El escritor polaco. (Foto: ritmos21.com)
Ciudad Juárez, Chihuahua. 9 de junio de 2017. (RanchoNEWS).– Nacido en Lwów, hoy Lviv, en 1945, Adam Zagajewski vivió en carne propia el desarraigo que supuso la amputación de esa ciudad, y de su región, de Polonia, que las perdió en provecho de Ucrania. Tras aquella migración forzada, aludida en su libro en prosa Dos ciudades, creció en Gliwice, en Silesia, en una tierra que, simétricamente, Alemania acababa de perder. Pero su Ciudad, con ce mayúscula, la ciudad en cuya Universidad Jaguelónica estudió Filosofía, y que vivió y sigue viviendo como una segunda piel, es Cracovia, sobre la cual ha escrito otro libro en prosa, En la belleza ajena, que los aficionados a ese tipo de literatura ponemos al nivel de los dedicados por Léon–Paul Fargue a París, por Alberto Savinio a Milán, o por Julien Gracq a Nantes.
Por decirlo parodiando un célebre título del primero de los nombrados, Zagajewski ha sido el peatón de Cracovia. Esa sensibilidad suya para expresar la propia ciudad y las lentas mutaciones de su trama urbana se traduce en el amor a los pequeños detalles y a las pequeñas gentes, en la atención a las pequeñas rebeldías vividas como formas de decir un gran NO al totalitarismo. Como los siempre recordados Octavio Paz e Yves Bonnefoy, o en el ámbito polaco como Czeslaw Milosz –uno de sus maestros, de sus guías– y Zbigniew Herbert, o en el ruso como Brodsky, el cracoviense adoptivo ha sido un poeta doblado de ensayista e incluso podríamos decir de moralista, alguien que ha sabido meditar con lucidez sobre el destino trágico de la parte del continente donde le tocó en suerte vivir: el Holocausto, el Gulag, Katyn, el Telón de Acero.
He empezado por la prosa porque es en prosa donde Zagajewski nos ha dado un testimonio más elaborado sobre lo que ha advenido en el siglo XX con su ciudad, su país, y el mundo, pero a un poeta obviamente donde mejor se le aprecia es en sus versos. Los suyos, conversacionales y enumerativos, poblados de iluminaciones, celebratorios de la vida y a la postre tan esenciales, nos hablan de esa historia de su país y de la otra Europa. Tantos detalles exactos. Olores, colores, sonidos.
Hojas secas, también, y hojas del calendario, como aquella correspondiente al 1 de septiembre de 1939, día que tenía que ser de vuelta al colegio y que terminó siendo el de la invasión de Polonia por los alemanes y el del inicio de la II Guerra Mundial, día que en el poema Karmelicka es de mucho sol sobre los tranvías azules.
En los versos de Zagajewski están la preguerra cargada de presagios, y la propia contienda; Lwów (Lviv) y el siempre problemático retorno a sus calles y plazas; París, donde se exilió, donde fue feliz como antes que él lo había sido Herbert, y donde tanto aprendió, junto al pintor Józef Czapski, al raro Kot Jelenski, y a los redactores de Kultura; los cuadros de Vermeer, y en general los de un país «donde la policía secreta no existía»; la música que consuela; el visionado de la película Shoah, de Claude Lanzmann, en la pequeña pantalla de un cuarto de hotel de esos EEUU donde ha sido y sigue siendo profesor, y que son su segunda patria.
Y siempre, los enigmas cotidianos, los muros y los jardines y las campanas de Cracovia, donde un día de verano, cuando todavía no nos conocíamos, lo vi caminar veloz por la calle Kanonicka, delante de la terraza de la librería–café que está justo enfrente de la bandera de España del Cervantes.Estoy seguro de que ayer en ese Cervantes, y en el de Varsovia, fue un día de fiesta, porque quienes en ellos trabajan saben muy bien que él es una de las grandes voces polacas de nuestro tiempo, y además un gran amigo de nuestro país.
*Juan Manuel Bonet es director del Instituto Cervantes
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