Rancho Las Voces: Textos / «La doble moral del combate al vicio» por J.M. Servín
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miércoles, marzo 01, 2017

Textos / «La doble moral del combate al vicio» por J.M. Servín

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Cartel de la película. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 25 de febrero de 2017. (RanchoNEWS).- La Razón publica el Texto de J. M. Servín donde repasa el siglo XIX mexicano, donde la disponibilidad, el comercio de marihuana y fármacos derivados del opio y la cocaína era «legal y común». La criminalización de su consumo derivó de un reglamento expedido por Plutarco Elías Calles sólo hasta 1925. La película silente El puño de hierro, realizada en 1927, adelanta la estigmatización de las drogas como insignia de un mundo proscrito, pero también negocio clandestino determinado por la ausencia de la autoridad. 

En la segunda década del siglo XX las autoridades sanitarias y judiciales mexicanas apenas comenzaban a ponerse de acuerdo en penalizar el consumo de drogas. Su uso era generalizado entre la población como fármacos: mariguana, opio y cocaína principalmente; el opio en forma de láudano y otros compuestos opiáceos como la morfina eran de consumo legal y común. Desde mediados del siglo XIX los vinos (cordiales) con coca y los cigarrillos de mariguana (para combatir el asma, entre otros males) formaban parte de los productos ofrecidos normalmente en las farmacias y hasta en mercados y tlapalerías. Aún a finales de los años veinte del siglo pasado en periódicos y revistas estas drogas eran anunciadas sin connotaciones peyorativas con las propiedades sanadoras que se les atribuían. Para entonces la morfina era considerada una panacea médica que se usaba para curar delirium tremens e «histeria femenina». Su popularidad era tal que prácticamente no había una enfermedad que no pudiera ser tratada con el alcaloide. Incluso se aconsejaba para mejorar la producción de las gallinas ponedoras.

Jarabes, extractos y tinturas con dosis sugeridas para niños y adultos. Si había una preocupación, era sobre el control y sapiencia de los profesionales encargados de suministrar las sustancias, el control de calidad y las dosis justas que evitaran intoxicaciones y adulteraciones. El uso terapéutico no se ponía en duda y los juicios morales estaban todavía muy lejos de la orientación actual, aunque ya había muestras de un cambio de percepción.

Desde aquellos años las drogas se han traficado y consumido ampliamente en este país. Lo que ha cambiado es la valoración a los consumidores.

Visión de lo proscrito

Este es el trasfondo de El puño de hierro, largometraje de 1927, el tercero y último en la filmografía de Gabriel García Moreno. Película silente filmada en Orizaba, Veracruz, es una singular ficción policiaca con una deshilachada trama que para su época e incluso para la actual, con su corrección política y un cine mexicano lacrimógeno de «denuncia» social, resulta irreverente y con todos los elementos del cine de acción.

Carlos, un muchacho de clase acomodada, es adicto a las drogas que le ofrece El Buitre, secuaz del traficante El Tieso. Laura, la afligida novia de Carlos, intenta sin éxito ayudarlo a abandonar sus hábitos dañinos. Por su parte, El Murciélago asuela la región con su banda secuestrando y robando hacendados. Este universo delincuencial ignora la presencia de Juanito, una especie de héroe espontáneo dispuesto a acabar con los criminales de su ciudad, quien hace mancuerna con Perico, un niño humilde que aspira a ser como su héroe de folletín policiaco Nick Carter, a quien imita en los modales portando unos gruesos lentes estilo hipster y una pipa sin prender pegada a la boca. Juanito y Perico, convertidos en detectives «privados» plenos de ingenuidad, buena fe, y carentes de toda técnica de investigación, se involucran a los ojos de todos en los peligrosos bajos fondos de una ciudad provinciana que bien podría ser cualquiera de México. Estos paladines prefiguran a la pareja de Chabelo y Pepito, sólo que contra los monstruos de la delincuencia organizada.

Hay un tugurio donde se vende y distribuye la droga, morfina y cocaína principalmente: ahí se envicia y corrompe, es el lugar que cobija la debilidad de espíritu y la prueba máxima de quien intenta redimirse. En ese lugar los parroquianos buscan «Un anonadamiento del ser, absorción del yo en el infinito y disolución del pensamiento en la nada. Muere la memoria y con ella el tormento del pasado y la ansiedad del futuro y el hastío, la aflicción y la neurosis del presente». El ingreso es mediante un timbre oculto tras el número de la entrada cuya clave de identificación son las huellas de pintura negra de dos manos a un costado del número. La recreación del tugurio bien puede dar una idea de los escenarios patibularios donde se construyó el imaginario social de «lo proscrito».

La autoridad ausente

La trama presenta un enigma y una ambigüedad moral que reflejan las contradicciones de la época y las nacientes políticas de criminalización y estigmatización de los consumidores de drogas; la conciencia pública que desde entonces en todo el mundo se formó mediante la condena al comercio y distribución ilícita de drogas, a su uso cotidiano, terapéutico o ritual y sobre todo recreativo. En aquel entonces la gente ingresaba a las prisiones por ebriedad y riñas, rara vez por consumo de drogas, pero también comenzaban a llamar la atención los suicidios y muertes por sobredosis de morfina o de láudano.

