.
Portada del libro. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 19 de marzo de 2015. (RanchoNEWS).- El campo, publicado por el sello independiente Mardulce, reúne lo mejor de su obra, catorce relatos magistrales protagonizados por sedentarios incorregibles o por nómadas que, en vez de buscar algo, parecen estar en una fuga interminable. Escribe para Página/12 Silvina Friera.
El mejor «cronista de almas» subyuga con su lenguaje, sus torsiones sintácticas, que arañan la oralidad. Nadie como él para edificar esas atmósferas de tiempo suspendido, escenas de una belleza suprema que despliega en sus narraciones. Juan José Morosoli, el más «secreto» y «raro» de los escritores uruguayos, es publicado por primera vez en una editorial argentina. El campo (Mardulce) reúne lo mejor de su obra, catorce relatos magistrales protagonizados por sedentarios incorregibles –adheridos a la tierra o a un oficio–, o por nómadas que, en vez de buscar algo, parecen estar en una fuga interminable. Estas criaturas pueden estar horas calladas, acopiando silencios. «Yo creo que con amor y amistad se pueden comprender los hombres, y aquí –en los bordes de mi pueblo– está la veta. Y también en las chacras que no tienen, que yo sepa, su cronista. Y en las canteras, de las que está roto todo el paisaje de Minas. Tal vez yo soy un poco parecido a mis hombres. Por eso los saco como son. ¿No ve que yo soy muy inculto y sólo tengo el mérito de ser un buen busca-rumbo?», decía Morosoli.
El primer cuento de El campo es «Andrada»; basta con leer las líneas inaugurales para rendirse ante la evidencia de que el escritor uruguayo fue el mejor cronista de marginales rurales. «El viejo Andrada el domingo era un cuerpo muerto. Se entiende para el trabajo (...) Iba a visitar el monte, como otros iban a visitar un pariente o un amigo (...) Andrada iba al monte. A visitar el monte. A quedarse vaciado por las horas que hacían dar vuelta la sombra de los troncos, mientras la brisa rozadora de hojas movía las copas unánimes y los ojos se le iban poniendo pesados de mirar contra el cielo el vuelo de los bichitos.» Poco importa si era parecido a los hombres que observaba. Lo que impacta, el aguijón que clava a sus lectores, es un modo de mirar y de oír. Una mirada que se orienta hacia criaturas nómadas y sedentarias, relegadas a los estratos más bajos de la sociedad. El editor uruguayo Heber Raviolo (1932-2013) ha sido el más entusiasta y tenaz difusor de la obra de Morosoli en el sello Banda Oriental. «El nomadismo o el sedentarismo de estos seres no es un mero accidente de sus vidas. Son nómadas o trashumantes de alma. Sedentarios sin horizonte, de vida vegetal, enraizada en su pago, como Andrada, o nómadas sin reposo, sedientos de horizontes que no saben precisar», advertía Raviolo en el prólogo a Cuentos escogidos.
