La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe, de York, marinero, quien vivió veintiocho años completamente solo en una isla deshabitada en las costas de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco; habiendo sido arrastrado a la orilla tras un naufragio, en el cual todos los hombres murieron menos él. Con una explicación de cómo al final fue insólitamente liberado por piratas. Escrito por él mismo. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 1° de abril de 2017. (RanchoNEWS).- El pasado 17 de marzo murió el notable poeta Derek Walcott (1930-2017), Premio Nobel de Literatura 1992. Nacido en la isla de Andalucía, su mirada y su obra irradian, iluminan la experiencia del mar, las Antillas y la cultura caribeña, a la par de su radiante apropiación de la lengua inglesa y la literatura occidental.
Rescatamos un texto poco difundido, donde el poeta recrea su lectura de «la primera novela de las Antillas», Robinson Crusoe. Estas reflexiones fueron expuestas de manera oral en esa misma región: la Universidad de San Agustín, en la isla de Trinidad, el 27 de octubre de 1965. Derek Walcott aceptó que se publicara la versión editada por Robert D. Hammer, uno de los principales estudiosos de su obra. La Razón publica el siguiente texto de Critical Perspectives on Derek Walcott, Three Continent Press, Washington DC, 1992 con una traducción de Rafael Vargas.
Conforme envejezco descubro que es poco lo que puedo decir en público sobre una vocación privada que realmente sea de interés. Como poeta de las Antillas me doy cuenta de que mi posición es cada vez más idiosincrásica. No tengo ningún deseo de ser un personaje público, pero como somos tan pocos los que seguimos practicando la poesía, y aún menos los que hemos elegido quedarnos atrás, nos contamos entre los infortunados a los que siempre se acude para que hagan alguna declaración. Nos quedamos detrás de los atriles y, cuando no dejamos al fiel público de costumbre más vacío de lo que llegó, lo enviamos a casa con una especie de indigestión. Se debe a que, en realidad, todos los intercambios de este tipo son mentiras. Deberíamos ser incoherentes. Deberíamos ofrecer no cordura y razón, sino algo más intimidante pero más veraz: la imposibilidad de una comunicación. Por ende, lo último que quiero que ustedes hagan esta noche es entenderme.
En parte esto se debe al hecho de que me dirijo a ustedes en prosa, que es la forma de sensibilidad más indigna. Pero de alguna manera, de cada lado de este atril cumplimos una suerte de deber público. Lo que nos ha impulsado a ustedes y a mí a encontrarnos en esta posición es un sentido del deber. Ustedes están ofreciendo una especie de patrocinio, de apoyo a la poesía. En mi caso, además de encontrarme con ustedes, recibo también un pequeño pago.
Todo tipo de preámbulos, comentarios al margen y digresiones son parte de lo que el poeta hace para evadir a su público. No tiene nada que ofrecer sino su trabajo. Pero la gente no quiere la poesía. Quiere sus concomitantes: explicaciones, justificaciones, una idea de orden. No quieren la poesía, sino al poeta. No les interesan las revelaciones, sino la instrucción, y una conferencia formal le brinda al poeta la oportunidad pactada de evitar todas esas verdades angustiosas. De hecho, como ustedes pueden advertir por este preámbulo, me encuentro realizando todos los movimientos del ritual.
Alguna vez el poeta y parodista norteamericano e. e. cummings tituló una serie de charlas públicas como Seis no-conferencias. Quizás cummings quiso dar a entender que el poeta, cuyo aliento es muy corto, hará cualquier cosa con tal de evitar ser confesional en prosa. Las conferencias pueden ser los primeros signos de despilfarro, de deterioro moral, y la Musa es despiadada con aquellos de su progenie que disfrutan el convertirse en centro de atención.
Por encima de todo esto está el hecho de que los poetas son, en cierto sentido, los idiotas de la naturaleza. Son inarticulados. Sólo son capaces de hablar en poesía, pues cada mañana de su vida el poeta experimenta la humillación y el tormento de tratar de pronunciar cada palabra como si acabara de aprenderla y la repitiera por primera vez. Eso es parte del proceso poético. Detrás del poeta hay, desde luego, una morfología que cobra vida cuando la palabra es puesta en el papel y cuando se le pronuncia, pero toda esa hojarasca seca de la tradición, de nombrar las cosas como por vez primera sólo puede reavivarse a través de una chispa. Ahora es impopular decir que esa chispa es divina. Se le ha llamado, a través de las diferentes fases de nuestra evolución, frenesí, imaginación, inspiración, subconsciente o inconsciente. Sea lo que sea, y provenga de donde provenga, existe.
