Rancho Las Voces: Literatura / Entrevista (última) con Jorge Semprún
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jueves, junio 09, 2011

Literatura / Entrevista (última) con Jorge Semprún

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El escritor español. (Foto: Juan Millás)

C iudad Juárez, Chihuahua. 8 de marzo de 2011. (RanchoNEWS).- Con motivo del fallecimiento del escritor y ex ministro de cultura español Jorge Semprún, el periódico El País publicó un conjunto de artículos, entre ellos la última entrevista realizada que le hizo este medio por conducto de Juan Cruz, fechada el 19 de diciembre de 2010, y que a contin uación reproducimos:

Es tan serio Jorge Semprún, tan circunspecto, que cuando lanza una carcajada te dan ganas de agradecérselo. Hace casi un año fuimos a hablar con él de Europa, un asunto que le resulta capital, en su apartamento de dos pisos cerca de la torre Eiffel. En un momento determinado se dispuso a salir para almorzar y fue a su cuarto a ponerse una chaqueta; cuando volvió, se inclinó sobre la silla más vieja de su sala de estar y de su mirada se desprendió una señal de insoportable dolor. «No puedo, no puedo». No hacía falta que lo dijera. Aquel hombre elegante y fuerte que burló a la policía de Franco cuando él era Federico Sánchez, comunista clandestino en Madrid, está ahora azotado por una osamenta que denuncia la edad, 87 años recién cumplidos, y que certifica el resultado de todas sus correrías, que comenzaron cuando era un chiquillo preso y torturado por los nazis en Francia. Luego vendría el campo de concentración en Buchenwald.

Ahora los huesos son parte de las pesadillas. Esta vez lo hemos visto de nuevo en ese apartamento, vestido con una elegante camiseta marrón, se acababa de cortar el pelo, ese cabello blanco que es distintivo también de su personalidad, como sus ojos serios, a veces secos, escrutadores. Esta vez lo hemos venido a ver con el fotógrafo Juan Millás porque acaba de salir un libro (Lealtad y traición. Jorge Semprún y su siglo, de Franziska Augstein, editorial Tusquets) que escudriña en zonas a veces abiertas y a veces oscuras de su biografía. Un hombre que ha escrito tanta memoria, y ahora alguien hurga en su memoria. ¿Qué no ha contado nunca Semprún? «Cosas privadas que jamás contaré».

Entre los objetos que nos rodean y que Millás busca perpetuar con su cámara está aquella silla en la que Semprún descansó de su dolor hace un año; ahora ya la mueca va con él; quisieron operarle, pero no fue posible, porque hubo otras complicaciones. El dolor está, pero Semprún es también privado en eso. ¿De qué vamos a hablar? Directo, al grano. Él fue preso, clandestino, dirigente comunista, e incluso ministro socialista de España: está acostumbrado a decidir, a no perder el tiempo. Hablemos de memoria, pues. Usted, le digo, ha escrito muchísima memoria, de la guerra mundial, de la Resistencia, ha hecho cine. Y es un hombre tan reservado. ¿Cómo se puede escribir memoria siendo tan reservado?

Es una contradicción aparente, me dice. «Si te fijas, mis memorias son un poco victorianas. No hay nada íntimo, prácticamente. Son tan poco íntimas que no hablo jamás de Colette [su esposa, recientemente fallecida], por ejemplo, y he pasado 55 años con ella de compañerismo y matrimonio. La mayor parte de mi vida. Y jamás he dicho nada de ella».

¿Cómo se puede? Siendo Semprún. «Nunca he hablado de cómo la conocí, de cómo hemos vivido, de los años de clandestinidad, de qué pensaba ella de mis idas y venidas, de mis salidas bruscas a Madrid, de los regresos tres o cuatro meses más tarde… No he hablado nunca de las vacaciones en la Unión Soviética con Santiago Carrillo y con ella…». Esas cosas forman parte «de los miserables secretos de la vida», como dijo alguien. «Esos secretos no cambian nada. Cambian si haces una biografía de verdad, pero mejor hacerlas cuando el biografiado haya muerto».

