Walt Whitman (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 21 de abril de 2017. (RanchoNEWS).-¿Poeta de una nación o poeta de vagabundos? Se ha dicho que Whitman (Nueva York, 1819-Nueva Jersey, 1892) era un «vagabundo semidivino» (Borges), «un magnífico haragán», un periodista hostigado por el fracaso, un cajista negligente, un maestro sin vocación, un borracho de buen corazón, un libertino. Nada de eso le impidió convertirse en el poeta de la democracia americana, la voz profunda de la América liberal e inconformista. Hojas de hierba (Leaves of Grass) es la Ilíada del Nuevo Mundo, la Divina Comedia del joven e insolente continente, el Quijote de un país que aún sueña con la última frontera. Para Whitman, la democracia es la religión del pueblo americano. No se trata de una fe pagana, sino de un misticismo liberador que combate el fanatismo y la tiranía. Dios, la Naturaleza y el Hombre componen un todo indisociable que merece ser cantado y celebrado. Rafael Narbona escribe para El Cultural.
Sacerdote del optimismo, Whitman nunca experimentó las dudas de Hamlet ante la calavera de Yorick. El célebre «Canto el yo» no es un homenaje al Ser, al Progreso y a la Condición Humana: «...canto por igual a la Hembra y al Varón. / Con una inmensa pasión por la Vida, [...] al Hombre Moderno canto». Amigo de las feministas y los abolicionistas, Whitman costeó la primera edición de Hojas de hierba en 1855. Sólo Emerson celebró la publicación. Whitman no se desanimó, pues sabía que su voz no era simplemente la de su yo, sino la de todos, incluidos los humillados y olvidados: «Brotan de mí muchas voces largamente calladas: / voces de las interminables generaciones de prisioneros y esclavos; voces de los enfermos y desesperados».
Hasta hace poco, sólo se atribuía una novela a Whitman, Franklin Evans, el borracho. Durante tres febriles días acompañados por abundantes tragos de oporto, el poeta compuso una obra que más tarde consideraría «una auténtica porquería». Paradójicamente, vendió 20.000 ejemplares, una cifra que excede largamente las ventas de las sucesivas ediciones de Hojas de hierba. Saber que Whitman no se equivocaba al juzgar su novela, corrobora que el éxito nunca es un buen criterio para determinar el valor de una obra. El hallazgo de una nueva y breve novela publicada por entregas en 1852 en The Sunday Dispach amplía nuestro conocimiento de su autor. Sería absurdo afirmar que se trata de una joya literaria, pero constituiría una grave negligencia negar su importancia como documento lírico, introspectivo y clarificador. Desde la primera página, se aprecia la voluntad de imitar a Dickens, narrando las aventuras y desventuras de un joven aprendiz de abogado que ignora acontecimientos esenciales de su pasado.
Jack Engle sufre una orfandad temprana, convirtiéndose en un muchacho desamparado que vagabundea por los suburbios. El encuentro con un respetable y compasivo lechero le salva de unas calles donde sólo prosperan la violencia, el abuso y el chantaje. Durante un tiempo trabajará para Covert, un auténtico villano que ejerce la abogacía para enriquecerse, empleando toda clase de artimañas para despojar a sus víctimas de sus bienes. Engle descubrirá que la corrupción no es una epidemia de los bajos fondos, sino un vicio que circula por todas las capas de la sociedad. Su desengaño no desembocará en un escepticismo trágico, sino en un vitalismo invencible. Los vicios del ser humanos no pueden menoscabar los afectos más nobles, como el amor o la amistad.
¿Merece la pena leer Vida y aventuras de Jack Engle? Sin duda, pero no por su trama -algo rudimentaria y precipitada-, sino por la vibrante humanidad de Walt Whitman, que resplandece en cada página. Su retrato de la infancia refuta los tópicos: «¡ay, los niños piensan más de lo que imaginan muchos!». Los niños son criaturas imaginativas e hiperestésicas, que sobreviven a las peores desgracias porque en ellos palpita «el espíritu de la aventura». La vejez no disfruta de ese privilegio. Wigglesworth, el contable de la oficina de Covert, flota en el alcohol para olvidar el bienestar de su juventud. Su afición a la bebida fue la causa de infortunio y el bálsamo de su senectud, pues aturde su conciencia y difumina su juicio. Su conversión al metodismo sólo agrava su sufrimiento, pues la sobriedad impuesta por la religión propicia una triste lucidez.
El alcoholismo, que se cobró un dramático diezmo con la familia Whitman, es un tema recurrente en la obra del poeta. La Vida no se cansa de convocarnos, pero la Muerte también nos reclama y no siempre logramos escapar a su llamada. El genio de Whitman brilla especialmente en su visión de Nueva York, por entonces un laberinto de callejuelas umbrías, con algunas mansiones victorianas e infinidad de chamizos levantados sobre el barro. Las canciones que se escuchan en sus esquinas, a veces toscas y grotescas melodías, alivian momentáneamente el desaliento inherente a la pobreza: «Qué extraño encanto hay en la voz humana, que aventaja a todos los instrumentos a la hora de causar ciertos efectos». Nueva York puede despertar la melancolía, pero no el tedio: «Me gustaba vivir en la gloriosa Nueva York, donde, si hay alguien inactivo que no sabe en qué entretenerse debe ser por culpa suya».
Los últimos capítulos de Jack Engle son particularmente memorables. En uno, se describe el cementerio de Nueva York. Después de leer los epitafios de algunas tumbas, Engle comenta entusiasmado: «Ha llegado una nación de hombres libres que ha superado todo lo que se conocía en cuanto a felicidad, buen gobierno y auténtica grandeza». En otro, un asesino convicto se lamenta del dolor de los hombres, que viven bajo las inclemencias del azar: «Ojalá el demonio en el jardín del Edén le hubiese desvelado al joven el camino a la felicidad». El temperamento dionisíaco de Whitman se manifiesta con un feliz desenlace que repara todas las injusticias. Su inesperada novela afianza la imagen de un poeta que concibió a América como una «Tierra Libre», donde la ambición y el coraje pueden sortear cualquier obstáculo.
¿Poeta nacional o poeta de vagabundos? Cuando a finales de 1855 Whitman se acercó al hotel Astor para visitar a Emerson, no lo dejaron pasar por su aspecto bohemio, más propio de un mendigo que de un caballero. No es una anécdota banal, sino la prueba de que Whitman fue el poeta de una nación de vagabundos. Los pobres, los derrotados descansan sobre su alma de infinito y su «arpa labrada de un roble añejo» (Rubén Darío). Jack Engle encarna el espíritu de una civilización que manchó su alma con los peores pecados, pero que se redimió con la gloria de sus poetas, el carácter temerario de sus sueños y su inquebrantable amor a la libertad.
Los hijos de Whitman
«Whitman fundó América y fundó el entusiasmo y la alegría», explica Manuel Vilas en el prólogo del libro, en el que resalta cómo todos los artistas americanos, de Elvis Presley a Foster Wallace, de Bob Dylan y Springsteen a Hemingway y Kerouac, son «hijos de Whitman». Incluso la Coca-Cola, Andy Wharhol o Jeff Koons. «En todos está Whitman, porque Whitman inventó los Estados Unidos de América. Se inventó la forma de mirar América. Hizo un pacto de exaltación de la vida que se encarnó en tierra, agua y viento americanos. Exaltó la vida de una manera nueva e hizo que esa exaltación se llamara América».
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