El ermitaño y la hoguera
Quizás sea mejor acudir a una imagen: la de un hombre solitario que en una playa ha amontonado una pila de hojas secas, arbustos, ramas, etcétera, para hacer una hoguera. Puede ser que la hoguera no tenga un propósito. O puede ser una señal de su soledad, su desesperación, su aislamiento, un símbolo de su necesidad de contar con otra persona. O tal vez la encendió llevado por una necesidad atávica de contemplación. El fuego nos hipnotiza. Nos disolvemos en sus llamas. El hombre se sienta ante el fuego, su resplandor calienta su rostro, lo observa saltar, hacer aspavientos y amenguar, y vuelve a alimentarlo con ramas, con pensamientos muertos, jirones de memoria, todos los gastados fragmentos de su vida con tal de mantener su objeto de contemplación puro y brillante. Cuando se cansa y vuelve en sí, ha realizado una especie de sacrificio, un ritual.
El ermitaño se ve obligado a confiarse a la magia. Por magia no me refiero a formas de encantamiento o invocación de espíritus. Tan sólo quiero decir que, para él, tareas tan sencillas como hacer fuego para cocinar, calentarse, alumbrarse o contemplar, recobran su uso primitivo y original. Cada objeto a su alrededor, cada textura, se convierte en una deidad doméstica. Sin embargo, los ermitaños son monoteístas, no panteístas. El terror de la soledad es tan intenso, tan vasto, que no puede fragmentarse en otras pequeñas presencias.
He utilizado esa imagen del ermitaño y de la hoguera porque he encontrado que guarda un cierto paralelo con el poeta. La metáfora de la hoguera, en el caso del poeta de las Antillas, puede ser la metáfora de la tradición y del talento colonial. No obstante, es aun más profundo verla como la cotidiana acción ritual del poeta para crear un nuevo poema. Quema lo que ha hecho el día anterior añadiendo nueva madera a la llama. Todo se convierte en llama pura, todo es combustible, y mediante esa luz, que está separada de él, se contempla a sí mismo.
Dante lo ha dicho mejor en su Paradiso: en el Canto final, el XXXIII, la visión final:
¡Gracia abundante en la que
[audaz lanzóse
mi rostro a sostener la luz
[eterna,
tanto que allí mi vista
[consumióse!
En su profundidad vi que se
[interna,
con amor en un libro
[encuadernado,
lo que en el orbe se
[desencuaderna;
sustancias y accidentes, todo
[atado
con sus costumbres, vi yo en tal
[figura
que una luz simple es lo por mí
[expresado.1
Esa es la forma del poema, el espíritu de la hoguera, «una luz simple». Los locos son afectos a presumir que, como las águilas, pueden mirar fijamente el sol por mucho tiempo. La contemplación del fuego induce trances, ya no digamos alucinaciones. En la cueva de Platón, según escucho de trasmano, nuestras vidas son sombras proyectadas en las paredes, cosas transitorias. No describo, con esa imagen de la hoguera y el ermitaño, la visitación del santo, las visiones catatónicas del loco. No toda la poesía es delirio —si acaso hay poesía que lo sea. La suprema visión de Dante no es delirante, sino sosegada, llena de orden y de una luz serena, constante y sobrenatural. Tampoco hablo de un abandono del mundo, de reducir sus despojos a la llama, en el sentido en que lo hizo Donne cuando escribió luego de la muerte de su amada:
Se ha marchado.
Ella, ella, se ha marchado. Al
[saberlo,
En qué despojo fragmentario se
[convierte este mundo...
Tampoco describo, con esa imagen, una figura de autocompasión, la de algún delincuente abandonado por el mundo, un náufrago.
Entonces, ¿de qué estoy hablando? Estoy tratando de lograr una reconciliación herética entre el mundo exterior y el mundo del ermitaño; o, si se quiere, entre el poeta y los objetos en torno suyo y la llamada sociedad. Por objetos quiero decir todo lo que puede ser amado: persona, animal o cosa, porque un poeta no tiene más respeto por un sustantivo —el nombre de un objeto— que por otro: sea pez, piedra, esposa, nube o insecto, todos son sagrados conforme él los nombra, aunque en su otra vida no pueda amarlos a todos por igual, dado que él no es un santo. Ahora que he dicho esto, me doy cuenta de lo que quise decir con un poema mío titulado «Diario de Crusoe», (en The Castaway [El náufrago], 51-53). El epígrafe proviene de Robinson Crusoe:
Ahora veía las cosas de muy distinta manera. El mundo se me aparecía como algo remoto, que en nada me concernía y del que nada debía esperar o desear. En una palabra, me hallaba del todo aislado de él y como si ello hubiera de durar siempre; me habitué a considerarlo en la forma en que acaso lo hacemos cuando ya no estamos en él; un lugar en el cual se ha vivido pero al que ya no se pertenece. Y bien podía decir como el patriarca Abraham al hombre rico: «Entre tú y yo hay un abismo.»