Esa reserva es una manera de ser que proviene de la infancia. «He sido muy tímido. Hasta una edad muy avanzada. ¡Y ahora cumplo 87 años, el mismo día que le dan el Nobel a Vargas Llosa! ¡No sabes cómo me alegro de ese premio!».

Ochenta y siete años y una biografía de más de 400 páginas sobre la mesa, y muchos libros suyos (memoria, persecución y clandestinidad) en las estanterías. A él, este libro le ha resultado extraño. Sabe que nada de lo que hay en él es falso; «sé que ella no ha añadido nada». Pero tiene la sensación de que «aunque todo es verdad, no siempre me identifico; siento que yo lo hubiera contado de otro modo».

Hay un episodio de la vida de Semprún, cuando fue torturado por la Gestapo, que se cuenta en esta biografía de manera muy detallada. Él nunca aludió a ello. Ahora le gustaría contarlo, «pero de otro modo». Arranca la confesión de la tortura que sufrió su compañero comunista Simón Sánchez Montero; la tortura era para que soltara dónde estaba Federico Sánchez. Sánchez Montero se mantuvo en silencio.

Él sufrió la tortura de la Gestapo, no la de la policía española, «quizá la de la Gestapo era un poco más… científica, digamos, con muchísimas comillas; la española eran meras palizas que durante días y semanas constituían una tortura insoportable. Ambas, para hacerte hablar. Si no hablabas, si no cantabas, eso producía en el que podía haber sido delatado y en ti mismo un sentimiento enorme de fraternidad. Y eso sentí con Simón Sánchez Montero».

La Gestapo lo sometió a la bañera, un método de tortura que aún anda en sus pesadillas y de lo que nunca ha escrito. «Es una experiencia terrible que durante años me impidió ir a piscinas donde fueran jóvenes amigos de las bromas, de las aguadillas… Esas bromas a mí me volvían literalmente loco. Una vez estaba yo en la piscina que Yves Montand y Simone Signoret tenían en Normandía; me lancé a la piscina, una de los jóvenes que había allí hizo esa broma y nadie entendió que yo respondiera con aquel furor. La única que lo entendió fue Simone Signoret. Ella estaba en una tumbona al lado de la piscina, vio la escena y sólo horas después, ya en el salón, me dijo: 'Esa reacción tan brutal que has tenido en la piscina, ¿tiene algo que ver con la bañera de la Gestapo?'. Ella conocía muy bien las historias de la Resistencia, porque tenía muchos amigos que habían sido detenidos y torturados por la Gestapo. Y lo adivinó. Antes de la entrevista con Augstein, probablemente ésa fue la única vez que hablé con cierto detalle de la experiencia de la bañera».

Tiene Semprún las manos muy pálidas; por esa blancura de la piel nadan unas pecas insistentes. Muchas veces se tapa parte de la cara con las manos, desplaza el flequillo; 87 años, perseguido visiblemente por el dolor de los huesos, y éste que fue Federico Sánchez y Pajarito (así lo llamaba la hija de Ricardo Muñoz Suay), acaso el tipo más guapo de la clandestinidad comunista en Europa, conserva mucho del porte airoso de su juventud. Pero esa confesión sobre la tortura ha caído sobre su ceño canoso como un obús. «Y tendré que escribir de ello; era muy difícil hablar de ello serenamente… Ahora ya no me conmueve tanto. Ya no. Ahora puedo escribirlo con total serenidad. Igual ha sucedido con las primeras experiencias en el campo de concentración. Puede que al contarlo me revuelva un poco, pero es algo pasado y asumido, asimilado, puesto en orden».

«Yo tuve la suerte de que los primeros golpes de detención fueran puramente palizas», continúa, «pero sin el propósito sistemático de interrogar; nadie me preguntaba nada. Me habían cogido, habían descubierto un arma que llevaba conmigo, y la policía militar, antes de que fuera a la Gestapo, me hizo todo tipo de barbaridades. Pero nadie me preguntaba nada».

