'El contemplador', de la Fondazione Giorgio e Isa de Chirico. (Foto: VEGAP)
Ciudad Juárez, Chihuahua. 19 de julio de 2017. (RanchoNEWS).– A la sombra de los pórticos de Éfeso, Heráclito paseaba mientras esbozaba su teoría cosmológica del eterno retorno. Bajo esos pórticos clásicos, entre estatuas helénicas y columnas jónicas, Giorgio de Chirico buscó sin descanso ese eterno fluir, ese espíritu en cada cosa del que hablaba el filósofo. Y en su pintura encontró un nuevo pathos, un nuevo horizonte espiritual arraigado en la belleza de la Grecia mitológica y en los misterios espectrales de los sueños. Unos sueños homéricos, de ruinas en playas solitarias, de arquitecturas vacías, de héroes sin rostro, escribe Vanessa Graell para El Mundo desde Barcelona.
Mientras el futurismo y el cubismo dinamitaban formas y reglas, Giorgio De Chirico inventó un nuevo camino en la pintura moderna: la metafísica, que influiría tanto en Dalí como en Warhol. Su metafísica son las ideas de Nietzsche y Schopenhauer. Una pintura que parte del clasicismo para profundizar en la esencia oculta de las cosas. Y sucedió en Florencia: un Giorgio de 22 años estaba sentado en un banco de la plaza de Santa Croce y tuvo una visión, como si viera las cosas por primera vez. Y pintó su primer cuadro metafísico: L'énigme d'un après–midi d'automne (El enigma de una tarde de otoño). La metafísica nace del enigma, que el propio De Chirico dejó escrito en uno de sus autorretratos: Et quid amabo nisi quod aenigma est?(¿y qué amaré, sino lo que es enigma?).
El mundo de Giorgio de Chirico. Sueño o realidad construye ese universo metafísico en un teatro de pórticos blancos en los que quedan suspendidos los cuadros del pintor: sus plazas italianas, sus musas silenciosas, sus trobadores con bustos clásicos a los pies... Y, entre ese mar de lienzos y arquitectura, en el ágora de la exposición, se alzan sus esculturas de terracota y bronce –plateadas y doradas–, los maniquíes sin rostro, arlequines de la metafísica con formas geométricas. CaixaForum Barcelona inaugura la primera gran retrospectiva sobre De Chirico que se ha celebrado nunca en España: casi 150 obras procedentes en su mayoría de la fundación italiana que fundó su viuda y que formaban la colección particular del pintor. Después, viajará a Madrid, Zaragoza y Palma. «El siglo XX ha tenido dos grandes artistas: Picasso y De Chirico. Ambos son fuerzas complementarias que constituyen las columnas del arte moderno, como decía el crítico de arte Maurizio Calvesi», reivindica Paolo Picozza, presidente de la Fondazione Giorgio e Isa de Chirico.
Cuando era un joven abogado, Picozza se encargó de defender a De Chirico en unos juicios civiles sobre varias falsificaciones de sus cuadros. Y cuenta la anécdota de que el propio De Chirico falsificaba las fechas de sus obras. «No le importaba en absoluto la fecha en que pintaba. Con 80 años su fuerza creativa era igual que cuando tenía 30 y hacía versiones de los mismos cuadros. En los años 50, el actor Alberto Sordi le pidió un cuadro de El trobador, pero quería uno antiguo. Así que De Chirico pintó uno nuevo y lo firmó como si fuera de 1921. Por eso resulta problemático fechar sus obras», explica Picozza.
Si Florencia fue el origen del arte metafísico, De Chirico –hijo de padres italianos– tuvo un nacimiento casi mitológico en Volos (Grecia): «junto al mar que vio zarpar la nave de los argonautas, al pie del monte que conoció la infancia de Aquiles del pie veloz, y los sabios consejos del centauro». Tal era la descripción que el propio pintor hacía de su tierra griega. En Atenas, con sólo 12 años, rodeado de templos y dioses, ya empezó las clases de dibujo, copiando febrilmente las estatuas clásicas.
En el primer acto de la exposición (porque, insistimos, hay que verla como una obra de teatro), se muestran los retratos clásicos de Chirico, que solía disfrazarse a la manera del siglo XVIII, como Rembrandt, Van Dyck o Frans Hals. Y de los retratos se pasa a la arquitectura metafísica, a la Plaza de Italia (que pintó en hasta en 400 versiones distintas). «En la construcción de las ciudades, en la forma arquitectónica de las casas, de las plazas, de los jardines y de los paisajes públicos, de los puertos, de las estaciones ferroviarias, etc., se encuentran las bases de una gran estética metafísica», escribió De Chirico en su ensayo Sull'arte metafisica (1919), en el que traza un vínculo indisoluble entre arquitectura, arte y espiritualidad.
Sus arquitecturas, sus interiores y sus plazas tienen una dimensión trágica, en el sentido griego de la palabra: «la tragedia de la serenidad», que decía De Chirico, la de los versos de Homero o Esquilo, la de la eternidad, la de las sutilezas de una naturaleza encerrada en ventanas o arcadas.Y esos marcos –el cuadrado de la ventana o el arco del pórtico– crean un «segundo drama» dentro del cuadro. Dramas por descifrar, enigmas que no siempre se comprenden. Ahí está un Orestes sin rostro, solitario, meditando en un trono de mármol sobre ese cruel asesinato (el de su madre) que su destino le impone, con una tierra de templos y columnas que se extiende a sus pies. Es Orestes, pero podría ser un Pensador atribulado.«Los ángulos esconden secretos», aseguraba De Chirico.Y en la esquina de una plaza o de una habitación o de una ventana con vistas al Coliseo puede latir todo el drama de la existencia. En su serie sobre Gladiadores, De Chirico pinta una arena de vida y muerte, de lucha y violencia. Pero tras esa imagen de héroes épicos, de nuevo, late otro misterio: «'¡Gladiadores!, esta palabra contiene un enigma', dijo Hebdomeros dirigiéndose a sus compañeros». Hebdomeros fue una novela autobiográfica que De Chirico publicó en 1929, convirtiendo la pintura en palabra, y que fue elogiada por la troupe de surrealistas (aunque Aragon y Breton le acusaran cuatro años atrás de traicionar su obra metafísica en búsqueda de lo clásico).
Pero el mayor enigma se hunde en los llamados Baños misteriosos. En 1934, De Chirico realizó unas litografías para ilustrar la Mythologie de Jean Cocteau. Y convirtió el agua en madera, en un parqué flotante en el que hundía a los personajes. Es un agua en forma de zigzag, que refleja como si fuese una piscina. En esa exploración de la densidad del agua, De Chirico llega a su particular Olimpo: convierte al hombre en arquitectura, como un centauro. Mitad escalera, mitad hombre y, en la cintura, ese agua misteriosa de la que emerge un nuevo mito. Un nuevo ser de la metafísica.
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