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Ramón Fontseré encarna a un Galileo obsesionado con sus investigaciones. (Foto: Sergio Enríquez-Nistal)
C iudad Juárez, Chihuahua. 22 de enero de 2016. (RanchoNEWS).- El caso Galileo sigue abierto en la historia de la humanidad. La rehabilitación del científico, dictada por una comisión pontificia en 1992, no ha zanjado el proceso. Lo demuestra lo sucedido en la Universidad de La Sapienza de Roma en 2008. El papa Benedicto XVI se vio obligado a suspender una conferencia que iba a pronunciar para abrir el año académico. Decenas de profesores se habían movilizado para repeler su presencia. Denunciaban algunas declaraciones de otro discurso que el pontífice habíaleído en 1990. Ratzinger dijo entonces: «En la época de Galileo la Iglesia permaneció mucho más fiel a la razón que el mismo Galileo (...). Su sentencia contra Galileo fue racional y justa». Afirmación que, según los signatarios, ofendía y humillaba a la comunidad académica. El ambiente se caldeó tanto que el Papa prefirió declinar la invitación. Alberto Ojeda reporta para El Cultural.
El caso también sigue abierto en el teatro. Lo abrió Bertolt Brecht en 1939, escribiendo una obra sobre el pulso sostenido entre el científico y la curia. Y lo reabre ahora Ernesto Caballero en el Valle-Inclán. Las ‘vistas' arrancan el próximo viernes (29 de enero), en un escenario circular diseñado por Paco Azorín. El director del Centro Dramático Nacional sigue la línea temática abierta con el Rinoceronte de Ionesco: la de la marginación que sufre el individuo que disiente de un sistema de creencias petrificado. El pobre Berenger acababa aplastado (físicamente) por el totalitarismo animal. Galileo logró sobrevivir: su condena, emitida en 1633, quedó en un arresto domiciliario vitalicio. Sorteó el tormento físico y la prisión perpetua gracias a una retractación in extremis de su teorías heliocénticas (aunque por lo bajini dicen que dijo aquello de Eppur si muove). Ya saben: frente a la tesis geocéntrica imperante, Galileo, suscribiendo a Copérnico, aseguraba que era la tierra la que giraba en torno al sol y no al revés. Pero cuando le enseñaron los aparatos de tortura, se avino a razones.
«Brecht vio esa retractación como el pecado original de las ciencias modernas. La investigación, a partir de ese momento, se desentiende del progreso y el bienestar social. Esa ‘pureza' científica, su compulsiva especialización, tendría funestas consecuencias», explica a El Cultural Ernesto Caballero en su despacho del María Guerrero. Funestas consecuencias como la bomba atómica, que arrasó Hiroshima y Nagasaki. De hecho, Brecht, tras aquel holocausto nuclear, decidió modificar el final de la versión primigenia, denominada ‘danesa' porque la había escrito en Dinamarca. Despachó dos más en los años siguientes: la ‘americana' (1947), escrita durante su exilio en los Estados Unidos en colaboración con Charles Laughton y adaptada a las querencias del público local. Y la ‘berlinesa' (1955), remada cuando ya campeaba en la RDA como una especie de prócer cultural. Lo que hace en ambas, básicamente, es afearle a Galileo su abjuración. «No le reprocha que no se convierta en un mártir, no, pero sí deja constancia de que aquella renuncia supuso un tremendo retroceso para la humanidad», apunta Caballero, que toma como referencia primordial la última entrega, en la traducción de Miguel Sáenz.
Identidades cruzadas
La intención original de Brecht era escribir una obra sobre Einstein, pero cuando conoció la historia de la retractación vio que tenía mucha más sustancia dramática. También, siguiendo sus planteamientos «distanciadores», prefirió alejarse de las vicisitudes contemporáneas al abordar el papel de la ciencia en la sociedad. Y se metió hasta el tuétano en la Italia renacentista y en la psique contradictoria de Galileo, que alternaba gestos prácticos de hábil superviviente con otros de un idealismo temerario. Dentro de su mente experimentó una fuerte sensación de familiaridad, tanto que se acabó activando una identificación íntima con el científico: con sus obsesiones experimentales, con sus afanes transformadores, con su hedonismo mundano... Caballero subraya esa sintonía: hay varios momentos de su adaptación en que Brecht se encarna en Galileo y viceversa. «Con pocos personajes se identificó tanto. Quizá con el joven Baal en su etapa anarquista y juvenil. Pero en quien se reconoce el Brecht maduro, el científico del materialismo histórico, es en Galileo, el científico renacentista. De hecho, el personaje de Galileo lo perfila como trasunto de sí mismo», señala el director madrileño, al frente del CDN desde 2012.
