresistibles que, más allá de cualquier otra consideración, determinaron su tiempo. No necesariamente la época entera, pero sí buena parte de ella. Para bien, sin duda. Luis Martínez escribe la nota para El Mundo.
De hecho, nadie le puede acusar de no arrancar ambicioso y voraz. En 1976, la estrella más inclasificable del rock se aliaba con Nicolas Roeg, el director más vocacionalmente marciano del cine británico, para juntos pergeñar El hombre que cayó a la Tierra. Hablamos de 1976 y la historia del extraterrestre que se deja caer por estos predios acosado por la necesidad de salvar a sus congéneres (se quedan sin agua) puede presumir de ser la película de ciencia ficción más melancólica jamás filmada. Dos de sus álbumes (Station to Station y Low) lucen sendos fotogramas de la cinta. Por fuerza tuvo que quedar contento.
Antes de este debút rutilante, en puridad, Bowie ya había debutado. Aunque, probablemente, ni él mismo fuera consciente. En 1973, el maestro documentalista D.A. Pennebaker registraba en Ziggy Stardust la defunción y gloria de su heterónimo más conocido. La película es un clásico del rock, del cine musical, de la vida de Bowie y de la biografía sentimental de cualquier aficionado a las transformaciones. El arte, para situarnos, y en cualquiera de sus acepciones, no es otra cosa que cambio, transformación y vida. El «glamour», básicamente, era él sobre el escenario y ningún documento para atestiguarlo mejor que esta cinta convertida en su mismísima piel.
Lo siguiente de consideración es, ya sí, lo que probablemente está en mente de todos. Si parece que hay consenso en que los 80 no fueron los mejores años de casi nadie en lo que a la música se refiere, Bowie, por su parte, puede presumir de haber aprovechado mejor el tiempo triste de esa década en otra cosa. Quizá los suyos no fueron papeles gloriosos, pero sí icónicos (signifique esto último lo que quiera que signifique). En El ansia (Tony Scott, 1983) ningún vampiro alcanzó los poderes de seducción que él. Y eso que su amante (Catherine Deneuve) le dejaba por otra (Susan Sarandon) en una de las escenas que más hizo salivar a los adolescentes que entonces éramos.
Dos pasos más allá, y sin movernos del año, Feliz navidad, Mr. Lawrence, de Nagisha Oshima, nos devolvía la imagen más turbia del hombre que siempre jugó en el filo entre lo uno y lo otro, el hombre y la mujer, el pop y el rock, el músico y el actor, el provocador y el genio, el mal y el bien. Y en este último binomio se sitúa la propuesta siempre en llamas del director de El imperio de los sentidos. ¿Pueden amarse dos hombres destinados a odiarse por el imperativo de la guerra? Bonita pregunta, infravalorada injustamente película.
Y así hasta que en 1986 dio vida a Jareth, el rey de las criaturas de la noche. Dentro del laberinto, de Jim Henson, es una de esas producciones que se ven y quedan para siempre alojadas en una esquina de la retina. Da lo mismo la edad. Por entonces, Bowie andaba con discos como Let me down que, a decir de los que dicen, no está en las mejores «playlist». Pero qué más da. Su trabajo, pelo cardado y rodeado de marionetas al lado de la más que bella Jennifer Connelly, es algo más que un simple delirio. Además es una extravagancia del tamaño de un tótem. Sólo por esto ya debería tener su sitio en la más alta de las glorias.
Por el camino de los siempre accidentados 80 le pudimos ver sólo un poco junto a los Monty Pithon en Los demadrados piratas de Barba Amarilla, una parodia olvidable sobre el asunto, o en la irrelevante Principiantes, de Julien Temple, que adaptaba la novela de Colin MacInnes de aquella atolondrada manera. Todo ello, previo el necesario olvido de Gigolo, de David Hemmings. Esta última vino después de su aplaudido debút citado arriba y, fiel al impulso suicida que ha de acunar a todo verdadero artista, casi acaba con su carrera en el cine para siempre de puro bochorno.
Pero que hay vida más allá de la infausta década de los peinados «mullet» lo confirma que llegaron los 90. Mucho más «cool», mucho más Bowie. Y de su mano, su aparición en cintas de obligado culto como Twin Peaks:Fuego camina conmigo o Basquiat. En la primera, sólo el acontecimiento de ver juntos al director David Lynch y a él mismo justifica más de una vida. Pocas veces le vimos tan loco. Y genial. En la segunda, su papel, rubio platino, como el mismísimo Andy Warhol en la cinta de Julian Schnabel vale para recordar que tiempo atrás el rey del pop Bowie le dedicó una canción al rey del pop Warhol. Y así. Genio por genio.
Hay más (ahí está La última tentación de Cristo, donde Martin Scorsese le pone a hacer de Poncio Pilatos, o Zoolander, de Ben Stiller, donde se interpreta a sí mismo, como no podía ser de otro modo), pero no será hasta El truco final (El prestigio), de Christopher Nolan, donde su papel como el científico Nikola Tesla nos vuelva a recordar su gusto siempre sorprendente por cualquier forma de prestidigitación. Siempre él, siempre otro. El hombre que, en efecto, cayó hacia el cielo.
REGRESAR A LA REVISTA