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Valeria Golino durante el rodaje de Miel.(Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 10 de abril de 2014. (RanchoNEWS).- Valeria Golino, una de las escasas actrices europeas que se abrió auténtico hueco en Hollywood durante los años 80 del pasado siglo, protagonizando títulos tan populares como Rain Man, Frida o Four Rooms, pero también comedias locas como Hot Shots o superproducciones europeas como La puta del rey, ha elegido para su debut como realizadora en el largometraje un tema tan ingrato y poco atractivo como la eutanasia, el derecho a elegir voluntariamente una muerte digna por parte de quienes se encuentran en una situación de enfermedad, que convierte su vida en algo peor que la propia muerte. Una cuestión que despierta siempre tensiones políticas, morales y sociales... Mucho más si hablamos de Italia, donde tiene su corazón y Santa Sede el mundo católico, profundamente opuesto a cualquier legalización de la muerte asistida. Hubiera sido fácil caer en el panfleto -a favor o en contra-, en el melodrama -siguiendo la estela de la sobrevalorada Million Dollar Baby- o incluso en la tragicomedia grotesca. Por el contrario, mostrando insospechada madurez, el filme de Golino ofrece una visión objetivista, sencilla en su complejidad, compleja en su aparente sencillez formal, que a través de los encuentros con la muerte de su protagonista, Irene, nombre clave «Miel», dedicada a facilitar médicamente el final de quienes así se lo piden, despliega ante el espectador todas las preguntas, todas las dudas, todas las cuestiones... Negándose a facilitarle cómodas respuestas. Una nota de Jesús Palacios para El Cultural:
Amparándose en la exquisita fotogenia de la gélida y andrógina Jasmine Trinca, y en la soberbia interpretación de un veterano Carlo Cecchi, el hombre que introduce la duda en el aparentemente ordenado y lógico universo moral de la protagonista -introduciendo el no menos problemático tema del suicidio-, Valeria Golino demuestra que su mirada puede ser tan poética como incisiva, tan inteligente como elegante cinematográficamente, arriesgándose a dejar en manos del espectador la última palabra. Pero Miel (2013) no es sino un ejemplo más de la aparición en escena, en los últimos años, de un buen número de realizadoras que han irrumpido en la producción europea, no para aportar esa mítica y tópica «mirada femenina» de la que tanto gusta hablar sin decir nada, sino para atreverse a abordar temas tabú, cuestiones escabrosas, difíciles y relevantes, con estilos narrativos diferentes, aunque a menudo caracterizados por una expresiva sobriedad, un elaborado minimalismo, una sofisticada sencillez, que saben llegar al corazón del problema -y del espectador-, sin acudir a los recursos del sentimentalismo y la soap opera.
Es el caso, por ejemplo, de la excepcional Polisse (2011), estrenada en España en 2012, dirigida por la también actriz francesa Maïwenn, dura, sobria y emocionante mirada al día a día cotidiano de la división de menores de la policía parisina, en la tradición de Ley 627 de Tavernier, que no duda en penetrar con lucidez, rigor y verosimilitud -documental, psicológica y emocional-, en los rincones más oscuros del abuso de menores, la explotación infantil, la pedofilia o la delincuencia juvenil, haciendo gala de complejidad, humor y sutileza, para dejar en el espectador una profunda huella de reflexión humana y humanista... y la sensación de haber contemplado una de las mejores películas de la década.
Sin estrenarse aún -pero vista, como muchas otras, en la pasada edición del Festival de Cine de Gijón, en su ciclo «Nuevas voces del cine femenino europeo»-, Baby Blues (2012), segundo largo de la polaca Katarzyna Roslaniec, es también un brutal fragmento de vida que utiliza, de forma sorprendente, la paradoja de un estilo elegante, con brillantes texturas, montaje atrevido y colores pop, para desnudar la vida de una madre soltera adolescente en un mundo consumido por la moda, el dinero, la comida y el sexo rápido, que aglutina víctimas y verdugos en una misma inocencia culpable.
Un año antes, también en el marco del Festival de Gijón, que ha seguido siempre la pista a las nuevas realizadoras, la francesa Estelle Larrivaz nos ponía los pelos como escarpias con su primer largometraje como directora: Le paradis des bêtes (2012), inteligente y verosímil descripción de un matrimonio con hijos destruido por la brutalidad de un padre maltratador, espléndido Stefano Cassetti, profundamente humano, amante de -y amado por- sus hijos, pero consumido por la violencia. Todo ello sin el más mínimo ápice de sentimentalismo, moralismo o juicio sumarial, en las antípodas de maniqueos melodramas caseros como Te doy mis ojos.
La eutanasia en Miel, los menores en Polisse, la maternidad adolescente en Baby Blues, la violencia familiar en Le paradis des bêtes, y también la crisis social en La bataille de Solférino (2013) de Justine Triet, la enfermedad terminal en Un châteu en Italie (2013) de Valeria Bruni Tedeschi... Material difícil, cuestiones incómodas, habitualmente retratadas bajo el disfraz del culebrón, el panfleto y el cuento ejemplar, aplastadas por la losa de la corrección política, la hipocresía y el miedo, por autocensura y cobardía, han encontrado voz en directoras de distintas generaciones, con diferentes estilos, pero unidas por el mismo impulso de convertir el cine en vehículo de debate, formato excepcional para la polémica y la discusión, persiguiendo la unidad de fondo y forma con un exquisito quehacer cinematográfico, en las antípodas del manido cinema ONG de los 90. Directoras que están devolviendo al cine, con atrevimiento y valor que quizá solo ellas puedan expresar hoy día -paradojas del siglo XXI-, su privilegiada función como instrumento para la búsqueda no de la verdad, sino de las verdades. Lejos de una simple máquina de dar respuestas y mandar a los spectadores/niños a la cama, con la conciencia tranquila y el pulgar en la boca.
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