Para Caballero, «Brecht es el Galileo del teatro, el hombre que introdujo una batería de técnicas novedosas que hoy, en los escenarios de todo el mundo, son moneda común. Todos los que nos dedicamos a este oficio somos brechtianos, incluso sin darnos cuenta». Y se pone a enumerar algunos de esos recursos para desdecir las teorías que dan por amortizados los postulados del dramaturgo y director alemán. Veamos: las metonimias escenográficas, donde la parte evoca al todo: como un jarrón que representa un palacio; la transparencia de las bambalinas: los actores cambiándose de ropa sobre las tablas mientras sus compañeros interpretan una escena; la poética de los entresijos del proceso creativo, lo que hoy denominamos el making of, que tanta curiosidad suscita, casi tanta como el «producto» final; la concepción del escenario como un tablero donde los actores representan arquetipos, perspectiva que entronca con el gran teatro del mundo barroco...
Y el más famoso, el distanciamiento, objeto de tan dispares y prolijas interpretaciones que ha acabado sepultado bajo un abstruso magma dialéctico. «Eso de que el actor debe estar frío es una chorrada. Brecht quería romper una tendencia que venía del romanticismo y que consideraba que lo más atractivo de un espectáculo teatral era ver al actor tensando todo su aparato emotivo. Para Brecht, sin embargo, debía prevalecer el conjunto, es decir, la historia. Lo que tiene que hacer el actor es contarla, no gustarse en su papelito. Y por eso, tras los torrentes emocionales, que también tienen que estar, por supuesto, devolvía al espectador al relato a través de las acotaciones, los rótulos, los apartes, la ruptura de los tempos, la irrupción de la música... Son diversas maneras de reconducir la atención, justo lo que hacen los publicistas de hoy, también brechtianos aunque no lo sepan».
La prevalencia del argumento requiere actores-dramaturgos: Chema Adeva, Marta Betriu, Alberto Frías, Paco Déniz, Alfonso Torregrosa, Tamar Novas... Y Ramón Fontseré, al que se reserva el papel central. Curtido en encarnar personajes históricos (Pla, Dalí...), posee una marcada vis narrativa, idónea para las exigencias brechtianas. «Galileo decía siempre que la verdad era hija del tiempo y no de la autoridad», explica el actor catalán, sucesor de Boadella en la dirección de Joglars. «Era un hombre que quería saber, no creer. Su estrategia de resistencia no fue la firmeza del roble sino la flexibilidad del junco. Una inteligente elección». Aunque también añade que fue muy ingenuo: «Pensó que frente a sus demostraciones empíricas no había creencia que pudiera sostenerse. Se equivocaba, claro, porque las creencias suelen estar basadas en conveniencias, se funden. Y los que se benefician de ellas cierran filas cuando se cuestionan». A Fontseré este fenómeno le resulta muy cercano: «Es lo que han hecho Artur Mas y los suyos en Cataluña: tapar su horrorosa gestión con la fe identitaria e independentista. Es normal que lo hagan: es lo que les corresponde como gobernantes. La pena es que la gente les siga y se trague sus mistificaciones, y que quien les contesta sea vilipendiado, excluido y despreciado».
Caballero siempre escoge las obras al calor de los acontecimientos contemporáneos. En ese sentido, no da puntada sin hilo: Doña Perfecta evidenciaba la pugna de las dos Españas, agudizada a cuento de la Memoria Histórica; Montenegro reflejaba la rapacidad economicista que desencadenó la crisis; y Rinoceronte alertaba del auge de los totalitarismos, que han vuelto a asomar la patita en Europa. Con Vida de Galileo va más allá de los contenciosos campanilistas españoles y del consabido alegato anticlerical. Ha querido reflexionar sobre el trato a la educación, la ciencia y la cultura, «nuestras únicas tablas de salvación». Dice que lo suyo no es hacer teatro para convencidos sino inocular el germen del debate dentro de cada espectador. Eso es lo que busca una vez más. «Galileo nos habla de la dificultad para que la razón se abra paso. Es un discurso muy oportuno. Como en los tiempos de Galileo, estamos viviendo un cambio de paradigma frente al que se opone una resistencia a ultranza. Entonces se pensaba que ese cambio era el fin del mundo y luego se comprobó que sólo era un cambio. También explicita el peligro de la especialización desentendida de los demás. La moraleja es que todo lo que hacemos repercute en el conjunto, desde las investigaciones de Galileo hasta las labores de limpieza de su criada. Esa apelación a la responsabilidad individual de cada uno también es muy oportuna».
Último gesto de rebeldía
El científico italiano se hizo cargo de la suya plenamente en sus últimos años de vida, sitiado por la Inqusición en su casa de campo cerca de Florencia. Entendió el alcance y la gravedad de su retractación. Le pesaba en la conciencia e intentó enmendarla a través de Andrea, su discípulo, al que dice: «Yo sostengo que el único objetivo de la ciencia es aliviar las fatigas de la existencia humana. Si los científicos, intimidados por los poderosos egoístas, se contentan con acumular ciencia por la ciencia misma, se la mutilará, y vuestras nuevas máquinas significarán sólo nuevos sufrimientos». Galileo intenta evitarlo legando una copia de sus Discorsi al aprendiz, que logra romper el cerco de la censura. Y la tierra, aunque no querían, acabó girando alrededor del sol. Hasta hoy.
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