«Me mentalicé: tenía que resistir, no debía hablar». Decidió contarles un cuento a los policías: «Un cuento que no pusiera en peligro a ninguno de los compañeros del grupo de la Resistencia. Una novelita rosa que esos días era posible leer en la propia prensa de los colaboracionistas: yo era el pobre estudiante que no tenía dinero, que oye una conversación y que es encargado de llevar unas maletas cuyo contenido desconoce. Cree que está metido en el mercado negro y un día descubre que en realidad está metido en el transporte de armas, que no puede dejar porque lo amenazan de muerte».

No lo contó de buenas a primeras; no le hubieran creído, demasiado preparado. «Pero si lo contaba en el momento que parezco derrumbarme, entonces me creerían. Así que aguanté días de interrogatorio, palizas, jornadas enteras en la bañera, un día me metían vestido, otros en calzoncillos. No sé por qué aquel día me metieron vestido… Y ese día, sofocado, mientras me gritaban, me insultaban y me metían una y otra vez en aquella tortura, me dije: Es el momento».

Le creyeron. Le habían dicho sus compañeros de la Resistencia cómo iba a ser la tortura. ¿Sabe lo que es la tortura alemana?, le preguntaron. Hay una primera fase de golpes, luego te cuelgan por las esposas y luego te hacen lo de la bañera; «yo sabía que lo de la bañera iba a ser lo peor». Él tiene «un miedo congénito» a la sofocación, «a no poder respirar tranquilamente». Ahora, «con este dolor absurdo de la espalda, los únicos momentos de angustia que me provoca este sufrimiento se producen cuando no puedo respirar. Me despierto con unas angustias por la noche porque no puedo respirar bien. Ese horror a perder la capacidad de respirar es infame».

Hay un episodio escalofriante en la vida del campo de concentración que se pone de manifiesto en la biografía que ahora nos ha llevado a hablar con Semprún: cuando en Buchenwald se producían listas de prisioneros que debían ser trasladados, y Semprún estaba al cargo de las listas. «Yo quitaba de las listas. Y quisiera precisar, dar mi versión. Es una discusión eterna que a la gente le cuesta comprender… Había una posibilidad de quitar prisioneros de las listas de los que habrían de ser desplazados. La posibilidad venía a través de una relación clandestina con la Resistencia. Áquel era un campo comunista; había sido construido en 1937 para reeducar a los alemanes adversarios políticos del régimen, y allí estaban concentrados los presos políticos alemanes, primero para construirlo y luego para administrarlo».

Sobre 1940 y 1941 empezaron a llegar presos extranjeros; primero checos, y después occidentales europeos, «sobre todo franceses de la Resistencia, comunistas de otras nacionalidades…». Cada partido comunista, recuerda Semprún, «aplicaba su política nacional en esa organización clandestina. Era una política de frente abierto, de frente popular, mientras que los comunistas alemanes seguían con la política sectaria de los años treinta. Clase contra clase. Para ellos no había aliados. No había más que los que eran comunistas y los que no lo eran».

Y la cosa iba así, relata el autor de : «El jefe SS le dice al jefe comunista del comando de internos: 'Mañana o pasado, a las seis de la mañana, quiero 3.000 deportados formando filas en la plaza del campo para ir a tal sitio'. Eso no tenía vuelta de hoja. Tal día, 3.000 deportados. ¡Parece como si hubiera alguna posibilidad de elegir! ¡Ninguna! Tiene que haber 3.000 deportados. ¿En qué interviene la Resistencia? En intentar quitar de esas listas a alguna gente».

Él cumple esa misión; lo declara con énfasis, no quiere equívocos, su rostro se hace más tenso, y ahora no es el dolor, es la historia. ¿Qué criterio seguía, Semprún, para decir este sí, este no? «El que tenía la Resistencia. Tendía a ser gente importante de la Resistencia de cualquier país. Podían saltar de las listas jefes gaullistas, oficiales enviados por Londres para la lucha clandestina, comunistas, socialistas…».