Narrador, poeta y ensayista, Morosoli (1899-1957) nació y murió en Minas, donde vivió toda su vida. Hijo de un inmigrante suizo, de profesión albañil, su formación fue autodidacta. Sólo cursó dos años de la escuela primaria, que debió abandonar en 1909 para trabajar. Decir que fue un hombre orquesta quizá sea quedarse escaso de adjetivaciones. Vendió carbón, trabajó de mandadero, como mozo de café y, en ese trayecto ascendente en los modos de ganarse la vida, llegó a ser propietario de un almacén y barraca. Publicó el libro de poemas Los juegos (1928), pero con sus cuentos alcanzaría la primera línea de la literatura uruguaya. En 1932 publicó los relatos de Hombres, después continuaría con Los albañiles de “Los Tapes” (1936), Hombres y mujeres (1944), el relato para niños Perico (1945), la novela Muchachos (1950) y póstumamente los relatos de Tierra y tiempo (1959) y El viaje hacia el mar (1962), entre otros títulos. La coloquialidad de sus cuentos hacía que el propio escritor se calificara de «artista cimarrón», un narrador que leyó a William Faulkner, Joseph Conrad, Sinclair Lewis, John Dos Passos y John Steinbeck, por mencionar algunos de los más significativos dentro de la tradición anglosajona, a la que habría que sumar varios nombres de la literatura latinoamericana, como Rómulo Gallegos, Ciro Alegría y Jorge Amado. César Aira da en el blanco de este narrador uruguayo, a quien podría adosarse las etiquetas de lo «secreto» y lo «culto», comodines de la lengua cuando un creador es tan «original» que no hay estantería donde ponerlo. «Morosoli es un autor tan extraño como genial; también es infinitamente discreto y su genio, tanto como su esencial extrañeza, pueden pasar desapercibidos. Puede parecer un criollista de los tantos que hubo en Uruguay. Apenas más diestro que otros en la redacción de breves cuentos de sentido suspendido, que más parecen comentarios sobre personajes curiosos del campo y de los pueblos. Sus peculiaridades son como un regusto para lectores meditativos», afirma Aira.
Hay en la obra de Morosoli una exaltación del hombre, pero no es el héroe corajudo, cuchillo en mano. Los personajes de Morosoli son solitarios, parcos, hombres y mujeres entrenados en el «arte» de juntar silencios. «Andrada y el monte se entendían en silencio. En el silencio hablaban solos», se lee en «Andrada». En Los albañiles de ‘Los Tapes’, cuando el peón Nieves se encuentra con Ramona el narrador revela: «Se dieron la mano. Bastó para que los dos se quedaran callados. Y como asustados de estar solos en aquella tremenda soledad llena de sol. Gustosos y llenos de angustia». Otro ejemplo es Juan Artola, el protagonista de «Montaraz»: «Artola era muy cerrado de trato. Cazador de oficio en ‘la época e’la perdiz’, cazaba también ‘de montaraz’, haciendo zafra de cueros silvestres. Esto lo había hecho poco conversador, pero en cambio su conversación era muy apreciada porque ‘era conversación con más güeso que carne’». Los tipos humanos morosolianos tienen el aplomo un poco oscilante de quienes están irremediablemente condenados a la extinción o, como dice uno de los personajes, la única tierra que tienen es el camino y el cementerio. «Los que no queremos –o no podemos, por propia determinación o por incapacidad– superar el realismo nos conformamos con el convencimiento de que aquellas narraciones que muestran, describen y apresan el acontecer y el tiempo de algunas criaturas, las detienen en la vida salvándolas de la muerte (...). Vivirán esas criaturas precisamente por haber muerto, y por esta muerte que les damos los narradores es posible su resurrección (...). Lo notable es que de su resurrección dependeremos nosotros, que fuimos quienes les matamos y al matarles les creamos. Si no, ¿quién recordaría a quien no fue sino una cifra hasta el momento de morir y luego ya ni esto siquiera? (...) De lo que podríamos llamar relatos documentales, varios de ellos pertenecen a un pasado cercano. Describen oficios –de alguna manera hay que llamarles– que ya no se practican. Ellos son el estaquero, el galponero, el retobador, el tropero de pavos, el achurero, las mortajeras, la rezadora, el changuero y otros», explicaba el escritor uruguayo en uno de los artículos incluidos en La Soledad y la Creación Literaria (1971).