Un prestigiado médico distribuye y vende las drogas en el tugurio a través de su esbirro El Buitre. Pero el médico tiene una doble personalidad y acude al tugurio a mercar y vigilar el negocio disfrazado como un viejo barbudo y mañoso, conocido como El Tieso. Debido a su fingida parálisis de medio cuerpo, nadie podría sospechar de él. A través de los remedios que receta a los enfermos en su respetable faceta profesional, se enriquece y controla el comercio ilegal enviciando a sus pacientes. En el tugurio los parroquianos se inyectan morfina, beben vino cordial y se untan cocaína en las encías. Se practica la homosexualidad y la prostitución, y entre una orgía y otra se convence de inyectarse morfina a espíritus ya de por sí predispuestos al desfogue, que sólo necesitan a El Buitre como intermediario entre ellos y su entrega al infierno de la adicción. El médico representa a un agente social que en medio de la naciente prohibición, satisface y diversifica la demanda de un consumidor al que arbitrariamente se le clasifica como enfermo, traficante o vicioso según el caso. Desde su privilegiada posición el médico crea una necesidad y al mismo tiempo apuntala su prestigio. Mientras tanto, la ciudad es asolada por atracadores vestidos con capuchas y camisolas negras numeradas, tipo Ku Kux Klan. Un copycat de La banda del automóvil gris de la década anterior en la capital del país que opera en completa impunidad. En toda la película no aparece un solo policía y todo ocurre en pleno día. La banda comandada por El Murciélago es prácticamente desarticulada por Juanito y Perico a fuerza de ingenio y arrojo; además desenmascaran al doctor, salvan la vida en balaceras sin portar armas de fuego, participan en batallas campales dentro del tugurio, y se esfuerzan por combatir el crimen ahí donde la autoridad nomás no aparece.

La prohibición en sus inicios

El puño de hierro llegó a manos del investigador Aurelio de los Reyes de parte de la familia Mayer, de Orizaba, Veracruz. Siete rollos en soporte de nitrato que pasaron a formar parte de la Filmoteca de la UNAM. La versión disponible es la tercera y definitiva e inserta fragmentos de dos trabajos anteriores de García Moreno: Misterio y El Buitre.

El puño de hierro es entretenimiento trepidante y descocado, vaya logro, además de ser un curioso instrumento moralizante sobre los males que ya para entonces comenzaban a ocupar la atención de los medios y la sociedad mexicana. Refleja el cambio en los criterios y políticas sanitarias en torno a las drogas basados en criterios eugenésicos para criminalizar a las clases bajas. Vale la pena señalar que hasta finales del siglo XIX, el consumo de morfina sustituye al del opio entre algunos sectores de las clases acomodadas mexicanas como un acto de imitación de sus similares parisinas.

Influidas por las nacientes políticas internacionales de control y prohibición, a partir de 1920 las autoridades sanitarias comienzan a controlar rígidamente la importación del opio y sus derivados y a criminalizar el cultivo y consumo de la mariguana. Le llaman «disposiciones sobre el cultivo y comercio de productos que degeneran la raza». El 8 de enero de 1925 el presidente Plutarco Elías Calles expidió un reglamento donde fijó el control de fármacos y drogas como el opio, la morfina y la cocaína, entre algunos otros. Para 1926 los comerciantes y consumidores se convierten, gracias a este cambio en las políticas sanitarias, en «traficantes, viciosos y criminales».

Quizá el siniestro doctor con doble personalidad protagonista de El puño de hierro, ya preveía la disposición sanitaria de 1929 que obligaba a los propietarios de toda botica o farmacia llevar un «libro de narcóticos» para registrar recetas expedidas que contuvieran drogas heroicas y a proporcionar una copia al interesado para que pudiera mostrarla a su médico en caso necesario. Los farmacéuticos protestaron aduciendo que era más sencillo vigilar los lugares donde se efectuaba el comercio ilícito. Para entonces, las regiones donde se cultivaba mariguana y adormidera iban en incremento así como los tugurios y fumaderos de opio, hasta entonces identificados con los chinos. En El siglo de las drogas de Luis Astorga se hace mención a una obra de Jesús Galindo Villa, publicada en el año de 1927, donde el autor señala que el morfinismo «ataca de preferencia a las clases media y alta de la sociedad, más bien que a las clases populares; a los intelectuales y a los artistas, más bien que a los obreros y campesinos. Es, según se ha dicho, un veneno de los ‘degenerados superiores’.»

El puño de hierro tiene un final feliz, que sólo cumple con su mensaje moralizante y prejuicioso que noventa años después ha arrojado a México al abismo.

El puño de hierro, Gabriel García Moreno, México, 1927. Guión: Gabriel García Moreno; fotografía: Manuel Carrillo, Juan D. Vasallo. Intérpretes: Carlos Villatoro, Octavio Valencia, Laura Rosario Galaviz.


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