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El canadiense estaba, sin duda, en el podio de los intérpretes más importantes de nuestro tiempo. Era, también, un milagro de intuición, de delicadeza y de inspiración. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 5 de enero de 2016. (RanchoNEWS).- A Paul Bley siempre se le ubicó en los campos abiertos del jazz, allí donde la vista no encuentra horizontes. Lo consideraron uno de los pianistas más autorizados e influyentes del free jazz, pero este maestro canadiense siempre huyó de las etiquetas, orillando su creación a un espacio interpretativo y emocional altamente exclusivo, sin nombre. Quizás por ello, esta gloria del jazz moderno era poco dado tanto a grabar discos como a realizar conciertos, consciente de que la inspiración no tiene dueño y que la genialidad de un nuevo lenguaje, una nueva palabra, no aparece todos los días ni puede acotarse. Tras días de confusa actividad informativa, de noticias acerca de su fallecimiento y posteriores desmentidos, ahora su discográfica ECM confirma la muerte a los 83 años de edad de este gigante de una vanguardia musical escrita con los colores del jazz y su piano, el blanco y el negro. Pablo Sanz reporta para El Mundo.
Mucha gente sitúa en la cima del piano del jazz actual a instrumentistas y compositores consumados como Keith Jarrett, y por debajo de éste a otros avezados e igualmente mediáticos intérpretes como Brad Mehldau. Pero, atendiendo a la verdad, habría que situar a Paul Bley y Cecil Taylor, junto con discípulos de respiración y actitud semejantes como Fred Hersch, Joachim Kühn, Vijay Iyer o nuestro Agustí Fernández como verdaderos patriarcas de un verbo pianístico aventurero y ambicioso, distinto, por no decir inédito. Y es cierto: estos últimos músicos citados no obedecen a ninguna escuela jazzística, o mejor dicho, obedecen a todas las que palpitan sus respectivos corazones. El piano de Bley era... otra cosa.
El pianista mayor de Canadá, con permiso de Oscar Peterson, se empleó a fondo con francotiradores del género como como Coleman Hawkins, Charlie Parker, Ornette Coleman, Don Cherry, Lee Konitz o Sonny Rollins, entre otros muchos más, destacando posteriormente tanto en los formatos de piano solo como en los de trío, donde hoy la memoria nos recuerda triángulos de altísima temperatura creativa como los formados junto a los contrabajistas Barre Philips y Steve Swallow o los saxofonistas Evan Parker y Jimmy Giuffre (mención especial también merece el cuarteto que capitaneó en los años 80 junto a John Surman, Bill Frisell y Paul Motian). Cuenta «a su pesar», como ya se ha sugerido, con una discografía discreta, considerando que probablemente fuera uno de los 10 mejores pianistas de toda la historia del jazz, sobresaliendo siempre en cada uno de sus registros, desde su primer álbum de estudio, junto a Charles Mingus y Art Blakey (Introducing Paul Bley, 1953), hasta sus últimos pianos solo About me (2007) y Oslo concert (publicado en 2014, aunque grabado en 2008).
Al igual que Cecil Taylor, el músico con el que más se podía identificar su pianismo, Paul Bley ayudó como pocos a entender la música siempre desde la atalaya de la búsqueda y la revolución, un mirador al que nunca traicionó en sus seis décadas de impecable ejercicio.. En el caso del canadiense, hoy se puede profundizar en su obra a través de la biografía Stopping time: Paul Bley and the transformation of jazz, publicada en 1999, en la que se da cuenta de su particular relación con la creación, entendida ésta, ya se ha sugerido, como una cuenta pendiente y nunca como una meta alcanzada, así como en las publicaciones Time will tell: Conversations with Paul Bley, de 2003, o Paul Bley: la lógica del caso, de 2004.
Footlose, Mr. Joy, Open for love, Barrage, Closer, Ramblin, Time will tell, Annette, Reality check... Los testimonios discográficos que hoy nos quedan de este pianista y creador monumental con incontables, pues nunca renunció a su compromiso con la creatividad más escorada y huidiza. También en la memoria quedan sus actuaciones en directo, como la que en 1997 el que suscribe tuviera ocasión de presenciar en el colegio mayor San Juan Evangelista de Madrid.
«Incluso cuando se equivoca, se equivoca de manera brillante», comentaba no hace mucho Agustí Fernández sobre la magia pianística de Paul Bley, y parafraseando quizás a Miles Davis, cuando le recriminaba a Wayne Shorter que si se equivocaba, se equivocase fuerte. El objetivo para todos estos músicos venerables, ya se sabe, nunca fue el destino, sino el viaje, y así los vimos siempre: con la mochila a punto para recorrer las sendas inéditas de músicas jamás soñadas.
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