Segundo paraíso
Como ustedes han oído, he convocado la figura de Robinson Crusoe. Pero no se trata del Crusoe que ya conocen. Lo he comparado con Proteo, esa figura mitológica que cambia de forma según lo necesitamos. Acaso mi mitología sea equívoca. Sin embargo, también convoco, mediante la combinación de Crusoe y Proteo, al Viejo del Mar con el que luchó un héroe mitológico. El comercializable Crusoe da su nombre a nuestros folletos y hoteles. Se ha convertido en propiedad del Patronato de Turismo de Trinidad y Tobago, y aunque es el mismo símbolo que utilizo, les pido que me permitan hacerlo tan diverso, contradictorio y cambiante como el Viejo del Mar. Evidentemente, en el poema lo he imaginado en diversas formas, y les he traído un catálogo de esas formas porque, para mí, representan una variedad de problemas inherentes a la vida de las Antillas. Mi Crusoe es, entonces, Adán, Cristóbal Colón, Dios, un misionero, uno de esos vagabundos que recorren las playas, así como Daniel Defoe, su intérprete. Es Adán porque es el primer habitante de un segundo paraíso. Es Colón porque ha descubierto este nuevo mundo por accidente, por fatalidad. Es Dios porque se enseña a controlar su creación, gobierna el mundo que ha creado y, también, porque para Viernes es una representación blanca de la divinidad. Es un misionero porque instruye a Viernes en la práctica de la religión —tiene una pasión por la conversión. Es un vagabundo como esos personajes de la literatura adolescente, o uno de esos seres arruinados que brotan en las páginas de Conrad o Stevenson o Marryat. En uno de los versos de mi poema también se convierte en Ben Gunn, el pirata medio loco que custodia la Isla del Tesoro y, finalmente, es también Daniel Defoe, porque el diario de Crusoe, que es el diario de Defoe, está escrito en prosa, no en poesía, y los pioneros de nuestra literatura pública se han expresado en prosa en este nuevo mundo. Como una nota a pie de página sobre Defoe y nuestros escritores, escribí estas líneas:
de tales materias surgió
nuestro primer libro, nuestro
[Génesis profano
cuyo Adán habla esa prosa que,
al bendecir una roca marina,
a sí misma se asombra
con la sorpresa de la poesía,
en un mundo verde, un mundo
[sin metáforas
(El náufrago, 51)
He tratado de decir esto: que en un mundo virgen, un paraíso, cualquier sonido, cualquier acto de nombrar algo, como Adán al bautizar a las criaturas, se convierte en otra cosa. Ese sonido no es en realidad prosa, sino poesía; no es un símil, sino una metáfora. Es como ese conocido chiste sobre Adán cuando le da nombre al rinoceronte. Dios le pregunta por qué ha llamado así a esa figura y Adán responde: «Bueno, Señor, porque eso es a lo que se parece». Nos sorprende ver, por ejemplo, que al crecer nuestros niños se asemejan a los nombres que les dimos. Para Adán, como para Crusoe, y como debería ocurrirle al escritor y al poeta en prosa, la cosa nombrada debe guardar una sorpresa exacta.
El principio de la supervivencia
Afirmo, pues, que los poetas y prosistas antillanos, a pesar de la contaminación que nos rodea, estamos en la posición de Crusoe, el que nombra. Como él, tenemos a nuestras espaldas, traídos de Inglaterra, de la India o de África, esa hojarasca muerta, esa morfología que mencioné antes. Pero lo que es de verdad importante es que esas expresiones, esas palabras, una vez escritas, sean tan frescas, tengan una textura tan real, como cuando Crusoe las inscribió en la primera novela de las Antillas. A ello debe su solidez, la exaltación que aún emana, como una ráfaga de aire salado, aun la más decadente escritura antillana. Además, es la figura de Crusoe —como lo han advertido algunos críticos en la figura de Próspero— la que suministra la angustia de la autoridad, de la conciencia del imperio, del gobierno, del poder benigno. La metáfora puede estirarse hasta el exceso. Ahora está en boga un método marxista para analizar personajes de la literatura como si fueran culpables. Según tales análisis, que hemos visto aplicar en brillantes recreaciones, Próspero es el imperialista blanco y Calibán el feo salvaje. Si trazo un paralelismo similar entre Crusoe y Viernes, es porque toda esa dialéctica está implícita en el texto. Está tanto en Defoe el panfletario como en Defoe el novelista, no el poeta —y un novelista se ocupa de la condición humana bajo presión. En Robinson Crusoe la presión es la del aislamiento y la supervivencia.
