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Clara y Robert Schumann, en un daguerrotipo de 1850. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 6 de marzo de 2015. (RanchoNEWS).-Martin Geck describe en un ensayo el combate del compositor contra la locura y el apoyo que tuvo en su mujer, Clara. Y se evoca la relación de la gran pianista con Johannes Brahms, un tercero en discordia. Escribe P. Unamuno para El Mundo.
Primero llegan los dolores en un brazo, luego la parálisis de la mano derecha, cuyo dedo índice quedó inservible para siempre, la melancolía y la sensación de ahogo, la necesidad de mudarse de un cuarto piso al primero por un vértigo insuperable... Para Robert Schumann, que por entonces toca el piano de manera obsesiva, los primeros síntomas enumerados suponen ya el fin prematuro de su carrera como virtuoso. Tiene 23 años y, con la muerte de su cuñada Rosalie y de su hermano Julius, se siente tan abatido que escribe: «Me atrapó la idea de que iba a volverme loco».
Los signos de trastorno mental de Schumann se han achacado durante años a la sífilis que parecía haber contraído al menos dos años antes, o a los efectos secundarios del tratamiento con mercurio, a veces peores que la propia enfermedad. En tiempos más recientes se afirma que padecía trastorno bipolar y que concentraba su trabajo desaforado en los periodos altos de la enfermedad (manía), a los que seguían -en un ciclo sin fin- temporadas de honda depresión.
Martin Geck, musicólogo de la Universidad de Dortmund, ha trazado un retrato diferente del compositor en un libro que publica el sello Alianza Editorial en su colección Alianza Música. Según su sugerente visión del genio, Schumann era muy consciente de su propensión a albergar sentimientos oscuros y, temiendo zozobrar, dispuso a su alrededor un elaborado sistema de diques de contención para mantener a raya aquella marea que amenazaba con arrasarlo todo. Y que lo arrasó, pero sólo al final.
La primera barrera era el propio pragmatismo del joven Robert, una faceta que tiende a pasar por alto el estereotipo de músico romántico en estado de embelesamiento perpetuo. Geck lo explica así: «Sus cavilaciones no le vuelven retraído. Más bien se comporta de manera absolutamente pragmática (...), no jugando sólo a una carta, sino intentando afianzar sus cualidades como pianista, publicista y compositor».
¿Publicista? Se refiere el musicólogo a la fundación por parte de Schumann, una vez superada la crisis nerviosa de 1833, de la Nueva revista de música, empresa que exige el notable esfuerzo organizativo y práctico de encontrar «editores, abonados, compradores, publicistas y colaboradores de confianza ».
La mayor defensa contra la locura se la proporcionó a Schumann su esposa Clara, niña prodigio y concertista de fama internacional con la que consiguió casarse después de disputas personales y judiciales con el padre de ella y ex profesor de él, Friedrich Wieck. Si el compositor fue un héroe, a su limitada manera, en la lucha con las nubes negras que lo acechaban desde joven, qué decir de una mujer del siglo XIX que se las arregla para mantener una carrera como virtuosa del piano a la vez que cría siete hijos y cuida de un marido rarito. «Taciturno», que dijo Wagner.
La relación entre ellos, aunque estable según los cánones y mutuamente estimulante desde el punto de vista artístico, no estaba exenta de una rivalidad que asomaba en detalles en apariencia triviales. Cuando la pareja posó para un medallón que debía esculpir Ernst Rietschel, surgió el dilema de qué perfil situar en primer término. Robert se negó a que fuera el de Clara porque «un artista creador tiene prioridad sobre un artista intérprete», apreciación que poco puede extrañar en una época como el Romanticismo en que se sacralizaba a lo que hoy llamamos el autor.
La disciplina fue un tercer saco terrero añadido a la inestable barrera de Schumann contra la riada de la locura. Autoimpuesto o inducido por Clara, como interpretan algunos estudiosos, el titánico trabajo de Robert como compositor se agrupa en largos periodos dedicados a un solo tipo de género musical. El de 1840 es, por ejemplo, el año de los 'lieder', terreno en el que «consigue tal cantidad de novedades, que podemos hablar de un cambio en el paradigma estético», sostiene Geck.
En estos ciclos de canciones, Schumann logra dar voz a una nueva subjetividad, la del hombre desorientado - «dónde estoy, no lo sé», se dice en uno de los 'lied'-; no sólo inventa sonidos «que no había hasta ese momento» sino que usa como nadie, hasta entonces, el silencio como recurso expresivo.
Schumann se manejaba mejor con estructuras pequeñas como las que integran su Kreisleriana. La joven pianista donostiarra Judith Jáuregui, uno de nuestros intérpretes más reconocidos internacionalmente, ha elegido para su disco dedicado a él precisamente el título de El arte de lo pequeño. No obstante, el músico consagra 1841 a componer obras grandes como la Sinfonía primaveral y calla así -retrospectivamente- las bocas de muchos que, por arrogancia, presuponen «ciertos datos».