El campo incluye la nouvelle o cuento largo Los albañiles de “Los Tapes”, considerada su obra maestra, la historia de una amistad que empieza y termina mal entre Nieves y Silveira en medio de un campo frío, hostil, un paisaje brutal que más temprano que tarde enferma y vence al hombre que intenta adaptarse. La imitación fonética del lenguaje hablado –una característica inicial del estilo Morosoli que se irá acentuando– es extrema: «Estos campos deshacen a cualquiera... Lo q’ hay es q’uno no se da cuenta». La consecuencia de este coloquialismo, de ese estilo de raíz oral, para Heber Raviolo, «es una especie de desbordamiento de giros y expresiones populares que sobrepasando los diálogos, se instalan en todo el relato, inclusive a través de formas ortográficas incorrectas». El cazador de «perlas lingüísticas» –que no dejan de ser construcciones, una tentativa de captar algo del pulso de esa oralidad– sentirá un infinito placer visual y sonoro ante la abundancia de formas como «prosiar», «corcovió», «charquiada», «pleitiando», «rumbiar», «enojao», «cuchiyo» y «sestiaban». La particularidad del lenguaje, esta excepcionalidad en la forma, es lo que hace del escritor uruguayo un «raro» o un «vanguardista discreto», como se señala en el texto de contratapa de la antología publicada por Mardulce. La «andadura» de la frase tiene un ritmo cansino, cortado, frases breves y al hueso de una entonación que suena rural. El silencio está imbricado con el modo de materializar lo narrado, como si la ausencia de palabra, al fin y al cabo, detuviera el tiempo. En su ensayo «Minas, el hombre y el paisaje», fundamentaba esta elección en el hombre recio que él auscultaba en su ámbito: «Un tipo de pupila dura que ignora la gracia de contemplar porque otea y no mira, penetra y no acaricia. Y da el lenguaje que le acomoda. Frases cortas y punto. Adjetivo y punto y silencio. Y otra vez el silencio, al que desciende y hurga, y revuelve y revisa. Buscando encontrar la verdad dura de la palabra. Asombra la conversación de estos hombres por la sobriedad angustiosa de palabras y la profundidad de sus silencios. Tras la palabra cae el silencio, que el que oye une a la palabra y penetra y descifra, encontrando recién el pensamiento desnudo».
Detener el tiempo es una faena que en manos de Morosoli adquiere un vuelo poético tan descomunal que dejará a unos cuantos boquiabiertos. El paisaje rural adquiere la densidad de lo trágico sin énfasis ni subrayados. «A Cóppola estos viajeros apretados hacia adentro, que no tenían movimientos vivos ni prisa, a quienes la lejanía iba limando a medida que marchaban, le producían una angustia terrible, una sensación de que iban tranqueando hacia la muerte, que a lo mejor era sólo eso. Un irse limando, gastando como una piedra en la corriente de un arroyo.» Sin embargo, conviene aclarar que estas criaturas morosolianas, a pesar del desamparo y la fragilidad, se aferran al hecho de vivir, como sobrevivientes de un naufragio perpetuo. «El campo», el cuento que da título a la antología, es acaso el que mejor ilustra este asunto por el modo en que presenta al personaje desde el inicio. «El negro Sabino se consideró siempre un hombre feliz (...) el era feliz porque allí tenía todo lo que se necesitaba para ser feliz, según su propio pensamiento: yerba, carne, tabaco y caña. »
Un periodista le preguntó a Morosoli, en 1933, por el concepto que tenía de la poesía. «Yo sentía el gusto de las pescas en el arroyo y la emoción de rajarle la cabeza a un pájaro de una pedrada. Vivía lo que hacía sin darme cuenta. A los veinte años lo conté. ¡Y me dijeron que era un poeta! ¿Cómo puedo, siendo así, tener concepto de lo qué es poesía, definirla?», respondió el escritor. Raviolo enlazó esta respuesta con los versos finales de un poema de Morosoli, «Balbuceos», como una manera de entender la poesía y, también, la narrativa de este gigante uruguayo, en más de un sentido: «... hallo las levaduras de mis cantos/ en las fatigas de las lavanderas,/ el penoso traquetear de las carretas/ y en el ladrar nocturno de los perros./ Creo que hay en mis versos/ un poco de emoción y un poco de ‘eso’/ que las tardes diluyen en el cielo del pueblo».
REGRESAR A LA REVISTA