Hace tiempo leí en alguna parte que una encuesta realizada para saber cuáles eran las películas más exitosas demostró que eran aquéllas relacionadas con la resistencia y la supervivencia, mucho más que aquéllas cuyos temas eran el sexo o el romance. Debemos concederle ese sencillo propósito a Defoe, quien decidió escribir la historia de Alexander Selkirk para el público. Digo simplemente que la trama de Defoe, que no podía ser más clara, requería de toda esa rentable excitación de salvajes y festines caníbales, en comparación, por ejemplo, con el poema de Cowper3 que a todos se nos enseñaba en la escuela:
Soy el monarca de cuanto
[contemplo.
No hay nadie que me dispute
[este derecho.
Desde donde me planto hasta el
[mar en torno
Soy amo de las bestias y de las
[aves.
En comparación con ese poema, la novela, cualquier novela necesita irradiar desde diferentes centros. De todas las formas escritas, una novela no es una definición del ego. En la novela de Defoe, Crusoe es un «sujeto» y es observado por su inventor en forma desapasionada. En el poema de Cowper, el centro de la creación es el «Yo», el «amo de las bestias y de las aves», y no necesitamos «interpretaciones» de la declaración del ermitaño. En el Crusoe de Defoe, Crusoe es un símbolo, un ejemplo.
No exagero de ningún modo cuando afirmo que Defoe, al fundir el relato de las múltiples aventuras de Crusoe, el catecismo protestante de confianza e independencia, y el celo cristiano por convertir a las tribus de salvajes, no con la beligerancia de Kipling, sino con la honesta y tierna creencia en la superioridad de su especie, nos ha dado un símbolo más real que el que los críticos reclaman para Próspero y Calibán. Crusoe no es señor de la magia, ni duque ni príncipe. No posee la isla que habita. Está solo, es un artesano, sus orígenes son humildes. Actúa, no por autoridad, sino por conciencia.
Son los hijos de él y los de Viernes los que han generado esta perturbadora sociedad. Una sociedad que no perturba a otros, porque por un lado hay una determinación en el paisaje y en la fe en Dios, y por el otro un anhelo desesperado de abandonar para siempre estas islas-presidios y de sobrevivir en la nostalgia.
Existencialista y proteico
Además, Crusoe es un personaje de nuestras lecturas escolares. Es parte de la mitología de todo niño antillano. Así lo señalo en un ensayo en el que ahora estoy enfrascado. Si hay repeticiones, disculpen y considérenlas como variantes o énfasis. Me temo que lo que surgirá de este retrato será tan diferente como lo es un poema respecto de otro, aunque traten sobre el mismo tema. Tengo aquí un Crusoe casi existencialista, aunque, como lo anticipé, cambia de forma con astucia proteica.
En nuestro libro de lectura en la escuela primaria había dos reproducciones que me aterrorizaban. El terror se debía a la incapacidad infantil de comprender la desesperanza. Una de esas reproducciones era la afligida imagen de la Esperanza de G. F. Watt. Allí estaba esa figura femenina sentada, tocando a ciegas su lira, sentada de lado sobre el globo que giraba. Para mí, ella era la encarnación de la «desesperanzaA. La otra imagen era una pintura de Robinson Crusoe. Si lo que recuerdo de Esperanza es su tono grisáceo, como el de un sudario húmedo, asocio un ardiente rojo mate, en realidad más marrón que rojo, con la pintura de Crusoe.
En ella el personaje parece haberse resignado no sólo al abandono, sino a la incomodidad. Y se diría que la rancia y rasposa piel de cabra, bañada por el sol del atardecer tropical (y que, al igual que el mar y el cielo, parece incendiarse), no le pica. Tampoco el puntiagudo sombrero de piel de cabra, color rojo oscuro. Santo patrón del naufragio, se sienta mirando al horizonte por mera costumbre. La idea de la salvación parece aburrirle, porque ya ha resuelto su situación. Allí, sentado en su duna de arena con su sombrilla y su perro, ha alcanzado un anonimato tan completo que se encuentra más allá de la desesperación. Para mí, no parecía animal ni humano, sino una mezcla de ambos.