¿Aplicaban ellos los criterios o le decían a usted cómo había que aplicarlos?

En ese caso concreto, yo no era más que un comunicador. Comunicaba a los españoles las decisiones. Nunca tuve ningún problema porque los españoles no eran enviados nunca en transporte. Eran pocos, 250 o 300 detenidos por la Gestapo en la Resistencia francesa. Y había una especie de consenso entre los deportados: a los españoles no se les tocaba, quizá por el prestigio que habían alcanzado en la Guerra Civil… Y era fácil protegerlos: eran pocos. Era mucho más difícil proteger a franceses y alemanes, que eran miles y miles.

Es decir, Semprún no tenía problemas con los españoles, «pero podía ser utilizado para que los compañeros franceses me dijeran qué personas había que sacar de la lista… También hacía alguna cosa a título personal, sin contar con la organización comunista alemana: yo trabajaba en el fichero y me correspondían los presos desde el 40.000 hasta el 60.000, occidentales, franceses, que habían llegado, como yo, entre el 43 y el 44; yo era el número 44.904. A veces actuaba de guerrillero, salvaba a ciertas gentes sin contar con la organización».

La SS lo podía descubrir si investigaba. «Pero eran muy perezosos. Lo que hacía era inscribir a lápiz el número de la ficha, para luego poderlo borrar y que esa ficha fuera válida para otro que llegara. Hay números que han pertenecido a varias personas. El muerto desaparecía y se le daba su número a otro recién llegado… Tenía dos fórmulas, ambas con iniciales, DIKAL o DAKAL: "No puede ir a otro campo" o "No puede ir a ningún comando exterior". Cada vez que yo ponía por mi cuenta esas iniciales, que evitaban la deportación, me jugaba la vida porque ante cualquier duda la SS podía pedir la orden. Y, claro, la orden no existía, la había inventado yo».

A Semprún le perturba que ahora vuelva a decirse que él elegía a unos o a otros. «No, no. Elegías a los que salvabas. Luego la puta casualidad o la puta mala suerte hacen que en esa lista vaya gente, pero tú no los has elegido. Positivamente, elegías a los que salvabas. No mandabas en los que iban… Es difícil entender la complejidad del asunto, lo comprendo… Pero mira lo que decía el filósofo católico Jacques Maritain… Decía, en su libro Los hombres y el Estado, que hay momentos en la vida en los que no se puede aplicar la moral habitual, en los que hay que inventar una moral de excepción. Y da el ejemplo de los campos de concentración, y en concreto del campo de Buchenwald».

Eugen Kogon, democristiano que estudió también esa moral en Buchenwald, también señalaba, cuenta Semprún, «cómo cosas que en la vida normal son malas o criticables pueden convertirse en justas y válidas en la vida de los campos. Da el ejemplo de acabar con los confidentes, cosas así, que son brutales. Y es un pensador católico quien lo dice. A veces se dice que tuvimos la posibilidad de elegir a los que iban en las listas. No. Podíamos limitar algo el efecto de la orden sobre los que tenían que ser deportados. Y se acabó. No había más poder».

Se siente extraño Semprún siendo objeto de una biografía. «Es mi vida. Pero no soy yo. No sé cómo decirte».

¿Qué falta para que sea usted el que aparece en esta biografía de Augstein?

Quizá que, por vanidad, por orgullo o por engreimiento, considere que mi vida sólo la puedo contar yo. Escribirla yo. Eso está escrito, no es una entrevista periodística o radiofónica, y no es mi voz. Y esa vida sólo la puedo contar yo. Ya te digo que quizá sea puro engreimiento, pura vanidad.