Geck aclara: «Si hubiera muerto sin haberla escrito, los psicólogos de la creación artística nos habrían explicado fácilmente por qué no habría sido en absoluto capaz de componerla, aludiendo a su inestable constitución psíquica». Ahí lo deja...
Lo cierto es que la locura seguía trabajando en silencio y se contentaba de momento con victorias parciales. «He llorado en sueños»: Schumann hace suyo en este 'lied' el lamento de Heine. Un malestar constante se instala en su vida, tanto que a la altura de 1844 es incapaz de cumplir con su labor de gestor de los grupos musicales que dirige -otra labor más que recae en Clara-, en agudo contraste con la facilidad con que se le abren todas las puertas a su buen amigo Mendelssohn, más equilibrado y sereno, ante quien se siente empequeñecido.
Durante el viaje que emprenden por Rusia, Robert acepta el papel de comparsa de Clara, que es aclamada en auditorios y salones. Pero su malhumor es tan constante que ella «a veces ni se entera de lo que pasa». De nuevo en Alemania, cambian Leipzig por Dresde, donde la magnitud de las crisis de Schumann se hace alarmante. Su diario de la época semeja un boletín médico: «Tendencia al mareo. Miedo e intranquilidad en pies y manos -dolor en las extremidades- poco apetito- pulso débil, sube con facilidad». Y a pesar de todo, sigue creando a buen ritmo, inspirado en el gran modelo de Johann Sebastian Bach, en quien ve «un hombre de pies a cabeza; en él no hay nada incompleto, enfermizo, está escrito todo como para la eternidad». Cómo parece esta anotación un autorretrato en negativo de sí mismo...
Para convencer y convencerse de que todo está bien, compone su mejor personaje para las visitas. El famoso crítico musical Eduard Hanslick lo encuentra «contento y cariñoso como padre de familia». «También aquí habló muy poco, pero su mirada amable, casi infantil y su boca sonriente, redondeada como para silbar, me parecieron de una locuacidad particular y conmovedora», recordaba.
Aunque 1842 es su año de la música de cámara, en 1847 compone Schumann dos tríos para piano que evocan «raros estados de ánimo» y tienen ya «algo del extremismo de la vanguardia» en opinión de un Geck que, sin embargo, se apresura a negar relaciones unívocas entre la música y la situación anímica de quien la escribe.
A pesar de todo, un músico es ante todo un hombre. Con los años puede constatarse «una disposición cada vez mayor de Schumann a verter directamente en la partitura brotes emocionales de oscuridad, desamparo, brusquedad y ausencia». Siendo director musical municipal en Düsseldorf, el autor consigna que padece insomnio, depresiones, inhibiciones del habla constantes y «raras infecciones de oído».
El año siguiente, repleto de intrigas y sinsabores como director de orquesta, le trae la única alegría de conocer a Johannes Brahms, que de inmediato pasa a gozar de la amistad y la admiración artística tanto de Robert como de Clara. De la relación de ésta con el músico de Hamburgo se han escrito tantas cosas que difícilmente puede añadirse nada, si bien Martin Geck arremete contra especulaciones como las vertidas por Eva Weissweiler, con «ambición sensacionalista», sobre los últimos años del matrimonio, cuando Schumann siente agotadas sus defensas y se hunde sin remedio en la enajenación.
La investigadora de la vida del compositor publicó que Clara no quiso visitar a su marido en el sanatorio de Endenich para no ver interrumpido su feliz amor con Brahms, y aireó la vieja sospecha de que Felix, el hijo menor de Clara, era de Brahms, lo que vendría a implicar que el colapso definitivo de Schumann pudo estar desencadenado por la infidelidad de su esposa.
Acaso como última prueba de su necesidad de protección ante la locura, Robert pide ingresar voluntariamente en Endenich después de haberse arrojado al Rin (lo rescataron unos pescadores) el lunes de Carnaval de 1854. Desde hace días sufre alucinaciones y escucha «voces demoníacas» -anota Clara- que amenazan con «tirarle al infierno».
En el sanatorio, aunque dice cosas delirantes, lee el periódico y se distrae con los atlas. Entre risas, afirma que hace viajes por ellos. Sus fuerzas anímicas flaquean un año más tarde. Brahms lo encuentra ocupado en hacer resúmenes infantiles del atlas y no entiende una palabra de lo que dice. Clara lo abraza por última vez unos días antes de fallecer de «parálisis» en julio de 1856. Cuánto más preciso habría sido anotar: «Causa de la muerte: Melancolía».
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