La divina locura
Desde luego, a estas alturas Crusoe se ha vuelto loco. Movido por el terror, ya le ha gritado a Dios —que es el eco de su propia voz— todo tipo de obscenidades. Por un tiempo se salva gracias al consuelo de esa otra voz que es la suya. Así que por milésima vez mira la puesta del sol igual que un viejo asomaría a su balcón. Pero su veranda es de arena, y el mar tiene ese gran vacío de movimiento que ya no observa, así como ha aprendido a dejar de contar las puestas de sol. Asimismo comprende la indiferencia de su perro, pero sus soledades, por separado, son terribles. Si bien vacía su mente con frecuencia, no puede convertirse en un perro porque alberga más deseos que un perro. Su mutua dependencia existe sin lenguaje, y su compañerismo es una especie de aflicción. No desea volver a su fortaleza. Sin embargo, en la pintura a la que me refiero, uno siente que si la vela de un barco asomara, su debilidad haría que lo dejara irse con una blasfemia.
Cada día registra noticias sobre sí mismo en el diario que mantiene. El artesano, el artífice, se ha convertido en el escritor. Ahora Crusoe puede mirar a Crusoe como otro objeto. Es este acto el que salvaguarda su cordura. El ensayo procede a describir la llegada de Viernes, el caníbal al que Crusoe adoctrina.
Es sólo cuando Viernes llega que Crusoe vuelve a salir de su ensimismamiento. Aprende a sentir miedo del otro. Ahora deja de ser escritor, ermitaño, santo, y se convierte por necesidad en maestro. Repasa todo lo que se le enseñó y se vuelve una especie de mojigato con relación a temas como Dios, la civilización, el arte, la desnudez humana y, por supuesto, la raza. Vuelve a la cordura común, al puritanismo que había abandonado cuando, a diferencia de la mayoría de los hombres, realmente ya no entendía nada.
Ahora Crusoe se arma con la divina locura del misionero y hace que Viernes se adapte a él. No puede entender que para el salvaje, esto podría significar un abandono tan profundo o más que el suyo, porque no significa una negación sino un intercambio de dioses. Así, el salvaje renuncia a sus peculiaridades —su nombre, su idioma, su religión y su desnudez— por las de otro, y su recompensa es la servidumbre. La mentalidad imperialista ve todo esto como algo inevitable, y ata a sus siervos a esa servidumbre creándoles un nuevo pecado: la ingratitud.
Desde luego, a Viernes debe haberle parecido algo muy extraño que el dios de Crusoe fuese sacrificado y comido. El enfrentamiento con Viernes, con la barbarie de Viernes y su limitado conocimiento del lenguaje y sus gracias, hacen que Crusoe sienta nostalgia. Ha convertido la isla en su casa, pero ahora ve sus “deficiencias”. Relega todo lo que ha aprendido al nivel de aventura y experiencia. Conserva su cordura, reestablece su lenguaje y su equilibrio —pero también el viejo orden de las cosas.
El Crusoe que describo no es, por supuesto, el de Daniel Defoe, sino el Crusoe distorsionado y surrealista de Buñuel. A todo mundo le parecerá que exagero, pero no fue sino hasta que mi imaginación se asentó en ese símbolo que comprendí lo que Yeats quiso decir cuando escribió: «Dadle a un hombre una máscara, y os dirá la verdad».
En otro de mis poemas, «Los Almendros» (El Náufrago 36-37), mientras trataba de describir la ausencia de historia, de tradición, de ruinas, vi las formas de unos antiguos almendros en un bosque cercano a Rampanalgas en la costa norte, como una arboleda de ancestros muertos, trasplantados, desarraigados.
No debemos cometer la herejía de pensar que, porque «no tenemos pasado», no tenemos futuro. Si leemos los comentarios de los exiliados, pensaremos que mi posición, que es la de Crusoe o de Viernes —o, más bien, una mezcla de su progenie imaginada—, se ha vuelto defensiva, pero de hecho es lógica.
He aquí al señor Keith Botsford, un estadunidense, escribiendo sobre Brasil:
«A menudo ha sido sólo una cuestión de pánico. Huí del Caribe con la sensación de que estaba hablando conmigo mismo y de que si me quedaba más tiempo me convertiría en un fruto balanceándose en la rama de un árbol bajo un sol idílico, listo para caer y pudrirse en el suelo».