Hay una palabra tremenda en el título, Traición (Lealtad y traición). Semprún no sabe muy bien si esa expresión tan terrible tiene que ver con lo que sucedió entre el Partido Comunista Francés (PCF) y Marguerite Duras, expulsada de la organización. Según se deduce, durante años se mantuvo que fue un informe de Semprún el que la condujo a esa tiniebla. Él no lo cree, por tanto no siente que la palabra traición vaya con él en este caso. «Hubo una expulsión de Duras y su entorno; se quejaron, escribieron cartas pidiendo que se anulara la expulsión. Como yo era muy amigo de ellos, me encontré metido en este asunto sin saberlo».

Ellos, Duras y Semprún, reconstruyeron la relación, pero ahí está la sombra. Robert Antelme, compañero de Duras, aseguró que Semprún estuvo presente en la reunión en la que se decidió la expulsión. «Pero que yo no dije una palabra… ¡Eso es imposible en las prácticas comunistas! Si yo estoy en una reunión en la que va a haber estas expulsiones y soy, como ellos dicen, uno de los acusadores, me obligan a hablar. Es la vieja táctica leninista. Sin embargo, Antelme dice: 'Estaba, pero no habló, lo vi allí silencioso'. ¡Tan silencioso que no estaba!».

El episodio le llevó finalmente a abandonar el PCF y a concentrarse en el Partido Comunista de España. «Lo que yo reprocho», dice ahora Jorge Semprún, que de vez en cuando suelta tacos bien españoles, «y diría que es una cabronada, es que se haya utilizado ese asunto solo unilateralmente. Lo que yo pretendo es que se vea que el documento de Antelme, en el que se me acusa, es un documento típicamente estaliniano en el que él se cubre de inocencia, como en otros documentos estalinianos a otros se les cubría de culpabilidad…».

Se convirtió, dice, «en el chivo expiatorio». «Quizá fui imprudente; cuando comenzó todo, tenía que haber cortado por lo sano. En todo caso, eso aceleró mi disgusto, mi náusea, y mi disposición a ir a España clandestinamente».

¿Siente usted ahora que traición es una palabra para definir lo que hizo?

No tengo ni idea. Ese título no lo entiendo y no lo comprendo. Es posible que exista la idea de que es inevitable hablar de traición cuando abandonas el comunismo.

¿Y qué siente usted?

Nada. Me muero de risa cuando me lo dicen. Precisamente por eso, con una cierta distancia y sin entrar en cuestiones personales, quiero hablar de mi vida política. Diré que durante 20 años, más o menos, he intentado ser comunista. Pero no comunista de salón, comunista tanto teórica como prácticamente.

Eso quería decir, para Semprún, empuñar las armas en la Resistencia, clandestinidad… «Un compromiso real».

Y he aquí lo que pasó después: «Creo que gran parte de mi vida ha consistido en destruir todo eso. No en traicionarlo, sino en destruirlo en el sentido de dejar de ser buen comunista para ser buen demócrata. De ahí mi interés por Europa, porque es una de las cosas que me han ayudado a distanciarme del comunismo y del leninismo y a comprender las virtudes de la razón democrática… Cuando has sido comunista de verdad durante 20 años, en cargos de responsabilidad, no es para presumir de haber estado en los salones con Louis Aragon. No, es otra cosa. Y abandonar eso para ser un demócrata radical, un anticapitalista radical, pero no comunista… ¿Traición? Cuando veo en el libro ese título, me digo: La lealtad ha desempeñado un papel, ¿pero la traición? Lo único que he traicionado es a mí mismo".

¿Por qué?

Cuando me critico como comunista, traiciono mis ideales de juventud. No lo considero traición, lo considero una consecuencia de lo que yo pensaba de verdad, lo que de verdad quería. Nunca he querido el estalinismo; es algo que ha venido añadido, un valor, o un desvalor, añadido. Y lo he sido, he sido estalinista. Pero la palabra traición no la entiendo.

Y luego se va del partido español, tras la clandestinidad tan llamativa de Federico Sánchez. Hay un detonante, en 1959, y ocurre en un lavabo moscovita. Carrillo entra hablando muy mal de la Pasionaria, y a Semprún le parece que su jefe político ha entrado en la paranoia estaliniana. Él lo cuenta ahora jugando a veces con su pelo, a veces con su reloj minúsculo que parece muy viejo.

«Hay una serie de momentos que van cristalizando, en los que se mezclan cuestiones españolas y del movimiento comunista internacional. 1959. Después del fracaso rotundo de la huelga nacional pacífica de primeros de junio, una delegación acompaña a Carrillo a explicarle a Dolores Ibárruri, secretaria general entonces del PCE, que ese fracaso ha sido un éxito… Carrillo va muy preocupado porque Dolores se ha opuesto a la consigna de huelga general. Esa consigna la da Carrillo contra la voluntad de ella. Él iba con la idea de mostrarle que, a pesar del fracaso, la huelga ha sido un éxito porque había movilizado a enormes cantidades de gente».

La reunión comenzó con la declaración de dimisión de Dolores como secretaria general. El cargo debería ser para Carrillo, que está más cerca de España. «Carrillo –recuerda Semprún– está nerviosísimo. Las rodillas no le paraban. Hasta que llega el momento inevitable del café y del baño. Y allí la puta casualidad hace que me encuentre con Líster y con él. Estábamos los tres solos y yo les digo: 'Ha estado bien la vieja porque facilita todos los problemas'. Y en eso Carrillo se vuelve hacia mí en el baño, y con la mirada de odio más espeluznante que te puedas imaginar me dice: '¿Pero tú qué entiendes de estas cosas? ¿Tú qué sabes? ¿Qué maniobras estará preparando? ¿Acaso con los soviéticos?'. Y ese fue el momento en que surgió en el carácter de Carrillo algo que ya definiría mi relación con él…».

Sin duda, era Carrillo quien más destacaba en aquella organización. «Era mucho más inteligente, mucho más entregado, mucho menos desmoralizado por el exilio… Pero aquel hombre cambió para mí en aquel cuarto de baño moscovita. El hombre de las intrigas, el paranoico… La paranoia es una enfermedad típica del estalinismo. Siempre estás viendo conspiraciones contra ti. Hay miles de anécdotas sobre la paranoia de Stalin. No voy a comparar a Carrillo con Stalin, pero a partir de entonces empecé a prestar atención a cosas que había oído de él, de los viejos militantes en Madrid. Y poco a poco, la figura de Carrillo empezó a transformarse».

El momento decisivo llegó en 1960, en una reunión del PCE a la que asistió Suslov, «el rey de la teoría, el dios permanente que había empezado con Stalin». Carrillo hace una exposición «brillante sobre la política de reconciliación nacional», y Suslov le replica: acusa a Carrillo de revisionista, y le recuerda «que un partido comunista-leninista no podía abandonar la idea y la estrategia de la lucha armada. ¡Que había que pensar en la posibilidad de mantener la guerrilla urbana! Estaba desautorizando a Carrillo, claro». Y Carrillo empezó a enviar esos mensajes a España, «donde eran recibidos entre carcajadas. Ridruejo me dijo que Enrique Múgica le trajo uno de esos mensajes: volveremos a las andadas, podría haber submarinos soviéticos trayendo armas a España. ¡Ridruejo se moría de risa!».

En ese momento es cuando «intelectualmente» rompe Semprún, aunque no lo expulsaran hasta cinco años más tarde. «Me digo que con esa gente no se puede ir a ningún sitio… La retórica del partido se dirige a una España irreal que ya no existe, la España de la miseria, la España de la que se reía Berlanga».