El triunfo de la voluntad
¡Brasil! ¿Qué le habría pasado al señor Botsford si se hubiera encontrado varado en una de nuestras islas? Lo sabemos. La respuesta está en nuestros propios escritores. Cedamos la palabra primero al señor Naipaul:
Los años que pasé en el extranjero se desvanecieron y no podía saber con certeza cuál era la realidad de mi vida: si los primeros dieciocho años en Trinidad o los últimos años en Inglaterra. Jamás quise quedarme en Trinidad. Cuando estaba en el primer año de preparatoria me hice a mí mismo una promesa que escribí en la guarda posterior de mi libro de Latín: me iría dentro de cinco años. Me fui después de seis. Y después, ya en Inglaterra, cada vez que me quedaba dormido con la calefacción encendida, me despertaba sobresaltado por la pesadilla de que me encontraba nuevamente en la isla tropical de Trinidad.
Nunca había analizado este temor hacia Trinidad. Nunca había querido hacerlo. En mis novelas solamente lo había expresado, y es sólo hasta ahora, hasta el momento de escribir esto, que siento que puedo tratar de examinarlo. Yo sabía que Trinidad era insignificante, monótona, cínica... El poder era reconocido, pero no se le concedía dignidad a nadie. Toda persona relativamente eminente era considerada como deshonesta y despreciable. Vivíamos en una sociedad que se negaba a sí misma la posibilidad de tener héroes.
(El pasaje medio.)
Tanto Naipaul como Lamming dicen la verdad; no sólo su verdad, sino una verdad que muchos comparten. Dejemos que el señor Lamming hable acerca de Los placeres del exilio:
Así que volvemos a la pregunta inicial de por qué los novelistas de las Antillas viven en un estado de exilio elegido. Durante un tiempo sus nombres hacen ruido en los círculos adecuados de las Antillas.
Sus libros se han convertido en garrotes prácticos que el nuevo nacionalista blandirá ante el extranjero irrespetuoso que pregunta: «¿Qué puede hacer vuestra gente, salvo dormitar?»
¿Por qué no vuelven esos escritores? Hay más razones de las que puedo enlistar ahora, pero una es el miedo. Tienen miedo de regresar. Sienten que tarde o temprano serán ignorados por una sociedad sobre la cual han escrito con claridad y sinceridad. Ustedes podrán argumentar que algo parecido sucede con el joven escritor inglés en Inglaterra. Pero existe la importante diferencia de que en una isla pequeña no se puede disfrutar del anonimato... A pesar de todo lo que ha ocurrido en los últimos diez años, dudo que alguno de los escritores de las Antillas pudiese decir con sinceridad que estaría feliz de volver. Algunos lo han intentado; algunos quisieran intentarlo. Pero nadie se sentiría seguro de su decisión de regresar. Sería mucho peor que llegar a Inglaterra por primera vez. (Los placeres del exilio.)
A cada quien su terror, a cada quien su aislamiento. Es evidente que cada día nos volvemos más aterradores y más vulgares para estos escritores, y yo mismo tiendo a estar de acuerdo con ese juicio. Pero he tratado de demostrar que la supervivencia de Crusoe no es puramente física, ni tiene que ver con la desolación de su entorno: es un triunfo de la voluntad. Hoy, para nosotros, Crusoe es el símbolo del aislamiento artístico y de la ruptura, del recogimiento, del ejercicio hermético en el que la poesía se ha convertido, incluso en el Nuevo Mundo. Es la encarnación de la musa esquizofrénica cuyos hijos son de todas las razas. El triunfo de Crusoe radica en ese grito de desesperación que lanza cuando una corriente arrastra su canoa más y más lejos de la isla que, al igual que todos nosotros, figuras desarraigadas, había convertido en su hogar, y es la respuesta cínica que debemos dar a esos críticos que se quejan de que aquí no hay nada, ni arte, ni historia, ni arquitectura —es decir, ruinas—, en fin, ningún rastro de civilización. Para ellos sólo es un «desierto feliz». Pero nosotros vivimos no sólo en desiertos felices, sino fértiles. Y como Adán, como todos los ermitaños, como todos los artesanos devotos, sacamos nuestra fuerza de la riqueza de esa ironía de nuestra historia.
Eso es lo que alimenta la hoguera. Contemplamos nuestro espíritu a la luz de los residuos del pasado.
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