Semprún fue expulsado. ¿Se produce un vacío? «He tenido mucha suerte en eso. No puedo compararlo con lo que sufrió Fernando Claudín, que tuvo un tránsito mucho más difícil, mucho más trágico. Yo hago mi último viaje clandestino a España en diciembre de 1962, para presentar a los camaradas al hombre que me va a sustituir, José Sandoval. Dura unos meses, rápidamente lo captura la policía. Y viene luego Julián Grimau, y ya se sabe lo que ocurrió con él. Yo volví a Francia, aburrido del exilio, con la perspectiva, además, de mayor aburrimiento. Soy expulsado del partido, pero al tiempo que me voy aparece en Francia, editado por Les Temps Modernes, de Sartre, El largo viaje; así que salgo del partido y empiezo mi carrera de escritor. Lo que quise ser desde los ocho años. No hubo vacío. Siguió la vida».

Le pregunto si ha cambiado su consideración hacia Carrillo. No hay titubeo. «Ha cambiado en el sentido de que es todavía peor que antes. Todavía peor que cuando él era dirigente y nos enfrentamos. Carrillo tiene un problema con la historia. Es un dirigente inteligente; hoy es un padre de la patria, pero tiene un bloqueo de la memoria total. Hay una época, desde 1944 hasta 1948, de la que él no quiere hablar. Es la época en la que él, con otros, con Uribe y con Pasionaria, reconquista el poder en el PCE. Reconquistan el poder en el partido a base de la eliminación física o política de todos los que han dirigido el partido. Ésos son los tres años de los cuales no se puede hablar con Carrillo».

Y hay un episodio que Semprún relata según le ha contado Carrillo: cuando en una reunión de éste con Stalin, el dirigente soviético le sugiere que los comunistas creen en España lo que luego serían las Comisiones Obreras. «¿Dónde están las masas en España?, le pregunta Stalin. 'En los sindicatos verticales obligatorios'. 'Pues trabajen ahí…'. Stalin inventó la táctica de Comisiones Obreras… Y eso Carrillo no lo quiere recordar porque fue una iniciativa de Stalin que él no quiere reconocer por razones complejas, incluso por buenas razones, pero que le quitan a él protagonismo. La táctica no la inventó él, la inventó Stalin».

Ahora la preocupación española de Semprún es «el porvenir tétrico» que parece vivir su país. "La izquierda europea en general vive un momento tétrico; aquí se suma que la incompetencia del PP es extraordinaria. Cómo no va a ser Alberto Ruiz-Gallardón quien lo dirija en los próximos meses, él es un hombre mucho más civilizado que el resto».

¿Qué opina de Zapatero?

Lo conozco poco. Lo ha hecho bien mientras que se hacía bien por sí solo. Cuando ha habido que liderar, moderar… Lo que me llama la atención es que ha llevado a cabo un tipo de dirección poco dinámica y, digamos, poco colectiva. Hay síntomas interesantes en las últimas semanas. No digo que no será capaz de remontar la corriente.

¿Qué le parecieron las declaraciones de Felipe González a Juan José Millás?

Discutiría la oportunidad de hacerlas ahora o en unos años, pero creo que el fondo de lo que dice es históricamente cierto.

¿Hizo bien?

No sé si podría elegir con tanta claridad lo uno o lo otro, pero si podía elegir con tanta claridad como él dice, hizo bien en no hacer lo malo.

¿Se arrepiente de algo?

¿Me arrepiento o reniego de haber sido militante del comunismo estaliniano? No. Creo que en aquel momento había una justificación para ello. ¿Me arrepiento de no haber salido del PC en 1956, el año de los movimientos antiestalinistas populares antisoviéticos en Polonia y Hungría? No. Porque soy español; si hubiera sido francés, habría sido el momento de romper. Pero en España, cualesquiera que fueran los crímenes de Stalin, luchar con el Partido Comunista contra Franco valía la pena.

En el libro que ha servido de pretexto para estas confesiones de Semprún se recuerda lo que se decía en Buchenwald: el bien es robar el pan y repartirlo bien. ¿Sigue siendo eso el bien, Semprún? «No. Esa fórmula no la repetiría hoy. Robar no. Pero el bien, desde luego, es repartir mejor. Y se puede repartir mejor. Éso es lo absurdo de la situación, que es posible»

Mayor información: Jorge Semprún

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